—Vamos, ¿quieres despabilar? Estoy muerto de hambre —dijo uno de ellos.
Se dirigieron hacia el camión.
Los tres libros asomaron la nariz.
Liesel se acercó.
El calor seguía siendo bastante intenso al pie del montón de cenizas. Metió la mano y tuvo la sensación de sufrir un mordisco, pero al segundo intento se aseguró de hacerlo con más rapidez y atrapó el libro que tenía más cerca. Estaba caliente, aunque también húmedo. Si bien tenía los bordes chamuscados, todo lo demás permanecía intacto.
Era azul.
La tapa parecía trenzada con cientos de fibras apretadas unas contra las otras. Tenía unas letras impresas en rojo, pero la única palabra que Liesel tuvo tiempo de leer fue «hombros». No dio para más, y había un problema: el humo.
La tapa desprendía humo mientras Liesel se alejaba haciendo malabarismos con el libro en las manos. Agachó la cabeza, a cada paso que daba la morbosa belleza de la excitación se convertía en miedo. Dio catorce pasos antes de oír la voz.
Se alzó tras ella.
—¡Eh!
En ese momento estuvo a punto de volver corriendo y arrojar el libro al montón de cenizas, pero al instante se descubrió incapaz de hacerlo. El único movimiento que le salió fue darse medía vuelta.
—¡Aquí hay cosas que no se han quemado! —gritó uno de los hombres de la limpieza, pero no se dirigía a la niña, sino a las personas que estaban junto al ayuntamiento.
—¡Bueno, pues vuélvelas a quemar! —fue la respuesta—. ¡Y comprueba que ardan!
—¡Creo que están húmedas!
—Jesús, María y José, ¿es que tengo que hacerlo todo yo?
El rumor de las pisadas pasó a su lado. Era el alcalde, con un abrigo negro sobre el uniforme nazi. No reparó en la niña completamente inmóvil a apenas unos pasos de él.
Se la tragó la tierra.
¡Qué emoción sentirse ignorada!
El libro ya se había enfriado lo suficiente para escondérselo dentro del uniforme. Al principio le gustó la sensación de calor que le produjo junto al pecho. Sin embargo, al empezar a caminar, el libro comenzó a calentarse de nuevo.
Cuando llegó junto a su padre y Wolfgang Edel, el libro estaba empezando a quemarla. Parecía a punto de arder.
Ambos la miraron.
Ella sonrió.
En ese instante, cuando la sonrisa retrocedió en sus labios, percibió algo más. O, para ser más concretos, a alguien más. La sensación de que alguien la vigilaba era evidente. La envolvió y se confirmó cuando se atrevió a dirigir la vista atrás, hacia las sombras al lado del ayuntamiento. Junto al grupo de siluetas esperaba una más, a unos metros, y Liesel descubrió dos cosas.
UN PAR DE INTUICIONES
1. La identidad de la sombra y
2. El hecho de que lo había visto todo.
La sombra llevaba las manos en los bolsillos del abrigo.
Tenía el pelo suave y sedoso.
De tener rostro, la expresión habría sido de agravio.
—
Gottverdammt
—exclamó Liesel, aunque sólo lo oyó ella—. Maldita sea.
—¿Listos para irnos?
Su padre había aprovechado esos momentos previos de incalculable peligro para despedirse de Wolfgang Edel y se disponía a acompañar a Liesel a casa.
—Lista —respondió.
Cuando empezaron a alejarse de la escena del crimen, el libro quemaba de lo lindo.
El hombre que se encogía de hombros
había prendido en su pecho.
Al pasar junto a las desdibujadas sombras del ayuntamiento, la ladrona de libros hizo una mueca de dolor.
—¿Qué pasa? —preguntó Hans.
—Nada.
Sin embargo, era evidente que pasaba algo: Liesel echaba humo por el cuello, alrededor del cual se le había formado un collar de sudor.
Un libro la consumía bajo la camisa.
«Mein Kampf»
Presenta:
de vuelta a casa — una mujer derrotada — un luchador — un malabarista — los signos del verano — una tendera aria — una mujer que roncaba — dos pillos — y una venganza con un surtido de golosinas
Mein Kampf.
El libro escrito por el propio Führer.
Fue el tercer libro importante que llegó a manos de Liesel Meminger, aunque no lo robó. El libro apareció en el número treinta y tres de Himmelstrasse, alrededor de una hora después de que Liesel se volviera a dormir tras la pertinente pesadilla.
Podría decirse que fue un milagro que consiguiera ese libro en concreto.
Su periplo comenzó de vuelta a casa la noche de la hoguera.
Estaba en medio de Himmelstrasse cuando Liesel se dio por vencida. Se inclinó y sacó el humeante libro, que empezó a dar tímidos saltitos de una mano a otra.
Cuando se enfrió, ambos se quedaron mirándolo a la espera de las palabras.
—¿Qué narices se supone que es esto? —preguntó Hans.
