La ladrona de libros (60 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Entre octubre y diciembre había desfilado otra procesión de judíos, y aún llegaría una más. Como en la ocasión anterior, Liesel había corrido a Münchenstrasse, pero esta vez para ver si Max Vandenburg estaba entre ellos. Se debatía entre la obvia necesidad que sentía de verlo —y saber que estaba vivo— y de no verlo, lo que podría significar muchas cosas, entre ellas la libertad.

A mediados de diciembre hicieron desfilar por Münchenstrasse a otro pequeño grupo de judíos y criminales, de camino a Dachau. Procesión número tres.

Rudy se dirigió muy resuelto a Himmelstrasse y salió del número treinta y cinco con una bolsita y dos bicicletas.

—¿Te apuntas,
Saumensch
?

EL CONTENIDO DE LA BOLSA

DE RUDY

Seis trozos de pan duro partidos en cuatro.

Adelantaron a la procesión montados en sus bicicletas, en dirección a Dachau, y se detuvieron en un tramo de carretera donde no había nadie. Rudy le pasó la bolsa a Liesel.

—Coge un puñado.

—No sé si es buena idea.

Rudy le puso un trozo de pan en la mano.

—Tu padre lo hizo.

¿Qué se podía responder a eso? Bien valía un latigazo.

—Si somos rápidos, no nos cogerán —empezó a esparcir el pan—. Mueve el culo,
Saumensch
.

Liesel no pudo evitarlo. En su rostro se dibujó un atisbo de sonrisa cuando Rudy Steiner, su mejor amigo, y ella repartieron los trozos de pan por la carretera. Una vez listos, recogieron las bicicletas y se escondieron entre los árboles de Navidad.

La carretera era fría y recta. Los soldados y los judíos no tardaron mucho en aparecer.

Liesel miró al chico entre las sombras de los árboles. Cómo habían cambiado las cosas, de ladrón de fruta a repartidor de pan. El cabello rubio, aunque estaba oscureciéndosele, parecía iluminado por las velas. A Liesel le sonaban las tripas… y él repartía pan entre la gente.

¿Era eso Alemania?

¿Era eso la Alemania nazi?

El primer soldado no vio el pan —no tenía hambre—, pero al primer judío no se le pasó por alto.

Bajó la mano andrajosa, recogió un trozo y se lo metió en la boca con fruición.

Liesel se preguntó si sería Max.

Desde allí no lo distinguía bien, así que cambió de posición para verlo mejor.

—¡Eh!, no te muevas —Rudy estaba blanco—. Si nos encuentran aquí y nos relacionan con el pan, somos historia.

Liesel no le hizo caso.

Otros judíos se agachaban y cogían el pan de la carretera y, desde el lindar de los árboles, la ladrona de libros los examinaba a todos y cada uno de ellos. Max Vandenburg no estaba.

El alivio fue efímero.

La emoción se congeló cuando uno de los soldados advirtió que uno de los prisioneros alargaba la mano hasta el suelo y dieron la orden de detenerse para inspeccionar la carretera a conciencia. Los prisioneros masticaron todo lo rápido y en silencio que pudieron y, al unísono, tragaron.

El soldado recogió varios trocitos y miró a ambos lados de la calzada. Los prisioneros también miraron.

—¡Allí!

Uno de los soldados se dirigió a grandes zancadas hacia la muchacha que había junto al árbol más cercano. A su lado vio al muchacho. Los dos echaron a correr.

—¡No te pares, Liesel!

—¿Y las bicicletas?


Scheiss drauf!
¡A la mierda, a quién le importan!

Siguieron corriendo y, a unos cien metros, sintió el aliento del soldado cernirse sobre ella. La alcanzó, y Liesel ya estaba esperando que la mano la aferrara.

Tuvo suerte.

Lo único que recibió fue un puntapié en el trasero y un puñado de palabras.

—¡Sigue corriendo, niña, no deberías estar aquí!

Liesel siguió corriendo sin parar como mínimo otros dos kilómetros. Las ramas le cortaban los brazos, las piñas rodaban bajo sus pies y el aroma de la Navidad inundaba sus pulmones.

