Cinco días después, continuando con la costumbre de salir a ver qué tiempo hacía, no pudo ver el cielo.
En la puerta de al lado, Barbara Steiner estaba sentada en el escalón de casa con el pelo recién cepillado. Fumaba un cigarrillo y se estremecía. Liesel iba a acercarse cuando vio a Kurt. El joven salió de la casa, se sentó junto a su madre y, al ver que la chica se detenía, la llamó.
—Ven, Liesel, Rudy saldrá enseguida.
Tras una breve vacilación, Liesel siguió caminando hacia la casa de los Steiner.
Barbara fumaba.
La ceniza se tambaleaba en el extremo del cigarrillo. Kurt se lo quitó, tiró la ceniza, le dio una calada y se lo devolvió.
La madre de Rudy alzó la vista cuando se acabó el cigarrillo y se pasó una mano por la pulcra melena.
—Mi padre también va —comentó Kurt.
Silencio.
Un grupo de niños pateaba un balón cerca de la tienda de frau Diller.
—Cuando vienen a llevarse a uno de tus hijos se supone que tienes que aceptarlo —dijo Barbara Steiner sin dirigirse a nadie en concreto.
EL SÓTANO, NUEVE DE
LA MAÑANA
Seis horas para la despedida: «Toqué el acordeón, Liesel, el de otra persona —Hans cierra los ojos—. Fue un éxito.»
Sin contar la copa de champán del verano pasado, Hans Hubermann no había probado una gota de alcohol desde hacía años. Hasta la noche anterior a su partida hacia el ejército.
Por la tarde se fue al Knoller con Alex Steiner y no volvieron hasta bien entrada la noche. Haciendo caso omiso de las recomendaciones de sus mujeres, ambos bebieron hasta casi perder el conocimiento. No ayudó mucho que el dueño del Knoller, Dieter Westheimer, les sirviera copas gratis.
Por lo visto, invitaron a Hans, cuando todavía estaba sobrio, a tocar el acordeón en el escenario. Tocó una canción muy apropiada para la ocasión, el «Domingo sombrío», de triste fama —un himno húngaro al suicidio—, y a pesar de que despertó el llanto por el que era célebre esa música, fue un éxito. Liesel imaginó la escena y las notas. Bocas llenas y jarras de cerveza vacías veteadas de espuma. Los fuelles del acordeón suspiraron y la canción acabó. La gente aplaudió. Lo felicitaron de camino a la barra, con la boca llena de cerveza.
Después de lograr encontrar el camino a casa, Hans no fue capaz de meter la llave en la cerradura, así que llamó a la puerta. Varias veces.
—¡Rosa!
A la puerta equivocada.
Frau Holtzapfel no pareció muy contenta.
—
Schwein!
Se ha equivocado de casa —le espetó a través del ojo de la cerradura—. Es la otra puerta, estúpido
Saukerl
.
—Gracias, frau Holtzapfel.
—Ya sabe lo que puede hacer con sus gracias, imbécil.
—¿Cómo dice?
—Que se vaya a casa.
—Gracias, frau Holtzapfel.
—¿No le acabo de decir lo que puede hacer con sus gracias?
—¿Ah, sí?
Hans llegó a casa al cabo de un buen rato, pero no se fue a la cama, sino al dormitorio de Liesel. Se quedó en la puerta, tambaleante, mirando cómo dormía. Liesel se despertó y lo primero que pensó fue que era Max.
—¿Eres tú? —preguntó.
—No —contestó Hans. Sabía muy bien a quién se refería Liesel—. Soy papá.
Salió de la habitación y Liesel oyó los pasos hacia el sótano.
En el comedor, Rosa roncaba a pleno pulmón.
Cerca de las nueve de la mañana, en la cocina, Rosa le dio una orden a Liesel.
—Pásame ese cubo de ahí.
Lo llenó de agua fría y lo bajó al sótano. Liesel la siguió tratando de detenerla, sin éxito.
—¡Mamá, no!
—¿Que no? —se detuvo un momento en la escalera y se volvió hacia ella—. ¿Me he perdido algo,
Saumensch
? ¿Ahora eres tú la que da aquí las órdenes?
Ninguna se movió.
La chica no respondió. Lo hizo Rosa.
—Creo que no.
Siguieron bajando y lo encontraron boca arriba, tumbado en un arrebujo de sábanas. Hans no se creía merecedor del colchón de Max.
—Comprobemos si está vivo.
Rosa levantó el cubo.
—¡Jesús, María y José!
La marca del agua trazó una figura de la mitad del pecho hasta a la cabeza. Tenía el pelo pegado a un lado de la cara y le chorreaban hasta las pestañas.
