—¿Todavía toca el acordeón?
Era evidente que la verdadera pregunta era: ¿Todavía está dispuesto a ayudarme?
El padre de Liesel fue hasta la puerta de la calle y la abrió. Miró fuera con cautela, a ambos lados, y volvió. Por suerte no había nada a la vista.
Max Vandenburg, el judío, cerró los ojos y se precipitó hacia una salvación cada vez más cercana. La idea le pareció absurda, pero la aceptó a pesar de todo.
Hans comprobó que las cortinas estuvieran corridas. No debía atisbarse ni un resquicio. Mientras tanto, Max no pudo soportarlo más, cayó de rodillas y le cogió las manos.
La oscuridad lo acarició.
Sus dedos olían a maleta, a metal, a
Mein Kampf
y a supervivencia.
La escasa luz del vestíbulo no alcanzó sus ojos hasta que levantó la cabeza, momento en que se percató de la niña en pijama que tenía delante.
—¿Papá?
Max se levantó, como un fósforo encendido. La oscuridad se ahuecó a su alrededor.
—No pasa nada, Liesel —la tranquilizó Hans—. Vuelve a la cama.
La niña aún se demoró unos instantes antes de que los pies empezaran a tirar de ella. Al detenerse y echar un último y breve vistazo al forastero de la cocina, atisbo el contorno de un libro sobre la mesa.
—No tengas miedo —oyó que susurraba su padre—, es una buena chica.
Durante la hora siguiente, la buena chica estuvo despierta en la cama escuchando el apagado titubeo de las frases procedentes de la cocina.
Todavía quedaba una carta por jugar.
Max Vandenburg había nacido en 1916.
Creció en Stuttgart.
Lo que más le gustaba de pequeño era una buena pelea a puñetazos.
Disputó su primer combate con once años, y estaba tan seco como el palo de una escoba.
Wenzel Gruber.
Su contrincante.
El pequeño Gruber era un insolente y tenía el pelo tan rizado que parecía alambre. El parque donde jugaban les exigió una pelea y ninguno de los dos se opuso.
Pelearon como campeones.
Durante un minuto.
Justo cuando se estaba poniendo interesante, los niños se vieron arrastrados por el cuello. Un padre atento.
A Max le caía un hilillo de sangre por la boca.
La probó y le supo bien.
La gente de su barrio no sabía pelearse y, si alguna vez lo hacía, no utilizaba los puños. En esa época se decía que los judíos preferían quedarse quietos y recibir, que preferían aguantar los insultos y luego volver a abrirse camino hacia lo alto. Es obvio que no todos los judíos son iguales.
Casi había cumplido dos años cuando su padre murió; las balas lo despedazaron en una verde colina.
Al cumplir los nueve, su madre estaba sumida en la miseria. Vendió el estudio de música, que hacía las veces de hogar, y se trasladaron a casa del tío de Max. Allí creció junto con seis primos que lo apaleaban, lo fastidiaban y lo querían. Las peleas con el mayor, Isaac, fueron un buen entrenamiento para sus peleas a puñetazos. Recibía una paliza casi a diario.
Cuando contaba trece años, la tragedia volvió a visitarlos con la muerte de su tío.
Como se desprende de las estadísticas, su tío no era un exaltado como Max, sino la clase de persona que se desloma por un sueldo irrisorio sin protestar. Se lo guardaba todo, se sacrificaba por su familia… y murió de algo que crecía en su estómago. Algo parecido a una bola de bolera venenosa.
Como suele ocurrir, la familia se reunió alrededor de la cama y fue testigo de su capitulación.
En cierto sentido, entre tanta tristeza y dolor, Max Vandenburg, en esos momentos un adolescente de manos endurecidas, ojos oscuros y con un diente picado, también estaba un poco decepcionado, incluso disgustado. Mientras veía cómo su tío se consumía lentamente en el lecho, decidió que él jamás moriría así.
El rostro del hombre decía a las claras que se había dado por vencido.
A pesar de la furiosa arquitectura del cráneo —la interminable mandíbula que se extendía a lo largo de kilómetros, las mejillas saltonas y las simas de los ojos—, estaba tranquilo y macilento. Parecía tan sereno que al muchacho le entraron ganas de preguntar algo.
¿Por qué no pelea?, se interrogó.
¿Dónde está la voluntad de seguir adelante?
Cierto, con trece años, tal vez su juicio fuera excesivamente duro. No había tenido que mirar a la cara a alguien como yo. Todavía no.
Se unió al corro alrededor de la cama y vio cómo moría el hombre, cómo tomaba el desvío seguro de la vida a la muerte. Por la ventana se colaba una luz gris y anaranjada, como el color de la piel en verano, y su tío pareció aliviado una vez dejó de respirar para siempre.
—Cuando la muerte venga a por mí, sentirá mi puño en su cara —juró el chico.
A mí, personalmente, me gusta. Esa estúpida gallardía.