Después de más de tres cuartos de hora, decidió volver. Encontró a Rudy sentado junto a las bicicletas oxidadas. Había recogido los restos de pan y masticaba un mendrugo.

—Te dije que no te acercases tanto —la reprendió Rudy.

—¿Tengo la marca de una bota? —preguntó, enseñándole el trasero.

El cuaderno de dibujo escondido

Unos días antes de Navidad hubo un nuevo bombardeo, aunque la ciudad de Molching se salvó. Según las noticias de la radio, la mayoría de las bombas habían caído en campo abierto.

Sin embargo, lo más significativo fue la reacción de la gente en el refugio de los Fiedler. Con la llegada del último feligrés, todos se acomodaron con solemnidad, y la miraron expectantes.

Oyó la voz de su padre, alta y clara.

«Y si hay más bombardeos, sigue leyéndoles en el refugio.»

Liesel esperó. Tenía que asegurarse de que era eso lo que todos querían.

Rudy habló por ellos.

—Lee,
Saumensch
.

Liesel abrió el libro y una vez más las palabras encontraron el camino hasta los ocupantes del sótano.

Ya en casa, después de que las sirenas dieran permiso para salir al exterior, Liesel se sentó a la mesa de la cocina con su madre. La preocupación se dibujaba en la expresión de Rosa Hubermann, quien no tardó en coger un cuchillo y salir de la cocina.

—Ven conmigo.

Entró en el comedor y destrabó la sábana bajera de un lado. En el lateral del colchón había una costura, la cual, si no se sabía de antemano que estaba allí, había pocas posibilidades de encontrarla. Rosa cortó los puntos con cuidado, metió primero la mano y luego el brazo hasta el hombro. Al sacarlo llevaba el cuaderno de dibujo de Max Vandenburg.

—Dijo que te lo diéramos cuando estuvieras preparada —se explicó—. Había pensado dártelo por tu cumpleaños, pero luego decidí sacarlo para Navidad —Rosa Hubermann se levantó. Tenía una expresión extraña. No era orgullo, sino tal vez la consistencia, el peso del recuerdo—. Creo que siempre has estado preparada Liesel —opinó—. Desde el día que llegaste, cuando te aferraste a esa cancela, esto tenía que ser para ti.

Rosa le entregó el cuaderno.

La tapa decía lo siguiente:

«EL ÁRBOL DE LAS PALABRAS»

Una pequeña recopilación de ideas para Liesel Meminger

Liesel lo cogió con sumo cuidado y se lo quedó mirando fijamente.

—Gracias, mamá.

La abrazó.

También sintió el deseo irrefrenable de decirle a Rosa Hubermann que la quería. Lástima que no lo hiciera.

Quería leer el libro en el sótano, por los viejos tiempos, pero su madre se lo quitó de la cabeza.

—Por alguna razón Max se puso enfermo ahí abajo, así que puedes estar segura de que no voy a permitir que tú también te pongas mala.

Lo leyó en la cocina.

Junto a las brechas rojas y amarillas de los fogones.

El árbol de las palabras.

Se abrió paso entre los incontables esbozos, historias y viñetas. Estaba Rudy sobre un estrado con tres medallas de oro colgando del cuello. Debajo decía: «Cabello de color limón». También aparecía el muñeco de nieve y una lista de los trece regalos y, por descontado, la evocación de las incontables noches en el sótano o junto al fuego.

Evidentemente también había muchos recuerdos, dibujos y sueños relacionados con Stuttgart, Alemania y el Führer, así como de la familia de Max. Al final no pudo evitar incluirlos. Tenía que hacerlo.

Entonces llegó a la página 117.

Ahí es donde
El árbol de las palabras
entraba en escena.

Era una fábula, o un cuento de hadas, Liesel no estaba segura. Incluso días después, cuando buscó ambas definiciones en el
Gran diccionario de definiciones
, no supo decidirse entre ninguna de las dos.

En la página anterior había una breve anotación.

PÁGINA 116

«Liesel, esta historia es sólo un esbozo. Imaginé que tal vez serías demasiado mayor para esta clase de cuentos, pero quizá ninguno lo seamos. Pensé en ti, en tus libros y en tus palabras, y esta extraña historia me vino a la mente. Espero que te guste, aunque sólo sea un poco.»

Pasó de página.

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