A finales de agosto y del verano encontraron un penique en el suelo. Pura emoción.
Estaba medio corroído, enterrado en la tierra, en la ruta de la colada y la plancha. Una moneda solitaria, herrumbrosa.
—¡Mira eso!
Rudy se abalanzó sobre ella. La emoción casi les escocía mientras corrían hacia la tienda de frau Diller, sin siquiera detenerse a considerar que un solo penique no pudiera ser suficiente. Irrumpieron en el establecimiento y se detuvieron ante la tendera aria, que los miró con desdén.
—Estoy esperando —dijo.
Llevaba el pelo peinado hacia atrás y el vestido negro la asfixiaba. La imagen enmarcada del Führer montaba guardia en la pared.
—
Heil Hitler!
—se animó Rudy.
—
Heil Hitler!
—respondió ella, enderezándose todavía más detrás del mostrador—. ¿Y tú? —preguntó a Liesel, fulminándola con la mirada.
Liesel le ofreció un
Heil Hitler!
sin perder tiempo.
Rudy se apresuró a rescatar la moneda de las profundidades del bolsillo y a depositarla con firmeza sobre el mostrador.
—Un surtido de golosinas, por favor —pidió, mirándola fijamente a los ojos miopes.
Frau Diller sonrió. Sus dientes se daban codazos tratando de hacerse sitio en la boca. La inesperada amabilidad motivó a su vez las sonrisas de Rudy y Liesel. Por un instante.
Frau Diller se inclinó, rebuscó algo y volvió a aparecer.
—Toma —dijo, arrojando una única barrita de caramelo sobre el mostrador—. Sírvete tú.
Lo desenvolvieron fuera y trataron de partirlo por la mitad con los dientes, pero el azúcar parecía cristal. Demasiado duro, incluso para los colmillos de depredador que Rudy tenía por dientes. Al final tuvieron que compartirla a lametones hasta acabársela. Diez lametones para Rudy. Diez para Liesel. Primero uno y luego el otro.
—Esto es vida —aseguró Rudy con una sonrisa de dientes de caramelo, y Liesel no le llevó la contraria.
Cuando se lo acabaron, ambos tenían la boca de color rojo bermellón, y de camino a casa mantuvieron los ojos bien abiertos por si encontraban otra moneda.
Está claro que no encontraron nada. Nadie es tan afortunado dos veces en un año, y mucho menos en una misma tarde.
Sin embargo, se pasearon felices por Himmelstrasse con las lenguas y los dientes rojos, sin dejar de mirar al suelo.
Había sido un gran día y la Alemania nazi era un lugar maravilloso.
Avancemos ahora hasta una fría lucha nocturna. La ladrona de libros nos alcanzará más adelante.
Era 3 de noviembre y el suelo del tren se agarraba a sus pies. Delante tenía el ejemplar del
Mein Kampf
que estaba leyendo. Su salvación. El sudor manaba de sus manos. Sus huellas dactilares se aferraban al libro.
PRODUCCIONES
LA LADRONA DE LIBROS PRESENTA
OFICIALMENTE
Mein Kampf
(Mi lucha)
,de
Adolf Hitler
A espaldas de Max Vandenburg, la ciudad de Stuttgart se abría de brazos a modo de burla.
Allí no era bienvenido. Intentó no mirar atrás mientras el pan duro se descomponía en su estómago. Se volvió una pocas veces para ver cómo las luces se difuminaban y acababan desapareciendo.
«Levanta ese ánimo —se dijo—. No puedes parecer asustado. Lee el libro. Sonríe. Es un gran libro, el mejor libro que hayas leído jamás. Ignora a la mujer de enfrente. De todos modos, está dormida. Vamos, Max, sólo quedan unas horas.»
Al final, la siguiente visita que le habían prometido en la oscura habitación no tardó unos días en hacerse realidad, sino semana y media. Luego, otra semana más hasta la siguiente, y una semana después ya había perdido el sentido del tiempo, del transcurso de los días y las horas. Volvieron a trasladarlo a un nuevo lugar, a otro pequeño almacén pero con más luz, más visitas y más comida. Sin embargo, se le acababa el tiempo.
—Pronto me llamarán a filas —anunció su amigo Walter Kugler—, ya sabes cómo funciona esto… del ejército.
—Lo siento, Walter.
Walter Kugler, amigo de la infancia de Max, posó una mano en el hombro del judío.
—Podría ser peor —miró a los ojos judíos de su amigo—. Podría ser tú.
No volvieron a verse. Dejó un último paquete en el rincón, y esta vez había un billete. Walter abrió el
Mein Kampf
y lo metió dentro, junto al mapa que llevaba en el libro.
—Página trece —sonrió—. A lo mejor trae suerte, ¿no?
—Por si acaso.
Se abrazaron.
Cuando la puerta se cerró, Max abrió el libro y miró el billete: Stuttgart-Munich-Pasing. Partiría al cabo de dos días, de noche, con el tiempo justo para hacer el último transbordo. Desde allí, seguiría caminando. Tenía el mapa en la cabeza, doblado en cuatro, y la llave seguía pegada en la cubierta interior.
Esperó sentado media hora antes de acercarse a la bolsa y abrirla. Además de comida, había otras cosas.
EL CONTENIDO ADICIONAL
DEL REGALO DE WALTER KUGLER
Una pequeña navaja.
Una cuchara (lo más parecido a un espejo).
Crema de afeitar.
