—Sí —Frau Holtzapfel estaba orgullosa y preocupada. Dos hijos en Rusia—.
Heil Hitler!
—puso el agua a hervir e incluso tuvo el detalle de acompañar unos pasos a Liesel hasta la entrada—.
Bis morgen?
El día siguiente era viernes.
—Sí, frau Holtzapfel. Hasta mañana.
Liesel calculó que todavía hubo cuatro sesiones más con frau Holtzapfel antes de que hicieran desfilar a los judíos por Molching.
Iban al campo de concentración de Dachau.
«Eso son dos semanas —escribiría más tarde, en el sótano—. Dos semanas para cambiar el mundo y catorce días para destruirlo.»
Dijeron que el camión se había estropeado, pero puedo dar fe de que no fue así. Yo estaba allí.
Lo único que pasó fue que había un cielo oceánico con nubes vestidas de blanco.
Además, no había sólo un vehículo. Tres camiones no pueden estropearse a la vez.
Cuando los soldados pararon para compartir algo de comida y unos cigarrillos y hurgar entre los judíos, uno de los prisioneros sucumbió al hambre y la enfermedad. No sé de dónde venía el convoy, pero estaría a unos seis kilómetros de Molching y a bastantes más del campo de concentración de Dachau.
Me colé por el parabrisas del camión, encontré al fallecido y bajé de un salto por la parte de atrás. Su alma estaba en los huesos. Su barba era una mordaza. Mis pies crujieron al aterrizar en la gravilla, aunque ni los soldados ni los prisioneros lo oyeron. Sin embargo, me olieron.
La memoria me dice que en la parte de atrás de ese camión había muchos anhelos. Las voces interiores me llamaron.
¿Por qué él y no yo?
Gracias a Dios no soy yo.
En cambio, los soldados estaban ocupados en otros asuntos. El que estaba al mando aplastó el pitillo y les hizo una pregunta turbia:
—¿Cuándo fue la última vez que sacamos a esas ratas a tomar aire fresco?
El teniente ahogó un acceso de tos.
—No pasa nada porque se lleven un poco, ¿no?
—Bueno, entonces, ¿qué? Hay tiempo, ¿no?
—Siempre hay tiempo, señor.
—Y hace un día perfecto para un desfile, ¿no crees?
—Así es, señor.
—Entonces, ¿a qué esperas?
Liesel estaba jugando al fútbol en Himmelstrasse cuando lo oyó. Dos chicos se disputaban el balón en medio del campo cuando se detuvo el partido. Hasta Tommy Müller se dio cuenta.
—¿Qué es eso? —preguntó desde la portería.
Todo el mundo se volvió hacía el rumor de los pies que se arrastraban y las voces disciplinadas cada vez más próximas.
—¿Es un rebaño de vacas? —preguntó Rudy—. No puede ser. No hacen ese ruido, ¿verdad?
Poco a poco, los niños fueron acercándose al magnético sonido, hacia la tienda de frau Diller. De vez en cuando, los gritos cobraban más fuerza.
En uno de los pisos más altos, a la vuelta de la esquina de Münchenstrasse, una anciana con voz de oráculo desveló la causa del alboroto. Allí arriba, asomada a la ventana, su rostro parecía una bandera blanca, con los ojos húmedos y la boca abierta. Su voz aterrizó como un suicida a los pies de Liesel, de un golpe seco.
Tenía el cabello gris.
Los ojos azul oscuro, muy oscuro.
—
Die Juden
—anunció—. Los judíos.
«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»
DEFINICIÓN N.°6
Elend
- Desdicha: gran sufrimiento, infelicidad y aflicción. Palabras relacionadas: angustia, tormento, desesperación, desamparo, desolación.
La calle fue llenándose de gente, una calle por la que ya antes habían avanzado a empujones otros grupos de judíos y criminales. Puede que los campos de exterminio se mantuvieran en secreto, pero a veces se mostraba a la gente la gloria de un campo de trabajo como Dachau.
En el otro extremo, Liesel vio a un hombre con un carro de pintura. Se estaba pasando las manos por el cabello; desasosegado.
—Allí está mi padre —le dijo a Rudy, señalando.
Ambos cruzaron y fueron a reunirse con él, aunque la primera reacción de Hans Hubermann fue llevárselos de allí.
