Todos los miércoles y los sábados, Hans la acompañaba a pie y volvía a recogerla dos horas después. Nunca hablaban mucho de la asociación. Se limitaban a cogerse de la mano y escuchar sus pisadas mientras papá se fumaba un par de cigarrillos.
Lo único que la inquietaba de su padre era que salía mucho de casa. Algunas noches entraba en el salón (que también hacía las veces de dormitorio de los Hubermann), sacaba el acordeón del viejo armario y cruzaba la cocina hasta la puerta de entrada.
Cuando ya había recorrido un trecho de Himmelstrasse, Rosa abría la ventana.
—¡No vuelvas tarde a casa! —gritaba.
—No hables tan alto —respondía él, volviéndose.
—
Saukerl!
¡Anda y que te zurzan! ¡Hablaré todo lo alto que me dé la gana!
El eco de los improperios lo seguía por la calle. Nunca miraba atrás o, al menos, no lo hacía hasta que estaba seguro de que su mujer se había metido dentro. Esas noches, al final de la calle, con la funda del acordeón en una mano, se volvía justo frente a la tienda de frau Diller, que hacía esquina, y adivinaba la figura que había sustituido a su mujer en la ventana. Entonces levantaba un breve instante su alargada y espectral mano antes de dar media vuelta y echar a andar a paso tranquilo. Liesel lo veía de nuevo a las dos de la mañana, cuando la sacaba a rastras de su pesadilla, con dulzura.
Todas las noches sin excepción había jaleo en la diminuta cocina. Rosa Hubermann no paraba de hablar y, cuando hablaba, no hacía más que
schimpfen
. Siempre estaba rezongando y discutiendo. En realidad no había nadie con quien discutir, pero Rosa conducía la situación con experta habilidad en cuanto tenía ocasión. En esa cocina podía pelearse con medio mundo y eso era precisamente lo que hacía casi todas las noches. Una vez habían acabado de cenar y Hans había salido, Liesel y Rosa se quedaban allí y Rosa planchaba.
Varias veces a la semana, Liesel volvía del colegio y recorría las calles de Molching con su madre, recogiendo y entregando la colada y la plancha en la parte más pudiente de la ciudad. Knaupt Strasse, Heide Strasse y alguna otra más. Mamá entregaba la ropa planchada o recogía la que habría de lavar, con la debida sonrisa en los labios, pero en cuanto la puerta se cerraba y se daba medía vuelta maldecía a la gente rica por su dinero y gandulería.
«Son demasiado
g’schtinkerdt
para lavarse la ropa», solía decir, a pesar de que dependía de ellos.
«Ese heredó todo el dinero de su padre y ahora lo malgasta en mujeres y alcohol. Y en la colada y el planchado, claro», cargaba contra herr Vogel, de la Heide Strasse.
Como si pasara lista a los que despreciaba.
Herr Vogel, herr y frau Pfaffelhürver, Helena Schmidt, los Weingartner. Todos eran culpables de algo.
Aparte de dedicarse al alcohol y la lujuria, según Rosa, Ernst Vogel no hacía más que rascarse ese pelo infestado de piojos, humedecerse los dedos y luego tenderle el dinero. «Debería lavarlo antes de volver a casa», sentenciaba.
Los Pfaffelhürver examinaban el resultado con lupa. «“Estas camisas, sin arrugas, por favor” —los imitaba Rosa—. “Este traje, sin pliegues”. Y luego se quedan ahí, revisándolo delante de mí, ¡delante de mis narices! Menuda
G’sindel
, menuda escoria.»
Por lo visto, los Weingartner eran medio lelos y tenían una gata
Saumensch
que no dejaba de mudar el pelo. «¿Sabes lo que tardo en sacar todos esos pelos? ¡Están por todas partes!»
Helena Schmidt era una viuda rica. «Esa vieja inválida… Todo el día ahí sentada, atrofiándose. En la vida ha sabido qué es trabajar.»
No obstante, Rosa se reservaba el mayor desprecio para el número ocho de la Grandestrasse, una casa enorme en lo alto de una colina, en la parte alta de Molching.
—Ésa es la casa del alcalde —le contó a Liesel la primera vez que fueron allí—. Menudo sinvergüenza. Su mujer se pasa todo el día metida en casa de brazos cruzados. Es tan tacaña que ni siquiera enciende la lumbre, por eso ahí dentro siempre hace un frío de muerte. Está como una chota —hizo hincapié en las últimas palabras—. No tiene remedio, como una chota —al llegar junto a la puerta, le hizo un gesto a la niña—. Entra tú.