Se agachó y recogió
El hombre que se encogía de hombros
. Sobraban las explicaciones; era obvio que la niña se lo había robado al fuego. El libro estaba caliente y húmedo, lívido y rojo —incómodo— y Hans Hubermann lo abrió. Páginas treinta y ocho y treinta y nueve.
—¿Otro?
Liesel se rascó las costillas.
Sí.
Otro.
—Por lo visto no hace falta que cambie más cigarrillos, ¿no? —apuntó su padre—, al menos mientras vayas robándolos al mismo ritmo que puedo comprarlos.
Liesel, en cambio, no habló. Tal vez fue la primera vez que comprendió que el crimen hablaba mejor por sí solo. Irrefutable.
Hans leyó el título, seguramente sopesando qué clase de amenaza representaba el libro para los corazones y las mentes del pueblo alemán. Se lo devolvió. Y ocurrió algo.
—Jesús, María y José.
Cada palabra se precipitaba dando forma a la siguiente. La delincuente no pudo soportarlo ni un segundo más.
—¿Qué pasa, papá? ¿Qué ocurre?
—Claro.
Igual que la mayoría de los humanos que han experimentado una revelación, Hans Hubermann se quedó embobado. Pronunciaría sus siguientes palabras a gritos o bien no conseguiría que salieran de su boca. En realidad, acabaría repitiendo lo último que había dicho hacía apenas unos instantes.
—Claro —su voz fue como un puño estampado contra la mesa.
Estaba viendo algo, lo repasó con la mirada, de un extremo a otro, como si fuera una carrera, aunque estaba demasiado alto y lejos para que Liesel alcanzara a verlo.
—Va, papá, ¿qué pasa? —imploró. Temía que Hans tuviera la intención de hablar del libro con Rosa. Típico de los humanos, eso era lo único que le preocupaba—. ¿Vas a decírselo?
—¿Cómo dices?
—Ya me entiendes, si vas a decírselo a mamá.
Hans Hubermann seguía mirando, a lo alto y a lo lejos.
—¿El qué?
Liesel levantó el libro.
—Esto.
Lo blandió en el aire, como si empuñara una pistola. Hans parecía confundido.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Liesel odiaba esa clase de preguntas, las que le obligaban a admitir una incómoda realidad, las que le obligaban a dejar al descubierto su sórdida y delictiva naturaleza.
—Porque he vuelto a robar.
Su padre se agachó, pero enseguida se levantó y colocó una mano sobre la cabeza de Liesel. Le acarició el pelo con sus largos y ásperos dedos.
—Claro que no, Liesel. Estás a salvo —la tranquilizó.
—¿Y qué vas a hacer?
Esa era la cuestión.
¿Qué increíble truco estaba a punto de sacarse de la chistera Hans Hubermann en plena Münchenstrasse?
Antes de mostrártelo, creo que deberíamos echar un vistazo a lo que estaba mirando cuando tomó la decisión.
LAS VISIONES ACELERADAS
DE HANS
Primero ve los libros de la niña:
Manual del sepulturero
,
El perro Fausto
,
El faro
y, ahora,
El hombre que se encogía de hombros
.A continuación, una cocina y a un imprevisible Hans hijo volviéndose hacia los libros que hay en la mesa, donde suele leer la niña. Dice: «¿Qué basura lee esta niña?». El hijo repite la pregunta tres veces, y después sugiere una lectura más apropiada.
—Escucha, Liesel. —Hans le pasó el brazo por el hombro y la animó a seguir caminando—. Este libro es nuestro secreto. Lo leeremos de noche o en el sótano, igual que los otros, pero tienes que prometerme una cosa.
—Lo que sea, papá.
La noche era plácida y serena. Todo les prestaba oídos.
—Si alguna vez te pido que me guardes un secreto, lo harás.
—Te lo prometo.
—Bien, ahora espabilemos. Si nos retrasamos más, mamá va a matarnos y no queremos que eso ocurra, ¿verdad? Entonces, se acabó lo de robar libros, ¿eh?
Liesel sonrió complacida.
Lo que no supo hasta mucho después es que, al cabo de pocos días, su padre cambiaría unos cuantos cigarrillos por otro libro, aunque no para ella. Hans llamó a la puerta de las oficinas del Partido Nazi de Molching y aprovechó la ocasión para interesarse por su solicitud de afiliación. Después de debatir la cuestión, les entregó los cuatro cuartos que le quedaban y una docena de cigarrillos. A cambio, recibió un ejemplar usado de
Mein Kampf
.
—Que lo disfrute —dijo uno de los miembros del partido.
—Gracias —contestó Hans.
Ya en la calle, seguían llegando las voces del interior y una de ellas fue particularmente clara.
«Jamás lo admitirán, ni aunque compre cien ejemplares de
Mein Kampf
», oyó que aseguraba. Los demás refrendaron el comentario por unanimidad.