Ocultaban los genitales con las manos y se estremecían, como el futuro.
El reconocimiento prosiguió entre la tos y la respiración sibilante del médico.
—Coge aire —estornudo—. Suelta el aire —otro estornudo—. Brazos estirados —tos—. He dicho brazos estirados —tremendo acceso de tos.
Típico de los humanos, los chicos no dejaban de intercambiar miradas entre ellos en busca de un atisbo de solidaridad. Nada. Los tres apartaron las manos de los penes y estiraron los brazos. Rudy no sintió que formara parte de una raza superior.
—Estamos labrando poco a poco un nuevo futuro —informaba la enfermera al profesor—. Una nueva estirpe de alemanes física y mentalmente superiores. Una casta de oficiales.
Por desgracia, el sermón quedó interrumpido cuando el médico se encorvó y tosió con todas sus fuerzas sobre las ropas abandonadas. Las lágrimas acudieron a sus ojos y Rudy no pudo evitar preguntarse: «¿Un nuevo futuro? ¿Cómo él?».
Por prudencia, no lo expuso en voz alta.
Al acabar el reconocimiento, entonó su primer «
Heil Hitler!
» en pelotas. Con cierta malicia, tuvo que admitir que no había estado tan mal.
Una vez despojados de su dignidad, les permitieron volver a vestirse. Abandonaban el despacho cuando oyeron a sus espaldas parte de la conversación sobre ellos.
—Son un poco más mayores de lo habitual —decía el médico—, pero al menos dos de ellos podrían valer.
La enfermera asintió.
—El primero y el tercero.
Los tres chicos se quedaron fuera.
El primero y el tercero.
—El primero fuiste tú, Schwarz —aseguró Rudy. Luego se dirigió a Olaf Spiegel—. ¿Quién fue el tercero?
Spiegel hizo sus cálculos. ¿Se refería al tercero de la cola o al tercero en pasar la revisión? No importaba. Lo único que sabía era lo que quería creer.
—Creo que fuiste tú.
—Y una mierda, Spiegel, fuiste tú.
UNA PEQUEÑA CERTEZA
Los hombres con abrigos largos sabían quién fue el tercero.
Al día siguiente de la visita en Himmelstrasse, Rudy se sentó a la puerta de casa con Liesel y le contó la odisea, hasta el último detalle. Dio su brazo a torcer y confesó lo que había sucedido en el colegio el día que lo sacaron de clase. Incluso rieron cuando le describió a la colosal enfermera y la cara que había puesto Jürgen Schwarz. Sin embargo, la mayor parte del relato estuvo repleta de angustia, sobre todo cuando llegó a las voces de la cocina y los cadáveres de las fichas de dominó.
Liesel no pudo quitarse esa imagen de la cabeza durante varios días.
La revisión médica de los tres chicos o, para ser honesta, la de Rudy.
Tumbada en la cama, echaba de menos a Max, se preguntaba dónde se encontraría, rezaba para que estuviera vivo, pero en algún lugar, entre todo lo demás, aparecía Rudy.
Brillaba en la oscuridad, completamente desnudo.
Era una imagen que la aterraba, sobre todo el momento en que lo obligaban a retirar las manos. Por desconcertante que fuera, no sabía por qué, pero no podía dejar de pensar en ello.
En las cartillas de racionamiento de la Alemania nazi no se contemplaba el castigo, pero todo el mundo recibió su ración. Para algunos fue morir en un país extranjero durante la guerra. Para otros, la pobreza y el sentimiento de culpabilidad al terminar la guerra, cuando se hicieron seis millones de descubrimientos por toda Europa. Mucha gente debió de ver llegar su castigo, pero sólo un pequeño porcentaje lo recibió con los brazos abiertos. Una de esas personas fue Hans Hubermann.
No se ayuda a un judío en la calle.
No se debe ocultar uno en el sótano.
Al principio, el castigo fue su conciencia. La irresponsabilidad de haber forzado la partida de Max Vandenburg lo atormentaba. Liesel veía la culpa sentada junto al plato de su padre mientras él ignoraba la comida, o a su lado en el puente del río Amper. Ya no tocaba el acordeón. Su optimismo de ojos plateados estaba herido, paralizado. Y por si eso no fuera suficiente, sólo se trataba del principio.
