Liesel todavía sentía los labios de Max en su frente. Todavía olía su aliento de despedida.
—Te he dejado algo, pero no te lo darán hasta que estés preparada —había dicho Max.
Se fue.
—¿Max?
No volvió.
Había salido de su habitación y había cerrado la puerta sin hacer ruido.
El pasillo murmuró.
Se había ido.
Cuando Liesel entró en la cocina, sus padres estaban encorvados y ocultaban el rostro. Llevaban así treinta eternos segundos.
«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»
DEFINICIÓN N.° 7
Schweigen
- Silencio: ausencia de sonido o ruido. Palabras relacionadas: quietud, calma, paz.
Qué perfección.
Paz.
En algún lugar cerca de Munich, un judío alemán se abría paso a través de la oscuridad. Habían quedado en que volvería a encontrarse con Hans Hubermann al cabo de cuatro días (es decir, si no lo habían cogido antes), en un lugar bastante alejado, junto a la orilla del Amper, donde un puente en ruinas asomaba entre el río y los árboles.
Apareció en el lugar acordado, pero apenas se quedó unos minutos.
Lo único que Hans encontró cuando llegó al cabo de cuatro días fue una nota debajo de una piedra, a los pies de un árbol. No iba dirigida a nadie en concreto y sólo contenía una frase.
LAS ÚLTIMAS PALABRAS
DE MAX VANDENBURG
Ya habéis hecho bastante.
Nunca antes el número treinta y tres de Himmelstrasse había guardado tanto silencio, y a nadie se le escapó que el
Diccionario de definiciones
estaba completamente equivocado, sobre todo en cuanto a las palabras relacionadas.
El silencio no era quietud o calma, y desde luego no era paz.
La noche de la procesión el imbécil estaba sentado en la cocina, bebiendo amargos sorbos del café de Holtzapfel y deseando un cigarrillo. Esperaba que llegara la Gestapo, los soldados, la policía —cualquiera— para llevárselo, como creía merecer. Rosa le ordenó que volviera a la cama. La niña remoloneó en la puerta. Él las despidió a ambas y se pasó las horas muertas esperando hasta el amanecer, con la cabeza enterrada entre las manos.
No fue nadie.
Todas las unidades de tiempo traían consigo el esperado sonido de alguien llamando a la puerta y palabras amenazadoras.
No fueron.
No hubo más ruido que el producido por él.
¿Qué he hecho?, no dejaba de musitar.
Dios, lo que daría por un cigarrillo, se respondía. Estaba totalmente consumido.
Liesel oyó que repetía las mismas frases varias veces y necesitó de toda su fuerza de voluntad para quedarse junto a la puerta. Le hubiera gustado consolarlo, pero nunca había visto a un hombre tan deshecho. Esa noche no habría consuelo. Max se había ido y todo por culpa de Hans Hubermann.
Los armarios de la cocina tenían la forma de la culpa y las palmas de las manos le sudaban sólo de pensar lo que había hecho. Deben de sudarle, pensó Liesel, porque tenía las suyas empapadas hasta las muñecas.
Liesel rezó en su habitación.
Con las manos unidas sobre el colchón y de rodillas.
—Por favor, Dios, por favor, permite que Max viva. Por favor, Dios, por favor…
Sus doloridas rodillas.
Sus magullados pies.
En cuanto apuntó la primera luz del día, se levantó y volvió a la cocina. Su padre estaba dormido, con la cabeza pegada al mantel, y había un poco de saliva en la comisura de sus labios. El aroma a café era fortísimo y la imagen de la estúpida compasión de Hans Hubermann seguía en el aire. Era como un número o una dirección. Si lo repites muchas veces, queda.
El primer intento pasó sin pena ni gloria, pero el segundo empujón con el hombro le hizo levantar la cabeza de la mesa como si lo hubieran zarandeado.
—¿Ya están aquí?
—No, papá, soy yo.
Apuró el rancio poso de café que había en la taza. La nuez subió y bajó.
—A estas horas ya deberían haberse pasado por aquí. ¿Por qué no han venido, Liesel?
Era un insulto.
Ya deberían haberse pasado por la casa y haberla registrado de arriba abajo en busca de cualquier indicio de traición o complicidad con los judíos, pero al parecer Max se había ido sin motivo alguno. Podría haber seguido durmiendo en el sótano o dibujando en su cuaderno.