Sí.
Me gusta mucho.
Desde entonces empezó a pelear con mayor regularidad. Un grupo de amigos y enemigos acérrimos se reunía en secreto en Steberstrasse y peleaban hasta que se hacía de noche. Alemanes arquetípicos, el extraño judío, los chicos del Este… Tanto daba. No había nada mejor que una buena pelea para desbravar el vigor de la adolescencia. Incluso a los enemigos apenas los separaba un paso de la amistad.
Le gustaban los corrillos apretados y lo desconocido.
La agridulce sensación de la incertidumbre:
Ganar o perder.
Lo sentía en el estómago, donde rebullía hasta que ya no podía soportarlo más y entonces el único remedio era arrojarse hacia delante y dar puñetazos. Max no era de los que perdiera el tiempo parándose a pensar.
Cuando se ponía nostálgico, su pelea preferida era el «combate número cinco» contra un chico alto, fuerte y larguirucho llamado Walter Kugler. Tenían quince años. Walter había ganado los cuatro asaltos previos, pero esa vez Max sentía algo distinto. Una nueva savia, que tenía el poder de asustarlo y a la vez espolearlo, corría por sus venas: la de la victoria.
Como siempre, un círculo cerrado se apiñaba a su alrededor. Se enfrentaban a un suelo polvoriento y a unas sonrisas que se dibujaban en la cara de los curiosos. Se enfrentaban a unos dedos mugrientos que sujetaban el dinero y a los gritos y las voces llenos de tal vitalidad que no parecía existir nada más que aquello.
Dios, cuánto miedo y cuánta dicha reunida al mismo tiempo. Qué bullicio tan portentoso.
Los dos contrincantes se vieron arrastrados por la pasión del momento, con sus rostros marcados por una expresión acentuada por la tensión. La concentración se reflejaba en los ojos bien abiertos.
Tras estudiarse mutuamente, empezaron a acercarse el uno al otro, a asumir mayores riesgos. Después de todo, era una pelea callejera, no un combate de una hora por un título. No tenían todo el día.
—¡Vamos, Max! ¡Vamos, Maxi Taxi, ya lo tienes, ya lo tienes, venga, judío, ya es tuyo, ya es tuyo! —gritó uno de sus amigos sin detenerse a respirar ni un momento.
El oponente le sacaba una cabeza a Max, un crío bajito de suaves mechones, nariz rota y ojos cenagosos. El estilo de Max tenía poco de elegante: inclinado hacia delante, se abalanzaba sobre el otro y le lanzaba rápidos puñetazos al rostro. Kugler, sin duda más fuerte y diestro, permanecía erguido y descargaba derechazos que siempre alcanzaban las mejillas y la barbilla de Max.
Max siguió atacando.
A pesar del duro castigo que estaba recibiendo, siguió adelante. La sangre le corría por los labios y pronto se le secaría en los dientes.
El corro bramó cuando cayó al suelo. El dinero ya estaba pasando de unas manos a otras.
Max se levantó.
Mordió el polvo una vez más antes de cambiar de táctica, para lo que atrajo a Walter Kugler un poco más cerca de lo que le hubiera gustado. Sin embargo, ya que lo tenía allí, Max le soltó un puñetazo corto y directo en la cara. Hizo diana. Justo en la nariz.
Kugler, cegado de repente, se tambaleó hacia atrás y Max aprovechó la oportunidad que se le presentaba. Lo siguió, se colocó a su derecha y volvió a golpearlo; le descargó un puñetazo en las costillas. El derechazo que acabó con Kugler lo dirigió a la barbilla. Walter terminó en el suelo, con el pelo rubio salpicado de arena. Tenía las piernas separadas en uve y unas lágrimas, que parecían de cristal, le resbalaban por la piel a pesar de no estar llorando. Se las habían arrancado a golpes.
El corro se puso a contar.
Siempre contaban, por si acaso. Gritos y números.
Según la costumbre, tras un combate el perdedor debía levantar la mano del vencedor. Cuando Kugler consiguió enderezarse, se acercó con resentimiento a Max Vandenburg y alzó su brazo.
—Gracias —dijo Max.
—La próxima vez te mataré —le advirtió Kugler.
En los años venideros, Max Vandenburg y Walter Kugler disputarían un total de trece asaltos. Walter deseaba vengarse de la primera victoria de Max, y este ansiaba repetir su momento de gloria. Al final, el marcador quedó en 10 a 3 a favor de Walter.
Pelearon hasta 1933, recién cumplidos los diecisiete años. El renuente respeto se convirtió en sincera amistad, y cesó la necesidad de pelearse. Ambos encontraron trabajo, hasta que en 1935 despidieron a Max de la fábrica de ingeniería Jedermann, junto con los otros judíos. Ocurrió poco después de que entraran en vigor las leyes de Nuremberg, por las cuales se denegaba a los judíos la ciudadanía alemana y se les prohibía el matrimonio con alemanes.