—¿A qué viene esto?
—¡Viejo borracho!
—Jesús…
Sus ropas desprendían un vapor extraño. La resaca era visible. Se dio un impulso hasta los hombros y se quedó allí sentado, como un saco de cemento.
Rosa se pasó el cubo a la otra mano.
—Tienes suerte de ir a la guerra —lo amenazó, señalándolo con un dedo que no se reprimió en agitar—. Sí no, te habría matado yo, ¿te ha quedado claro?
Hans se secó un hilillo de agua que le caía por el cuello.
—¿Tenías que hacerlo?
—Sí, tenía que hacerlo —empezó a subir los escalones—. O te veo ahí arriba en cinco minutos o te tiro otro cubo de agua.
Liesel se quedó en el sótano con su padre y se entretuvo enjugando el agua con unas sábanas.
Hans habló. La cogió por el brazo con la mano húmeda.
—¿Liesel? —pegó su rostro al de la niña—. ¿Crees que está vivo?
Liesel se sentó.
Cruzó las piernas.
La sábana empapada le mojó la rodilla.
—Espero que sí, papá.
Creyó haber dicho una estupidez, una obviedad, pero tampoco tenía otra alternativa.
Para decir algo significativo —y dejar de pensar en Max unos momentos—, se agachó y metió un dedo en un pequeño charco de agua que se había formado en el suelo.
—
Guten Morgen
, papá.
Hans le guiñó el ojo en respuesta.
No obstante, no era el guiño de siempre. Este resultó más pesado, más torpe. La versión post-Max, la versión resacosa. Hans se enderezó y le contó lo del acordeón de la noche anterior, y lo de frau Holtzapfel.
LA COCINA: UNA DEL MEDIODÍA
Dos horas para la despedida: «No vayas, papá, por favor». Le tiembla la mano que sostiene la cuchara. «Primero perdimos a Max. No puedo perderte a ti también.» En respuesta, el hombre resacoso hinca el codo en la mesa y se tapa un ojo. «Ya casi eres toda una mujer, Liesel —desearía derrumbarse, pero lucha para que eso no suceda—. Cuida de mamá, ¿de acuerdo?» La joven responde con un gesto de la cabeza que queda interrumpido. «Sí, papá.»
Dejó atrás Himmelstrasse arrastrando el traje y la resaca.
Alex Steiner no debía partir hasta cuatro días después. Una hora antes de que Hans saliera para la estación, fue a su casa y le deseó suerte. Había ido la familia Steiner al completo. Todos le estrecharon la mano. Barbara lo abrazó y lo besó en las mejillas.
—Vuelve con vida.
—Claro, Barbara —y se lo había dicho convencido—, por supuesto que volveré con vida —incluso se permitió unas risas—. Sólo es una guerra, nada más. Ya he sobrevivido a una.
La mujer nervuda salió de la puerta de al lado y se quedó en la acera cuando enfilaban Himmelstrasse.
—Adiós, frau Holtzapfel. Disculpe por lo de anoche.
—Adiós, Hans,
Saukerl
borracho —aunque también le tendió una nota de amistad—. Vuelva pronto.
—Por supuesto, frau Holtzapfel. Gracias.
Incluso le siguió el juego.
—Ya sabe lo que puede hacer con sus gracias.
En la esquina, frau Diller observaba la comitiva, parapetada detrás del escaparate de la tienda. Liesel le dio la mano a su padre. No la soltó en todo el camino, desde Münchenstrasse hasta la
Bahnhof
. El tren ya estaba allí.
Se despidieron en el andén.
Rosa lo abrazó primero.
Sin palabras.
Enterró la cabeza en su pecho y luego se apartó.
Después la niña.
—¿Papá?
Nada.
No te vayas, papá, no te vayas. Que vengan a buscarte, pero no te vayas, por favor, no te vayas.
—¿Papá?
ESTACIÓN DE TREN,
TRES DE LA TARDE
No había horas ni minutos que los separaran de la despedida: sólo un abrazo. Para decir algo, lo que sea, le habla por encima del hombro de Liesel. «¿Podrías cuidarme el acordeón, Liesel? He decidido no llevármelo.» Por fin encuentra algo que realmente desea decir. «Y si hay más bombardeos, sigue leyéndoles en el refugio.» La joven siente sus pechos incipientes. Le duelen cuando topa con las costillas de su padre. «Sí, papá.» Se queda mirando fijamente la tela del traje, que tiene a un milímetro de sus ojos. Le habla. «¿Nos tocarás algo cuando vuelvas a casa?»