La ladrona de libros (29 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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—Bien —le apretó aún más la mano—. Se llevarán a ese hombre y tal vez a mamá y a mí también… Y nunca, nunca más volveríamos.

Con eso fue suficiente.

La niña se puso a sollozar tan desesperadamente que Hans apenas pudo refrenar el deseo de atraerla hacia él y estrecharla con fuerza entre sus brazos. No lo hizo, sino que se agachó y la miró a los ojos para dejar escapar las palabras más suaves que le había dirigido hasta el momento:
Verstehst du mich?
¿Me entiendes?

La niña asintió con la cabeza. Lloraba y, ahora sí, desarmada y deshecha, su padre la abrazó en el ambiente teñido de pintura y luz de queroseno.

—Lo entiendo, papá, de verdad.

El cuerpo de su padre amortiguó su voz. Permanecieron abrazados un buen rato, Liesel con la respiración entrecortada y su padre acariciándole la espalda.

Cuando subieron, encontraron a Rosa sentada en la cocina, sola y pensativa. Se levantó al verlos y le hizo un gesto a Liesel para que se acercara, reparando en las lágrimas secas que le veteaban la cara. Atrajo a la niña hacia sí y la envolvió en un rudo abrazo típico de ella.


Alles gut, Saumensch?

No necesitaba una respuesta.

Todo iba bien.

Pero era terrible.

El dormilón

Max Vandenburg durmió tres días seguidos.

Liesel lo observó durante ciertos pasajes de ese sueño. En realidad podría decirse que, al tercer día, mirarlo y comprobar si seguía respirando se había convertido en una obsesión. Había aprendido a interpretar las señales que le indicaban que estaba vivo, desde el temblor de los labios y el hormigueo de la barba hasta el imperceptible estremecimiento de sus cabellos como ramas cuando movía la cabeza en medio de una pesadilla.

A menudo, cuando lo vigilaba, la asaltaba la mortificante sensación de que el hombre se acababa de despertar, que había abierto los ojos de repente y se la había encontrado, que la veía mirándolo. La idea de que la pillara la torturaba y la emocionaba por igual. Lo temía. Lo deseaba. Hasta que su madre la llamaba, era incapaz de apartarse de la cama, aliviada y decepcionada al mismo tiempo por no estar allí en el momento en que despertase.

A veces, cerca ya del final del maratón de sueño, hablaba.

Murmuró una retahíla de nombres. Un repaso a la lista:

Isaac, la tía Ruth, Sarah, mamá, Walter, Hitler.

Familia, amigos, enemigos.

Todos lo acompañaban bajo las sábanas. En cierta ocasión dio la impresión de estar peleándose consigo mismo.


Nein
—susurró. Lo repitió siete veces—. No.

En una de sus guardias, Liesel empezó a notar las similitudes que existían entre el extraño y ella. Ambos llegaron muy agitados a Himmelstrasse. Ambos sufrían pesadillas.

Llegado el momento, se despertó con el desagradable estremecimiento de la desorientación. Abrió la boca un instante después que los ojos y se enderezó, en ángulo recto.

—¡Ay!

Un retazo de voz se le escapó de la boca.

Cuando vio el rostro de una niña, al revés, encima de él, sintió una repentina inquietud por la extrañeza del entorno y se aferró a los recuerdos para descifrar cuándo y dónde estaba sentado. Al cabo de unos instantes, se las apañó para rascarse la cabeza (un susurro de ramas) y la miró. Sus movimientos eran fragmentados y, ahora que los tenía abiertos, la niña comprobó que sus ojos eran cenagosos y marrones. Espesos, densos.

Liesel retrocedió en un acto reflejo.

Fue demasiado lenta.

El extraño sacó una mano de debajo de las sábanas todavía caliente, y la cogió por el brazo.

—Por favor.

Su voz también la atrapó, como si tuviera uñas. Se la clavó en la carne.

—¡Papá! —gritó.

—¡Por favor! —susurró.

Caía la tarde, gris y satinada, pero a la habitación sólo tenía acceso una luz de color sucio. La tela de las cortinas no permitía más. Si eres de los optimistas, imagínatela de bronce.

Cuando entró Hans, se quedó en la puerta y vio los dedos agarrotados de Max Vandenburg y su rostro desesperado. Ambos se negaban a soltar el brazo de Liesel.