—Jesús, esos sí que eran buenos tiempos, ¿eh? —comentó Walter una noche, cuando se encontraron en el pequeño rincón donde solían pelear—. Estas cosas no pasaban antes —le dio una palmada con el revés de la mano a la estrella que Max llevaba en la manga—. Ahora ya no podríamos pelear como antes.
—Sí, sí que podríamos —lo corrigió Max—. No puedes casarte con un judío, pero no hay ninguna ley que prohíba pelearse con uno.
Walter sonrió.
—Seguro que hay una ley que lo premia, siempre que le ganes.
A partir de entonces fueron viéndose, como mucho, de manera esporádica. Max se sentía constantemente rechazado y a menudo pisoteado, como el resto de los judíos, mientras a Walter lo absorbía su trabajo. En una imprenta.
Por si acaso eres de esos a los que les gusta esa clase de detalles, sí, hubo algunas chicas en aquellos años. Una se llamaba Tania, la otra Hildi. Ninguna de las dos le duró. No había tiempo, puede que fuera debido a la incertidumbre y a la presión cada vez más acusada. Max tenía que escarbar entre los desechos en busca de trabajo. ¿Qué podía ofrecer a las chicas? En 1938 era difícil imaginar que la vida pudiera empeorar.
Y entonces llegó el 9 de noviembre.
Kristallnacht
. La Noche de los Cristales Rotos.
Ese incidente destrozó la vida a muchos de sus amigos judíos; en cambio, resultó providencial para Max Vandenburg. Tenía veintidós años.
Muchos establecimientos judíos estaban sufriendo asaltos y saqueos quirúrgicos cuando oyeron el martilleo de unos nudillos en la puerta del piso. Max se reunió en el comedor junto con su tía, su madre, sus primos y los hijos de estos.
—
Aufmachen!
Intercambiaron una mirada y sintieron la tentación de salir corriendo a esconderse en las habitaciones; sin embargo, el temor es una emoción de lo más extraña: no podían moverse.
De nuevo:
—¡Abran!
Isaac se levantó y se dirigió a la puerta. La madera estaba viva, todavía vibraba por la paliza que le acababan de dar. Volvió la vista hacia los rostros visiblemente atemorizados, giró la llave y abrió la puerta.
Como era de esperar, un nazi. De uniforme.
—Nunca.
Fue la primera respuesta de Max.
Se aferró a la mano de su madre y a la de Sarah, la prima que tenía más cerca.
—No me iré. Si no vamos todos, yo tampoco voy.
Mentía.
Cuando el resto de la familia lo echó a empujones, un alivio obsceno le revolvió las tripas. Era algo que no deseaba sentir y, sin embargo, tanto era el entusiasmo que le entraron ganas de vomitar. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía hacerlo?
No obstante, lo hizo.
—No te lleves nada, sólo lo puesto —le aconsejó Walter—. Ya te daré lo demás.
—Max —lo llamó su madre. La mujer sacó un viejo papel de un cajón y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta—. Si alguna vez… —lo cogió por los codos, por última vez—. Esta podría ser tu última esperanza.
La miró a la ajada cara y la besó en los labios, con fuerza.
—Vamos —Walter tiró de él, mientras el resto de la familia se despedía y le entregaba dinero y objetos valiosos—. Ahí fuera es un caos y eso es precisamente lo que necesitamos.
Se fueron, sin mirar atrás.
Eso lo torturaba.
Ojalá se hubiera vuelto una última vez hacia su familia cuando abandonaba el piso. Quizá el sentimiento de culpabilidad no habría sido tan hondo. No hubo última despedida.
No hubo mirada a la que aferrarse.
Sólo hubo partida.
Los dos años siguientes permaneció oculto en un almacén vacío de un edificio en el que Walter había trabajado años atrás. La comida escaseaba. La desconfianza abundaba. Los judíos con dinero que quedaban en el barrio emigraban. Los judíos sin dinero intentaban emularlos, sin demasiado éxito. La familia de Max pertenecía a la última categoría. De vez en cuando, Walter comprobaba cómo estaban, intentando levantar las mínimas sospechas. Una tarde, mientras los visitaba, alguien llamó a la puerta.
Cuando Max oyó lo sucedido, sintió que su cuerpo se arrugaba y se hacía una pelota, como una página llena de tachones arrojada a la papelera. Como basura.
Sin embargo, día tras día conseguía estirarse y alisarse, indignado y agradecido. Destrozado, pero no hecho pedazos.
A mediados de 1939, algo más de seis meses después de esconderse, decidieron que había que tomar nuevas medidas. Analizaron el papel que Max recibió el día del abandono. Exacto, abandono, no sólo huida. Así era como él lo veía, sumido en su esperpéntico alivio. Ya sabemos qué había escrito en ese pedazo de papel:
UN NOMBRE, UNA DIRECCIÓN
Hans Hubermann
Himmelstrasse 33, Molching