Hans Hubermann sonrió a su hija. El tren estaba a punto de partir. La cogió por la barbilla y le levantó la cabeza con suavidad.
—Te lo prometo —dijo, y subió al vagón.
Se miraron cuando el tren empezó a rodar.
Liesel y Rosa le dijeron adiós con la mano.
Hans Hubermann fue haciéndose cada vez más pequeño. En su mano ya no había nada, sólo aire vacío.
La gente fue desapareciendo a su alrededor hasta que no quedó nadie en el andén. Sólo el armario de mujer y la niña de trece años.
Durante algunas semanas, mientras Hans Hubermann y Alex Steiner estuvieron en sus respectivos campos de entrenamiento, Himmelstrasse adquirió un aspecto deprimente. Rudy no era el mismo, no hablaba. Rosa no era la misma, no regañaba. Liesel también se vio afectada: ya no sentía deseos de robar un libro, por mucho que intentara convencerse de que eso la animaría.
Al duodécimo día de la partida de Alex Steiner, Rudy decidió que tenía que hacer algo. Atravesó la cancela a la carrera y llamó a la puerta de Liesel.
—
Kommst?
—
Ja
.
A Liesel no le importaba adónde quisiera ir ni lo que tuviera planeado, pero no estaba dispuesta a que Rudy se marchara sin ella. Enfilaron Himmelstrasse, recorrieron Münchenstrasse y salieron de Molching. Más o menos al cabo de una hora, Liesel por fin se lo preguntó. Hasta entonces sólo se había atrevido a mirar de reojo la expresión decidida de Rudy o a estudiar sus brazos rígidos con los puños enterrados en los bolsillos.
—¿Adónde vamos?
—¿No es obvio?
Intentó no quedarse atrás.
—Bueno, para ser sincera… No mucho.
—Voy a buscarlo.
—¿A tu padre?
—Sí —recapacitó—. En realidad, no. Creo que voy a buscar al Führer.
Aceleró el paso.
—¿Por qué?
Rudy se detuvo.
—Porque quiero matarlo —incluso se volvió en redondo, como si se dirigiera al mundo—. ¿Lo has oído, cabrón? —gritó—. ¡Quiero matar al Führer!
Reemprendieron la marcha y recorrieron unos kilómetros más, hasta que Liesel creyó que había llegado el momento de dar media vuelta.
—Pronto se hará de noche, Rudy.
Rudy siguió caminando.
—¿Y qué?
—Yo me vuelvo.
Rudy se detuvo y la fulminó con la mirada, como si lo estuviera traicionando.
—Muy bonito, ladrona de libros, déjame ahora. Seguro que si hubiera un libro al final del camino seguirías andando. ¿A que sí?
Se quedaron unos segundos en silencio, pero Liesel pronto encontró fuerzas para arrancar.
—¿Crees que eres el único que lo está pasando mal,
Saukerl
? —dio media vuelta—. Y tú sólo has perdido a tu padre…
—¿Qué quieres decir?
Liesel se paró un momento a contar.
Su madre, su hermano, Max Vandenburg, Hans Hubermann… Todos se habían ido, y ella ni siquiera había tenido un padre de verdad.
—Que me voy a casa —contestó.
Hizo el camino de vuelta sola durante quince minutos y cuando Rudy la alcanzó, jadeante y con las mejillas sonrosadas, no volvieron a intercambiar una palabra hasta pasada más de una hora. Simplemente volvieron juntos a casa, con los pies doloridos y el corazón cansado.
En
Una canción en la oscuridad
había un capítulo que se titulaba «Corazones cansados». Una chica romántica se había prometido con un joven, pero por lo visto él había acabado fugándose con la mejor amiga de ella. Liesel estaba segura de que era el capítulo trece. «Tengo el corazón cansado», había dicho la chica. Estaba sentada en una capilla, escribiendo en su diario.
No, pensó Liesel mientras andaba, para corazón cansado, el mío. Un corazón de trece años no debería sentirse así.
Ya cerca de Molching, Liesel lanzó unas palabras como si fueran un balón. Desde allí se veía el estadio Hubert Oval.
—¿Recuerdas cuando hicimos una carrera, Rudy?
—Claro. Estaba pensando en lo mismo… En que los dos nos caímos.
—Dijiste que estabas rebozado de mierda.
—Sólo era barro —ya no pudo reprimirse más—. La mierda fue con las Juventudes Hitlerianas. Estás mezclando las cosas,
Saumensch
.
—No mezclo nada, sólo repito lo que dijiste. Lo que uno cuenta y lo que sucede de verdad no suele coincidir, Rudy, sobre todo contigo.
Eso estaba mejor.
Al llegar a Münchenstrasse, Rudy se detuvo y miró el escaparate de la tienda de su padre. Antes de que Alex se fuera, había discutido con su mujer si ella debía hacerse cargo del negocio mientras él estuviera fuera. Al final decidieron que no, teniendo en cuenta que el trabajo había disminuido mucho en los últimos tiempos y que existía la amenaza de que algunos miembros del partido se hicieran notar. Los negocios nunca les iban bien a los agitadores. Tendrían que apañárselas con la paga del ejército.
Los trajes colgaban de los rieles y los maniquíes conservaban sus ridículas posturas.
—Creo que le gustas a esa —dijo Liesel al cabo de un rato.
Era su forma de decirle que era hora de irse.
En Himmelstrasse, Rosa Hubermann y Barbara Steiner esperaban juntas en la acera.
—¡La Virgen! —exclamó Liesel—. ¿Estarán preocupadas?
—Parecen furiosas.