—Veo que ya os conocéis —dijo.

Los dedos de Max empezaron a relajarse.

El intercambio de pesadillas

Max Vandenburg prometió que no volvería a dormir en el cuarto de Liesel. ¿En qué estaría pensando la noche que llegó? La sola idea lo martirizaba.

Reflexionó y concluyó que únicamente el desconcierto que arrastraba aquella noche lo había animado a tomarse tal libertad. Por lo que a él respectaba, el sótano era el único lugar que merecía. Qué más daba el frío y la soledad. Era judío, y si algún lugar le estaba destinado ese era un sótano o cualquier otro rincón escondido donde sobrevivir.

—Lo siento —admitió ante Hans y Rosa, en los escalones del sótano—. De ahora en adelante me quedaré aquí abajo. No me oirán. No haré ruido.

Hans y Rosa, ambos sumidos en la desesperación por el aprieto en que se encontraban, no protestaron, ni siquiera conscientes del frío que hacía allí abajo. Vaciaron los armarios de mantas y llenaron la lámpara de queroseno. Rosa confesó que la comida tal vez escaseara, ante lo que Max le suplicó que le llevara sólo las sobras, y únicamente cuando nadie más las quisiera.

—Ni hablar —protestó Rosa—, te daré de comer como pueda.

Incluso bajaron el colchón de la cama supletoria del dormitorio de Liesel. Lo sustituyeron por sábanas viejas. Un negocio redondo.

Hans y Max colocaron el colchón debajo de los escalones y a un lado levantaron una pared con sábanas viejas lo bastante alta para ocultar la entrada triangular. Así al menos Max podía apartarlas con facilidad si necesitaba un poco de aire.

Hans se disculpó.

—Esto es muy triste, lo sé.

—Es mejor que nada, más de lo que me merezco —aseguró Max.

Con varios botes de pintura bien dispuestos, Hans reconoció que solo parecía una serie de trastos amontonados en un rincón para que no molestaran. El único problema era que sólo había que mover unos cuantos botes y retirar un par de sábanas para oler al judío.

—Esperemos que sea suficiente —suspiró.

—Tendrá que serlo —Max entró a gatas—. Gracias —repitió.

«Gracias.»

Para Max Vandenburg, quizá esa era la palabra más penosa que podía pronunciar, rivalizando únicamente con un «Lo siento». Sentía una necesidad acuciante de utilizar ambas expresiones, azuzado por el peso de la culpa.

¿Cuántas veces, en las pocas horas que llevaba despierto, había tenido ganas de salir del sótano y abandonar la casa? Probablemente centenares.

Sin embargo, no era más que una punzada.

Y eso lo hacía aún peor.

Quería salir de allí —Dios, cómo lo deseaba (o al menos quería desearlo)—, pero sabía que no lo haría. Le recordaba mucho a cómo había abandonado a su familia en Stuttgart, envuelto en falsa lealtad.

Para vivir.

Vivir era vivir.

El precio era la culpa y la vergüenza.

Durante los primeros días en el sótano, Liesel lo ignoró por completo, negó su existencia. El crujir del pelo y los fríos y resbaladizos dedos.

Su atormentada presencia.

Mamá y papá.

Entre ellos se habían instalado un montón de decisiones por tomar y una gran circunspección.

Se plantearon si podrían llevárselo a otro lado.

—Pero ¿adónde?

Sin respuesta.

Estaban solos y se sentían atados de manos. Max Vandenburg no tenía adonde ir, sólo a ellos, a Hans y a Rosa Hubermann. Liesel nunca los había visto mirarse tanto o con tanta solemnidad.

Ellos le bajaban la comida y se ocuparon de encontrar un cubo de pintura para los excrementos de Max, de cuyo contenido Hans se deshacía con la prudencia necesaria. Rosa también le bajó unos cubos de agua caliente para que se aseara. El judío apestaba.

Fuera, el frío aire de noviembre esperaba en la puerta de casa cada vez que Liesel salía.

Caían chuzos de punta.

Las hojas muertas se desplomaban en la calzada.

Poco después, a la ladrona de libros le llegó el turno de visita al sótano. La obligaron.

Bajó los escalones con sumo cuidado, sabiendo que no eran necesarias las palabras, pues el roce de los pies era suficiente para despertarlo.