—Liesel, tal vez…
Sin embargo, se dio cuenta de que la niña quería quedarse y decidió que quizá debía verlo. Soplaba una brisa otoñal. Hans se quedó a su lado, mudo.
Los vieron pasar por Münchenstrasse.
Otras personas se movían alrededor de ellos o los adelantaban.
Vieron acercarse a los judíos como un torrente de colores. La ladrona de libros no los describió así, pero puedo asegurar que eran eso exactamente, pues muchos de ellos morirían. Me saludarían como a su último amigo del alma, con sus huesos de humo y sus espíritus a la zaga.
El rumor de los pasos vibró sobre la calzada con la llegada del grueso del grupo. Los enormes ojos sobresalían en los escuálidos cráneos. Y la suciedad. La suciedad florecía en ellos como el moho. Sus piernas flaqueaban cuando los soldados los empujaban: una forzada carrerita incontrolada antes del lento retorno a un paso famélico.
Hans los observaba por encima de las cabezas de los cada vez más nutridos espectadores. Estoy segura de que tenía los ojos plateados y cansados. Liesel miraba entre los huecos que quedaban o por encima del hombro de la gente.
Las expresiones atormentadas de hombres y mujeres extenuados se volvían para suplicarles, no ayuda —ya habían renunciado a ella—, sino una explicación. Algo con lo que acallar la confusión.
Apenas podían levantar los pies del suelo.
Llevaban estrellas de David cosidas a las camisas, en las que se inscribía la desdicha como si de una tarea se tratara. «No olvide su desdicha.» En algunos casos, los arrollaba como una enredadera.
Los soldados desfilaban a su lado, ordenándoles que se apresuraran y dejaran de lamentarse. Algunos no eran más que niños, pero el Führer se reflejaba en su mirada.
Contemplándolos, Liesel estaba segura de que eran las almas vivientes más desgraciadas que había visto. Así los describió por escrito. El tormento constreñía sus rostros descarnados. El hambre los devoraba al caminar. Algunos miraban al suelo para evitar la mirada de la gente en las aceras. Otros observaban suplicantes a los que habían ido a contemplar su humillación, el preludio de sus muertes. Otros rogaban que alguien, quien fuera, diera un paso al frente y los cogiera en brazos.
Nadie lo hizo.
Ya observaron el desfile con orgullo, impudor o vergüenza, nadie se adelantó para detenerlos. Todavía no.
De vez en cuando, un hombre o una mujer —no, no eran hombres o mujeres, eran judíos— vislumbraba el rostro de Liesel entre la multitud. Le presentaban su capitulación, y lo único que podía hacer la ladrona de libros era sostener su mirada durante un largo y agonizante momento antes de que desapareciera entre los demás. Liesel esperaba que fueran capaces de adivinar y reconocer en su rostro cuán profundo, genuino y perdurable era su pesar.
¡En mi sótano hay uno de los vuestros!, quiso decirles. ¡Hicimos juntos un muñeco de nieve! ¡Le llevé trece regalos cuando estaba enfermo!
Liesel no dijo nada.
¿Para qué?
Comprendió que ella no les servía de nada. Estaban condenados y no tardó mucho en descubrir qué le sucedía a quien se le ocurría ayudarlos.
Un hombre, mayor que los demás, avanzaba en medio de un pequeño claro abierto en la procesión.
Llevaba barba y ropas raídas.
Sus ojos tenían el color de la agonía a pesar de su ligereza, sus piernas todavía lo sostenían.
Se desplomó varias veces.
Una de las mejillas quedó aplastada contra el suelo.
Cada vez que se caía, un soldado se cernía sobre él.
—
Steh’auf
—le gritaba desde lo alto—. Levántate.
El hombre se ponía de rodillas y se levantaba como podía para seguir caminando.
En cuanto alcanzaba a los últimos que iban por delante, acababa perdiendo fuelle y volvía a tropezar y a desplomarse. Muchos otros venían detrás de él —una camionada entera—, amenazando con pisotearlo y rebasarlo.
Era insoportable contemplar cómo se estremecían sus brazos doloridos intentando levantar el cuerpo. Cedieron una vez más antes de volver a ponerse en pie y dar unos pasos.
Estaba muerto.
El hombre estaba muerto.
Cinco minutos más y caería fulminado en la calzada alemana. Todos lo permitirían, sin apartar la vista.
Pero entonces un humano…
Hans Hubermann.