Sufrieron un interrogatorio nada más llegar, con preguntas del tipo: «¿Dónde narices os habéis metido vosotros dos?», pero el enojo pronto dio paso al alivio.
Barbara estaba interesada en las respuestas.
—¿Y bien, Rudy?
—Iba a matar al Führer —contestó Liesel por él.
Rudy pareció feliz de verdad el tiempo suficiente para que Liesel se sintiera complacida.
—Adiós, Liesel.
Horas después se oyó un ruido procedente del comedor que llegó hasta la cama de Liesel. La joven se despertó pensando en fantasmas, en papá, en intrusos y en Max. Oyó que abrían y arrastraban algo y luego un silencio indefinido. El silencio siempre era la mayor de las tentaciones.
No te muevas, pensó varias veces, pero no lo pensó lo suficiente.
Sus pies frotaron el suelo.
Sintió el aliento del aire metiéndose por las mangas del pijama.
Se abrió paso a través de la oscuridad del pasillo, en dirección al lugar de donde procedía el ruido, hacia un hilo de luz de luna que la esperaba en el comedor. Se detuvo, notando la desnudez de los tobillos y los dedos de los pies, y echó un vistazo.
Necesitó más tiempo del esperado para que sus ojos se adaptaran a la penumbra y, cuando lo hicieron, tuvieron que reconocerlo: allí estaba Rosa Hubermann sentada en el borde de la cama con el acordeón de su marido atado al pecho. Los dedos se cernían sobre las teclas. No se movía. Ni siquiera parecía respirar.
La imagen se abalanzó sobre la joven en el pasillo.
UN CUADRO
Rosa con un acordeón.
Luz de luna en la oscuridad.
155 cm x instrumento x silencio
La ladrona de libros se quedó allí y miró. La consumía el deseo de oír una nota, pero no se cumplió. Nadie tocaba las teclas. Los fuelles no respiraban. Sólo estaba la luz de la luna, como si fuera un largo cabello prendido en la cortina, y Rosa.
El acordeón seguía atado a su pecho. Al inclinarse, resbaló hasta el regazo. Liesel seguía mirando. Sabía que durante unos días su madre tendría la marca del acordeón en el cuerpo. También era muy consciente de la gran belleza que había en lo que estaba viendo, y decidió no molestarla.
Volvió a la cama y se quedó dormida con la imagen de su madre y la música silenciosa. Más tarde, cuando se despertó de la habitual pesadilla y volvió a arrastrarse hasta el pasillo, Rosa seguía allí, igual que el acordeón.
Como un ancla, la atraía hacia él. Rosa se hundía. Parecía muerta.
No puede respirar en esa posición, pensó Liesel; pero cuando se acercó, lo oyó.
Su madre volvía a roncar.
¿Quién necesita fuelles cuando se tiene un par de pulmones como esos?, se dijo.
Cuando Liesel por fin volvió a la cama, se llevó consigo la imagen de Rosa Hubermann y el acordeón. Los ojos de la ladrona de libros permanecieron abiertos a la espera del sueño.
Ni Hans Hubermann ni Alex Steiner fueron enviados al campo de batalla. A Alex lo mandaron a Austria, a un hospital militar en las afueras de Viena. Gracias a su experiencia como sastre, le asignaron un trabajo relacionado con su profesión: carretas cargadas de uniformes, calcetines y camisas llegaban semana tras semana y él tenía que zurcirlos, aunque apenas sirvieran más que de ropa interior para los sufridos soldados que estaban en Rusia.
Ironías del destino, a Hans lo enviaron primero a Stuttgart y luego a Essen. Lo destinaron a una de las posiciones menos envidiables del frente nacional: la LSE.
EXPLICACIÓN NECESARIA
LSE
Luftwaffe Sondereinheit
Unidad Especial de Bombardeo
El trabajo en la LSE consistía en permanecer a la intemperie durante los bombardeos, apagar incendios, apuntalar paredes de edificios y rescatar a cualquiera que hubiera quedado atrapado por el ataque. Hans pronto descubrió que también existía una lectura alternativa del acrónimo. El primer día, los hombres de la unidad le explicaron que en realidad significaba
Leichensammler Einheit
: recolectores de cadáveres.
A su llegada a la unidad, Hans se preguntó qué habrían hecho aquellos hombres para merecer ese trabajo. Lo mismo que se preguntaron ellos acerca de él. El hombre al mando, el sargento Boris Schipper, se lo preguntó en cuanto tuvo ocasión. Cuando Hans le explicó lo del pan, los judíos y el látigo, el sargento de cara redonda ahogó una risotada.
—Tienes suerte de seguir vivo —también tenía los ojos redondos y no dejaba de secárselos. O los tenía cansados, o le escocían o se le llenaban de humo y polvo—. Recuerda que aquí al enemigo no lo tienes delante.
Hans estaba a punto de hacerle la pregunta pertinente cuando oyó una voz a su espalda. Junto a ella venía el enjuto rostro de un joven de sonrisa desdeñosa: Reinhold Zucker.
—Para nosotros, el enemigo no está al otro lado de la colina o en un lugar en concreto —se explicó—. Está por todas partes —volvió a concentrarse en la carta que estaba escribiendo—. Ya lo verás.
En el caótico espacio de pocos meses, Reinhold Zucker moriría. Lo mataría el asiento de Hans Hubermann.
A medida que la guerra sobrevolaba Alemania con mayor intensidad, Hans aprendió que todos los turnos empezaban igual. Los hombres se reunían junto al camión para recibir las instrucciones sobre el objetivo que había sido alcanzado durante el descanso, sobre cuál podría ser el próximo y sobre quién trabajaba con quién.