—¿Cómo podías saber que no iban a venir, papá?
—Lo que tendría que haber sabido es que no debía darle pan a ese hombre. No lo pensé.
—Papá, no has hecho nada malo.
—No te creo.
Se levantó y salió por la puerta de la cocina, que dejó entornada. Y para colmo se anunciaba una mañana espléndida.
Cuatro días después, Hans caminó un largo trecho siguiendo la orilla del Amper. Regresó con una nota, que dejó encima de la mesa de la cocina.
Al cabo de una semana, Hans Hubermann todavía seguía esperando su castigo. Los azotes de la espalda estaban cicatrizando y se pasaba casi todo el tiempo haraganeando por Molching. Frau Diller le escupía a los pies. Frau Holtzapfel, fiel a su palabra, había dejado de escupir en la puerta de los Hubermann, pero había encontrado un sustituto.
—Lo sabía, sucio amigo de los judíos —lo insultaba la tendera.
Hans deambulaba ajeno a todo y Liesel a menudo lo encontraba en el Amper, en el puente. Los brazos apoyados en la barandilla e inclinado hacia delante. Los niños pasaban en bicicleta por su lado o corrían dando voces, haciendo crujir la madera bajo sus pies. Nada de todo eso lo conmovía lo más mínimo.
«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»
DEFINICIÓN N.° 8
Nachtrauern
- Arrepentimiento: pesadumbre colmada de melancolía, desilusión o vacío. Palabras relacionadas: remordimiento, contrición, lamento, pena.
—¿Lo ves? —le preguntó Hans a Liesel una tarde que estaba asomada al río con él—. En el agua.
El río corría despacio. En las lentas ondas, Liesel vio el contorno del rostro de Max Vandenburg. Veía el cabello plumoso y todo lo demás.
—Solía pelear con el Führer en el sótano.
—Jesús, María y José —las manos de su padre se aferraron a la madera astillada—. Soy un imbécil.
No, papá.
Sólo eres un hombre.
Se le ocurrieron esas palabras más de un año después, mientras escribía en el sótano. Deseó haber pensado en ellas entonces.
—Soy idiota —le comunicó Hans Hubermann a su hija de acogida—. Y amable. Lo que me convierte en el mayor imbécil del mundo. El caso es que quiero que vengan a por mí. Cualquier cosa es mejor que esta espera.
Hans Hubermann necesitaba una justificación. Necesitaba saber que Max Vandenburg había dejado su casa por un buen motivo.
Al final, después de cerca de tres semanas de espera, creyó que le había llegado la hora.
Era tarde.
Liesel volvía de casa de frau Holtzapfel cuando vio a los dos hombres de largos abrigos negros y se precipitó adentro.
—¡Papá, papá! —a punto estuvo de derribar la mesa de la cocina—. ¡Papá, están aquí!
Rosa fue la primera en llegar a la cocina.
—¿Qué son esos gritos,
Saumensch
? ¿Quién está aquí?
—La Gestapo.
—¡Hansi!
Ya estaba allí y salió a recibirlos fuera de casa. Liesel quiso acompañarlo, pero Rosa la retuvo y miraron por la ventana.
Hans estaba junto a la cancela. Nervioso.
Rosa aumentó la presión de sus garras sobre los brazos de Liesel.
Los hombres siguieron su camino.
Hans se volvió hacia la ventana, alarmado. Abrió la cancela y los llamó.
—¡Eh! Estoy aquí, venís a por mí. Vivo aquí.
Los hombres con abrigos largos se detuvieron un instante y comprobaron sus anotaciones en la libreta.
—No, no —contestaron. Tenían una voz profunda y penetrante—. Por desgracia, es usted un poco viejo para nosotros.
Continuaron su camino, pero no se alejaron mucho. Se detuvieron en el número treinta y cinco y abrieron la cancela.
—¿Frau Steiner? —preguntaron cuando se abrió la puerta.
—Sí, soy yo.
—Nos gustaría hablar un momento con usted.
Los hombres con abrigos largos esperaban como columnas enchaquetadas en el umbral de la caja de zapatos de los Steiner.
Por alguna razón, habían ido a por el chico.
Los hombres con abrigos largos buscaban a Rudy.