A finales de febrero, cuando Liesel se despertó de madrugada, una figura entró sigilosa en la habitación. Se parecía mucho a una sombra silenciosa, cosa muy habitual en Max.
Escudriñando la oscuridad, Liesel sólo notó que el hombre se acercaba a ella.
—¿Hola?
No hubo respuesta.
Sólo los separaba el ligero rumor de sus pisadas al acercarse a la cama y dejar las páginas en el suelo, cerca de los calcetines de Liesel. Las hojas crujieron. Ligeramente. Uno de los bordes se curvó hacia el suelo.
—¿Hola?
Esta vez sí hubo respuesta.
Aunque Liesel no consiguió adivinar el punto exacto del que provenían las palabras, lo importante es que llegaron hasta ella. Llegaron y se arrodillaron junto a su cama.
—Un regalo de cumpleaños con retraso. Míralo por la mañana. Buenas noches.
Durante un rato osciló entre el sueño y la vigilia sin saber si había soñado la presencia de Max.
Por la mañana, cuando despertó y rodó sobre sí misma para darse la vuelta, vio las hojas en el suelo. Alargó la mano y las recogió, mientras oía susurrar el papel entre sus manos todavía adormiladas.
«Toda mi vida he tenido miedo de los hombres que me vigilaban…»
Las hojas crujían al pasarlas, como si el relato estuviera cargado de electricidad estática.
«Me dijeron que tres días y… ¿qué me encontré al despertar?»
Las páginas arrancadas del
Mein Kampf
estaban amordazadas, se asfixiaban bajo la pintura a medida que iba pasándolas.
«Por eso he comprendido que el mejor vigilante que he conocido…»
Liesel leyó y releyó el regalo de Max Vandenburg tres veces, fijándose cada vez en una línea o palabra distinta escrita con pincel. Cuando acabó de leer por tercera vez, se levantó de la cama haciendo el menor ruido posible y fue a la habitación de sus padres. El lugar asignado junto a la chimenea estaba vacío.
Pensándolo bien, se dio cuenta de que era más apropiado, o incluso mejor, perfecto, agradecérselo en el lugar en el que las páginas habían sido creadas.
Bajó las escaleras del sótano. Vio una foto imaginaria enmarcada que se filtraba en la pared: un secreto compartido con una silenciosa sonrisa.
Sólo eran unos metros, pero había un largo paseo hasta las sábanas viejas y la serie de botes de pintura que escondían a Max Vandenburg. Apartó las telas más cercanas a la pared hasta abrir un pequeño pasillo por el que asomar la cabeza.
Lo primero que vio fue un hombro. Poco a poco, con mucho cuidado, fue introduciendo la mano por el estrecho resquicio hasta apoyarla sobre el hombro. Sus ropas estaban frías. No se despertó.
Notó su respiración y el hombro, que subía y bajaba con una suavidad apenas perceptible. Se lo quedó mirando. Luego se sentó y se apoyó contra la pared.
Tuvo la sensación de que un aire somnoliento la había seguido.
Las palabras garabateadas durante sus ejercicios de lectura resplandecían en la pared en toda su magnificencia, junto a la escalera, irregulares, infantiles y melodiosas. Vigilaron el sueño de ambos, el del judío oculto y el de la niña con la mano sobre el hombro de él.
Respiraron.
Pulmones alemanes y judíos.
Junto a la pared descansaba
El vigilante
, entumecido y satisfecho, como un encantador hormigueo a los pies de Liesel Meminger.
El hombre que silbaba