Todo ocurrió muy deprisa.
La mano que apretaba con firmeza la de Liesel la soltó cuando el hombre pasó agonizante por su lado. Al caerle el brazo, la mano rebotó en la cadera.
Hans rebuscó en el carro de la pintura y sacó algo. Se abrió paso entre la gente, hasta la calzada.
Tenía al judío delante, quien, esperando otro manotazo desdeñoso, vio —igual que todos los allí presentes— cómo Hans Hubermann le tendía la mano y le ofrecía un trozo de pan, como por arte de magia.
El judío se desmoronó cuando el mendrugo llegó a sus manos. Cayó de rodillas y, agarrándose a las pantorrillas de Hans, enterró el rostro entre ellas, agradecido.
Liesel miraba.
Con lágrimas en los ojos, la niña vio que el hombre resbalaba un poco más, empujando a su padre hacia atrás, y que acababa llorando a la altura de sus tobillos.
Otros judíos pasaron al lado, sin apartar la vista de ese pequeño y fútil milagro.
Después de vadear la corriente, un soldado se personó de inmediato en la escena del crimen. Miró fijamente al hombre arrodillado y a Hans, y luego a la gente. Tras unos instantes de vacilación, sacó el látigo del cinturón y lo utilizó.
El judío recibió seis latigazos. En la espalda, en la cabeza y en las piernas.
—¡Basura! ¡Cerdo!
La oreja le sangraba.
Luego le llegó el turno a Hans.
Otra mano cogió la de la horrorizada Liesel, quien al volverse vio a Rudy Steiner a su lado, tragando saliva cuando empezaron a azotar a Hans Hubermann en la calle. Los restallidos le revolvieron el estómago y temía que el cuerpo de su padre empezara a agrietarse en cualquier momento. Hans recibió cuatro latigazos antes de caer al suelo.
Cuando el anciano judío consiguió ponerse en pie por última vez y seguir su camino, echó un breve vistazo atrás. Se volvió un último y amargo momento hacia el hombre postrado en cuya espalda ardían cuatro surcos de fuego, con las doloridas rodillas hincadas en el suelo. Al menos el anciano moriría como un humano. O, al menos, con la convicción de serlo.
¿Que qué creo yo?
No estoy muy segura de que eso sea algo tan bueno.
Las voces los envolvían cuando Liesel y Rudy se abrieron paso para ayudar a Hans a ponerse en pie. Palabras y luz. Así lo recordaba ella. El sol brillaba en la calzada y las palabras rompían como olas contra su espalda. Al alejarse se fijaron en el mendrugo de pan, rechazado y abandonado en la calle.
Un judío que pasaba por su lado se lo quitó de la mano cuando Rudy fue a recogerlo y otros dos se pelearon por él sin dejar de caminar hacia Dachau.
Lapidaron sus ojos plateados.
Volcaron su carro y la pintura se desparramó por la calle.
Lo llamaron amigo de los judíos.
Otros guardaron silencio y lo ayudaron a ponerse a salvo.
Hans Hubermann se apoyó contra la pared de una casa, con los brazos estirados y pronto empezó a ser abrumadoramente consciente de lo que acababa de ocurrir.
Una imagen pasó por su mente, instantánea y sofocante.
El número treinta y tres de Himmelstrasse, su sótano.
Pensamientos angustiantes quedaron atrapados entre los intentos desesperados por respirar.
Ahora vendrán. Vendrán.
Por Dios, por Dios bendito.
Miró a la niña y cerró los ojos.
—¿Te duele algo, papá?
Recibió preguntas por respuesta.
—¿En qué estaba pensando? —cerró los ojos con más fuerza y volvió a abrirlos. Tenía el mono arrugado. Había sangre y pintura en sus manos. Y migas de pan. Qué diferentes al pan del verano—. Dios mío, Liesel, ¿qué he hecho?
Sí.
No me queda más remedio que darle la razón.
Pasadas las once de la noche de ese mismo día, Max Vandenburg enfilaba Himmelstrasse con una maleta llena de comida y ropa de abrigo. En sus pulmones había aire alemán. Las estrellas amarillas ardían. Cuando llegó a la tienda de frau Diller, volvió la vista atrás una última vez, hacia el número treinta y tres. No vio la silueta en la ventana de la cocina, pero ella sí lo vio a él. La silueta le dijo adiós con la mano y él no respondió.