Liesel se quedó helada. Una gigantesca puerta marrón con una aldaba de latón se alzaba al final de un pequeño tramo de escalones.
—¿Qué?
Rosa le dio un empujón.
—No me vengas con «qués»,
Saumensch
. Andando.
Liesel caminó. Cruzó la verja, subió los escalones, vaciló y llamó a la puerta.
Un albornoz salió a recibirla.
Debajo había una mujer de mirada desconcertada, cabello suave y sedoso y expresión derrotada. Vio a Rosa junto a la cancela y le tendió a la niña una bolsa con la colada.
—Gracias —dijo Liesel, pero no obtuvo respuesta.
La puerta se cerró.
—¿Lo ves?, esto es lo que tengo que aguantar todos los días —se quejó Rosa cuando Liesel regresó junto a la verja—. Esos ricos desgraciados, menuda panda de cerdos holgazanes…
Cuando ya se iban, Liesel volvió la vista atrás, con la colada en las manos. La aldaba de latón la vigilaba desde la puerta.
Después de criticar a la gente para la que trabajaba, Rosa Hubermann solía proseguir con su otro tema de vilipendio favorito: su marido. Mientras miraba la bolsa de la colada y las casas inclinadas, no paraba de hablar y hablar.
—Si tu padre sirviera para algo —le contaba a Liesel cada vez que atravesaban Molching—, no tendría que hacer esto —soltaba un bufido desdeñoso—. ¡Pintor! ¿Por qué me casaría con ese
Arschloch
? Si ya me lo dijeron… Es decir, ya me lo dijo mi familia —sus pisadas crujían por el camino—. Y aquí me tienes, pateando estas calles y esclavizada en la cocina porque ese
Saukerl
nunca tiene trabajo. Por lo menos un trabajo de verdad, no ese patético acordeón que va a tocar a esos antros noche tras noche.
—Sí, mamá.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre?
Los ojos de mamá eran como dos recortables de color azul pálido pegados a la cara.
Seguían caminando.
Liesel arrastraba el saco.
En casa, lavaban la colada en un caldero junto a la lumbre, la tendían al lado de la chimenea del salón y luego la planchaban en la cocina. Todo se cocía en la cocina.
—¿Has oído eso? —le preguntaba Rosa casi todas las noches.
Llevaba la plancha de hierro en la mano, que calentaba encima de los fogones. Casi toda la casa estaba en penumbras y Liesel, sentada a la mesa de la cocina, contemplaba las brechas de fuego que se abrían delante de ella.
—¿Qué? —contestaba ella—. ¿El qué?
—Ha sido esa Holtzapfel —Rosa ya se había levantado de la silla—. Esa
Saumensch
acaba de escupir otra vez en nuestra puerta.
Frau Holtzapfel, una de las vecinas, tenía por costumbre escupir en la puerta de los Hubermann cada vez que pasaba por delante. La puerta principal se encontraba a escasos pasos de la verja y, por así decirlo, frau Holtzapfel ya tenía muy estudiada la distancia… y la puntería afinada.
Los escupitajos eran la consecuencia de una especie de guerra verbal en la que Rosa Hubermann y ella se habían embarcado y que arrastraban desde hacía una década. Nadie conocía su origen y lo más probable era que incluso ellas lo hubieran olvidado.
Frau Holtzapfel era una mujer nervuda y, como quedaba patente, rencorosa. Nunca había estado casada, pero tenía dos hijos, algo mayores que los de los Hubermann. Los dos estaban en el ejército y los dos harán alguna aparición como artistas invitados antes de que terminemos, te lo aseguro.
En cuanto a los escupitajos malintencionados, debo añadir que frau Holtzapfel era muy escrupulosa. Nunca desaprovechaba la ocasión de
spuck
en la puerta del número treinta y tres y de pronunciar
Schweine!
cada vez que pasaba por delante. Algo que me llama la atención de los alemanes: parecen muy aficionados a los cerdos.
UNA PREGUNTA TONTA
Y SU RESPUESTA
¿Quién crees que limpiaba el escupitajo de la puerta todas las noches?
Sí, lo has adivinado.