Se quedó esperando en medio del sótano con la sensación de encontrarse en el centro de un enorme campo crepuscular. El sol se ponía detrás de una cosecha de sábanas viejas.

Cuando Max salió, llevaba el
Mein Kampf
en la mano. A su llegada se lo había querido devolver a Hans Hubermann, pero este le había dicho que se lo quedara.

Lógicamente, Liesel, cargada con la comida, no pudo quitarle la vista de encima al libro. Lo había visto varias veces en la BDM, pero ni lo habían leído ni lo habían utilizado para sus actividades. De vez en cuando hacían referencia a su importancia y les prometían que en un futuro tendrían la oportunidad de estudiarlo, a medida que progresaran en las Juventudes Hitlerianas.

Max, siguiendo su mirada, también observó el libro.

—¿Es… ? —susurró Liesel con un extraño y agitado hilo de voz.

El judío acercó la cabeza hacia ella un poco más.


Bitte?
¿Perdona?

Liesel le tendió la sopa de guisantes y, sonrojada, volvió arriba a todo correr, sintiéndose ridícula.

—¿Es bueno?

Practicó lo que habría querido decirle ante el pequeño espejo del baño. Todavía no se había desprendido del olor a orina, ya que Max acababa de usar el bote de pintura cuando ella bajó.
So ein G’schtank
, pensó. Qué peste.

La orina de los demás no huele tan bien como la de uno.

Los días transcurrieron a trompicones.

Todas las noches, antes de caer en las garras del sueño, oía hablar a sus padres en la cocina sobre lo que habían hecho, lo que estaban haciendo y lo que irremediablemente iba a suceder. La imagen de Max revoloteaba a su lado todo el tiempo, siempre con la misma expresión dolida y agradecida, y los ojos cenagosos.

Sólo una vez hubo un conato de discusión en la cocina.

Papá.

—¡Ya lo sé! —exclamó con voz áspera, aunque consiguió contenerla en un apresurado y apagado susurro—, pero tengo que ir. Al menos unos días a la semana, no puedo estar aquí a todas horas. Necesitamos el dinero y si dejo de tocar empezarán a sospechar, se preguntarán por qué lo he dejado. La semana pasada les dije que estabas enferma, pero tenemos que comportarnos como lo hemos hecho hasta ahora.

Ahí radicaba el problema.

La vida había dado un giro de ciento ochenta grados y, sin embargo, era esencial que actuaran como si nada hubiera ocurrido.

Imagínate que tienes que sonreír después de recibir un bofetón. Y luego imagínate que tienes que hacerlo las veinticuatro horas del día.

En eso consistía ocultar a un judío.

A medida que los días fueron convirtiéndose en semanas, empezó a respirarse, aunque sólo fuera eso, una resignada aceptación de lo que había sucedido hasta el momento: las consecuencias de la guerra, un hombre de palabra y un acordeón. Además, en el espacio de poco más de medio año, los Hubermann habían perdido un hijo y habían ganado un sustituto que arrastraba un peligro de proporciones épicas.

Lo que más sorprendía a Liesel era el cambio experimentado en su madre. Ya fuera por el modo en que calculaba y dividía las raciones o por lo que debía de costarle amordazar su afilada lengua, incluso por la lisura de su expresión acartonada, una cosa quedaba clara.

UNA VIRTUD DE

ROSA HUBERMANN

Era una mujer de gran valor en momentos difíciles.

Incluso cuando la artrítica Helena Schmidt dejó de contar con sus servicios de colada y plancha un mes después de la llegada de Max a Himmelstrasse, ella se limitó a sentarse a la mesa y a acercarle el plato.

—Esta noche la sopa me ha salido buena.

La sopa sabía a rayos.

Siempre que Liesel se iba al colegio por las mañanas, o en los días que se aventuraba a salir a jugar al fútbol o a acabar la ronda de la colada, Rosa le decía en voz baja:

—Y, Liesel, recuerda… —se llevaba un dedo a los labios y eso era todo. Cuando Liesel asentía, añadía—. Buena chica,
Saumensch
, ahora, en marcha.

Fiel a la palabra que le había dado a su padre, y ahora además a la dada a su madre, era una buena chica. Mantenía la boca cerrada allí donde iba. Llevaba el secreto enterrado muy adentro.

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