El verdadero castigo llegó por correo un miércoles a principios de noviembre. A primera vista parecían buenas noticias.
LA CARTA DE LA COCINA
Nos complace informarle de que su solicitud de afiliación al NSDAP ha sido aprobada…
—¿En el Partido Nazi? —se extrañó Rosa—. Creía que no te querían.
—No me querían.
Hans se sentó y releyó la carta.
No lo iban a procesar por traición o por ayudar a un judío o por nada por el estilo. A Hans Hubermann lo iban a recompensar, al menos según algunos. ¿Cómo era posible?
—Tiene que haber algo más.
Lo había.
El viernes llegó un comunicado por el que se llamaba a filas a Hans Hubermann y se le instaba a incorporarse al ejército alemán. Acababan diciendo que un miembro del partido debía sentirse orgulloso de participar en la guerra. Si no lo estaba, sin duda habría consecuencias.
Liesel acababa de llegar de casa de frau Holtzapfel. La humeante sopa de guisantes y las expresiones ausentes de Hans y Rosa Hubermann cargaban el aire de la cocina. Su padre estaba sentado. Su madre estaba al lado, mientras la sopa empezaba a quemarse.
—Dios, por favor, no me envíes a Rusia —suplicó Hans.
—Mamá, la sopa se quema.
—¿Qué?
Liesel se acercó corriendo y la apartó de los fogones.
—La sopa —se volvió después de rescatarla con éxito y miró a sus padres. Sus rostros eran como una ciudad fantasma—. ¿Qué pasa?
Hans le tendió la carta. Las manos de Liesel empezaron a temblar a medida que avanzaba en la lectura. Las palabras habían sido impresas con fuerza sobre el papel.
COMPENDIO DE LA IMAGINACIÓN
DE LIESEL MEMINGER
En la cocina aquejada de neurosis de guerra, cerca de los fogones, hay una imagen de una solitaria máquina de escribir agotada por el exceso de trabajo. Descansa en una habitación ausente, casi vacía. Las teclas se han borrado y una paciente hoja en blanco espera derecha en la posición apropiada. Se cimbrea ligeramente en la brisa que entra por la ventana. El descanso está a punto de terminar. Una pila de papel del tamaño de un humano espera sin prisas junto a la puerta. Podría estar perfectamente soltando anillos de humo.
Para ser francos, Liesel no vio una máquina de escribir hasta más adelante, cuando ya escribía. Se preguntó cuántas cartas como esa se enviaban para castigar a los Hans Hubermann y Alex Steiner de Alemania, a esos que ayudaban a los desamparados y se negaban a separarse de sus hijos.
Era una señal de la desesperación creciente del ejército alemán.
Estaban perdiendo en Rusia.
Bombardeaban sus ciudades.
Necesitaban más gente —y más medios para obtenerla— y, en la mayoría de los casos, los peores trabajos se adjudicaban a la gente de peor calaña.
Al repasar la carta, Liesel vio la mesa de madera a través de los agujeros que habían dejado las teclas al picar las letras. Palabras como «obligatorio» y «deber» habían recibido una buena tunda. La saliva se acumuló en su garganta; tenía ganas de vomitar.
—¿Qué es esto?
—Creía que te había enseñado a leer, jovencita —fue la apagada respuesta de su padre.
No lo dijo ni con enojo ni con sarcasmo. Era la voz del vacío, como su expresión.
Liesel miró a su madre.
Rosa tenía un pequeño rasguño bajo un ojo, y tras pocos segundos se rajó todo su rostro acartonado. No por la mitad, sino por un lado. El tajo le recorría la mejilla formando un arco y moría en la barbilla.
VEINTE MINUTOS DESPUÉS:
UNA CHICA EN HIMMELSTRASSE
Mira a lo alto. Habla en susurros. «Hoy el cielo está sereno, Max. Igual que las nubes, esponjosas y tristes, y…» Aparta la vista y se cruza de brazos. Piensa en su padre yendo a la guerra y se arropa la chaqueta con fuerza. «Y hace frío, Max. Hace mucho frío…»