Cuando una mujer con un puño de hierro dice que salgas ahí fuera y limpies el escupitajo de la puerta, lo haces. Sobre todo cuando el hierro está caliente.
En realidad, formaba parte de la rutina.
Todas las noches Liesel salía a la calle, limpiaba la puerta y contemplaba el firmamento. Por lo general, parecía que alguien hubiera vertido un líquido en el cielo —frío y espeso, resbaladizo y gris—, pero de vez en cuando algunas estrellas tenían el valor de alzarse y flotar, aunque sólo fuera unos minutos. Esas noches se quedaba un poquito más y esperaba.
—Hola, estrellas.
Y esperaba.
La voz de la cocina.
O hasta que las aguas del cielo alemán volvían a tragarse las estrellas.
Igual que la mayoría de las ciudades pequeñas, Molching estaba repleta de personajes peculiares, y un puñado de ellos vivía en Himmelstrasse. Frau Holtzapfel sólo era una más del reparto.
Entre los demás destacaban los siguientes:
* Rudy Steiner: el chico de la puerta de al lado, obsesionado con el atleta negro estadounidense Jesse Owens.
* Frau Diller: la leal tendera aria del comercio de la esquina.
* Tommy Mullen: un niño al que habían operado varias veces por su otitis crónica. Un río de piel rosada le recorría la cara y tenía algún que otro tic.
* Un hombre al que todos llamaban Pfiffikus y cuya vulgaridad hacía que Rosa Hubermann pareciera una poetisa y una santa.
Resumiendo, era una calle donde vivía gente relativamente pobre. A pesar del aparente auge de la economía alemana durante el gobierno de Hitler, en la ciudad todavía existían zonas deprimidas.
Como ya he mencionado, la casa contigua a la de los Hubermann estaba alquilada por una familia llamada Steiner. Los Steiner tenían seis hijos. Uno de ellos, el tristemente famoso Rudy, pronto se convertiría en el mejor amigo de Liesel y, más adelante, en su compinche y ocasional catalizador de sus correrías. Lo conoció en la calle.
Pocos días después del primer baño de Liesel, Rosa la dejó salir a jugar con los otros niños. En Himmelstrasse, las amistades se forjaban al aire libre, hiciera el tiempo que hiciese. Los niños raras veces visitaban las casas de los demás, ya que estas eran pequeñas y por lo general había pocas cosas en ellas. Además, en la calle podían practicar su pasatiempo favorito como si fueran profesionales: el fútbol. Los equipos estaban bien definidos y utilizaban los cubos de basura para delimitar las porterías.
Al ser una recién llegada, a Liesel la relegaron de inmediato a custodiar el espacio entre los cubos de basura. (Tommy Müller por fin conoció la libertad, a pesar de ser el peor futbolista que Himmelstrasse había visto en toda su historia.)
Todo se desarrolló a la perfección durante un tiempo, hasta el profético momento en que Rudy Steiner acabó tumbado en la nieve debido a una falta de Tommy Müller, alentada por la frustración.
—¿¡Qué!? —protestó Tommy, con expresión contrariada por la desesperación—. ¡Pero si no he hecho nada!
El equipo de Steiner exigió al completo el penalti y acto seguido Rudy Steiner tuvo que enfrentarse a la niña nueva, Liesel Meminger.
Rudy colocó el balón en un montoncito irregular de nieve, seguro de obtener el resultado habitual. Después de todo, no había fallado ni un solo penalti de los dieciocho que había lanzado, ni siquiera cuando el equipo contrario protestaba para sacar a Tommy Müller de la portería. Daba igual por quién lo sustituyeran, Rudy siempre marcaba.
Esta vez también trataron de sacar a Liesel, pero, como te imaginarás, ella se negó y Rudy no puso pegas.
—No, no —sonrió—. Dejadla.
Se estaba frotando las manos.
Había dejado de nevar sobre la sucia calle y las pisadas embarradas se concentraban entre ellos. Rudy cogió carrerilla, chutó el balón, Liesel se lanzó a por él y, sin saber cómo, consiguió rechazarlo con el codo. Se levantó sonriente, pero lo primero que vio fue una bola de nieve que se estrelló contra su cara. La mitad era barro. Escocía a rabiar.
—¿Qué te ha parecido eso?
El chico sonrió de oreja a oreja y salió corriendo tras el balón.
—
Saukerl
—musitó Liesel entre dientes.