Unas tijeras.
Cuando se fue, en el almacén sólo quedó el suelo.
—Adiós —susurró.
Lo último que Max vio fue una pequeña maraña de pelo apoyada con indiferencia en la pared.
Adiós.
Con un rostro recién afeitado y el pelo a un lado, aunque bien repeinado, salió del edificio como un hombre nuevo. De hecho, salió como alemán. Un momento… De hecho, era alemán. O, mejor dicho, lo había sido.
En el estómago se mezclaba la electrizante combinación de alimento y náusea.
Anduvo hasta la estación.
Enseñó el billete y su identificación, y ahora estaba sentado en un pequeño compartimiento del tren, expuesto a la luz pública.
—Papeles.
Eso era lo que temía oír.
Ya había padecido bastante cuando lo pararon en el andén. Sabía que no podría soportarlo una segunda vez.
Manos temblorosas.
El olor —no, el hedor— de la culpa.
Así de sencillo, no podría soportarlo de nuevo.
Por suerte, pasaron pronto y sólo le pidieron el billete. Ahora sólo debía enfrentarse a una ventanilla por la que pasaban pequeñas ciudades, gremios de luces y una mujer que roncaba frente a él en el compartimiento.
Leyó durante casi todo el trayecto, intentando no levantar la cabeza.
Las palabras holgazaneaban en su boca a medida que iba descifrándolas, y aunque parezca raro conforme pasaba páginas y adelantaba capítulos sólo saboreaba dos palabras.
Mein Kampf
. Mi lucha.
El título se repetía una y otra vez mientras el tren no dejaba de traquetear de una ciudad alemana a otra.
Mein Kampf.
Lo único que podría haberlo salvado…
Podría objetarse que Liesel Meminger lo tuvo fácil. Y sería cierto si la comparáramos con Max Vandenburg. Sí, claro, su hermano casi murió en sus brazos. Y su madre la abandonó.
No obstante, cualquier cosa era mejor que ser judío.
Hasta la llegada de Max, perdieron otro cliente, esta vez la colada de los Weingartner. El
Schimpferei
obligado se desató en la cocina. Sin embargo, Liesel se consoló pensando que todavía les quedaban dos y, aun mejor, uno de ellos era el alcalde, la mujer y los libros.
En cuanto a las otras actividades de Liesel, seguía armándola junto con Rudy Steiner. Incluso me atrevería a afirmar que estaban perfeccionando su
modus operandi
.
Acompañaron a Arthur Berg y sus amigos en unas cuantas incursiones más, deseosos tanto de demostrar su valía como de ampliar su repertorio delictivo. Se llevaron patatas de una granja y cebollas de otra. Sin embargo, la mayor victoria la obtuvieron solos.
Tal como ya hemos comprobado, una de las ventajas de patear la ciudad era la posibilidad de encontrar cosas en el suelo. Otra era fijarse en la gente o, aún más importante, en la misma gente haciendo las mismas cosas semana tras semana.
Un chico del colegio, Otto Sturm, era una de esas personas a las que observaban. Todos los viernes por la tarde se acercaba a la iglesia en bicicleta para llevarles viandas a los curas.
Lo estuvieron estudiando durante un mes, mientras el tiempo empeoraba. Sobre todo Rudy, que estaba decidido a que un viernes de una semana de octubre curiosamente fría Otto no consiguiera llevar a cabo su cometido.
—De todos modos, esos curas están demasiado gordos —se justificó, mientras paseaban por la ciudad—. Podrían pasar sin comer una semana.
Liesel estaba completamente de acuerdo. Para empezar, no era católica, y en segundo lugar, ella también padecía hambre.
Liesel cargaba con la colada, como siempre. Rudy llevaba dos baldes de agua fría o, como él decía, dos baldes de futuro hielo.
Justo antes de que dieran las dos puso manos a la obra.
Sin dudarlo, vertió el agua sobre la calzada, en el tramo exacto en que Otto tomaba la curva.
Liesel tuvo que admitirlo. Al principio sintió una pequeña punzada de culpabilidad, pero el plan era perfecto o, al menos, bastante próximo a la perfección. Poco después de las dos, como todos los viernes, Otto Sturm doblaría hacia Münchenstrasse con la cesta llena, en el manillar. Ese viernes en particular no pasaría de allí.
La calzada ya estaba helada de por sí, pero Rudy, apenas capaz de contener una sonrisa que le atravesaba el rostro de oreja a oreja, le añadió una capa adicional.
—Ven, escondámonos detrás de ese arbusto —propuso.
Al cabo de unos quince minutos, el diabólico plan dio su fruto, por así decirlo.
Rudy señaló por el agujero del seto.
—Ahí está.
Otto apareció a la vuelta de la esquina, manso como un corderito.
En menos que canta un gallo, perdió el control de la bicicleta al resbalar sobre el hielo y se cayó de morros en la calzada.
Rudy miró preocupado a Liesel cuando vio que Otto no se movía.
—¡Por los clavos de Cristo —exclamó Rudy—, creo que lo hemos matado!
Salió sigiloso de detrás del arbusto, cogió la cesta y huyeron corriendo.
—¿Respiraba? —preguntó Liesel, al final de la calle.
—
Keine Ahnung
—contestó Rudy, aferrado a la cesta.
No tenía ni idea.
Vieron a Otto levantarse a lo lejos, rascarse la cabeza, después la entrepierna y buscar la cesta por todas partes.