A finales de abril, cuando volvían del colegio, Rudy y Liesel estaban esperando en Himmelstrasse para empezar a jugar al fútbol, como era habitual. Se habían adelantado un poco más que otros días y todavía no se había presentado nadie. La única persona a la que vieron fue al malhablado Pfiffikus.
—Eh, mira —señaló Rudy.
RETRATO DE PFIFFIKUS
Era de complexión frágil.
Tenía el pelo blanco.
Llevaba un chubasquero negro, pantalones marrones, zapatos destrozados y tenía una boca… Menuda boca.
—¡Eh, Pfiffikus!
Cuando la silueta lejana se volvió, Rudy empezó a silbar.
El anciano se enderezó y empezó a insultarlos con un fervor que sólo podría calificarse de ingenioso. Por lo visto, nadie sabía su verdadero nombre o, si lo sabían, nunca lo utilizaban. Solían llamarlo Pfiffikus porque es el nombre que se le pone a quien le gusta silbar, algo que a Pfiffikus se le daba muy bien, sin lugar a dudas. No hacía más que silbar una sola melodía,
La marcha Radetzky
, y los niños del lugar la imitaban para llamarlo. En cuanto la oía, Pfiffikus abandonaba sus habituales andares (encorvado hacia delante, pasos largos y desgarbados, brazos detrás del chubasquero negro) y se ponía derecho para soltar improperios. En ese momento, toda impresión de serenidad quedaba violentamente interrumpida por una voz que reverberaba de rabia.
Ese día, Liesel imitó la provocación de Rudy casi como un acto reflejo.
—¡Pfiffikus! —repitió Liesel, adoptando de inmediato la debida crueldad que parece propia de la infancia.
Silbó fatal, pero no tuvo tiempo para practicar.
Empezó a perseguirlos sin dejar de maldecir. Primero fue un
Geh’scheissen!
y cada vez fue a peor. Al principio descargó los improperios sólo sobre el chico, pero poco después le llegó el turno a Liesel.
—¡Eh, golfa! —rugió. Las palabras cayeron como una costalada en la espalda de Liesel—. ¡Es la primera vez que te veo!
Mira que llamar golfa a una niña de diez años… Ese era Pfiffikus. Todos opinaban que frau Holtzapfel y él habrían hecho una buena pareja. «¡Volved aquí!» fueron las últimas palabras que Liesel y Rudy oyeron mientras se alejaban a la carrera. No se detuvieron hasta que llegaron a Münchenstrasse.
—Vamos, por aquí —dijo Rudy, cuando consiguieron recuperar el aliento.
La llevó a Hubert Oval, el escenario del incidente de Jesse Owens, donde se quedaron con las manos en los bolsillos. La pista se extendía delante de ellos. Sólo podía ocurrir una cosa. Empezó Rudy.
—Cien metros —la retó—, me juego lo que quieras a que no me ganas.
Liesel no iba a ser menos.
—Me juego lo que quieras a que sí.
—¿Qué te juegas, pequeña
Saumensch
? ¿Tienes dinero?
—Claro que no, ¿y tú?
—No —pero Rudy tenía una idea. Fue el galán el que habló por él—. Si gano, te doy un beso.
Se agachó y empezó a enrollarse el bajo de los pantalones.
Liesel se inquietó, por decirlo de alguna manera.
—¿Y por qué quieres besarme? Voy sucia.
—Yo también.
Rudy no veía razón alguna para que un poco de mugre se interpusiera entre ellos. Además, no había pasado tanto tiempo desde la última ducha.
Liesel lo meditó mientras estudiaba los palmitos que su rival tenía por piernas. Eran iguales que las suyas. Pensó que era imposible que la ganara. Asintió, con gravedad. La cosa iba en serio.
—Puedes besarme si ganas, pero si gano yo, dejo de ser portera cuando juguemos al fútbol.
Rudy sopesó las opciones.
—Me parece justo.
Y se estrecharon la mano.
El cielo estaba muy oscuro y nublado, aderezado con las pequeñas astillas de lluvia que comenzaban a caer.
La pista estaba más encharcada de lo que parecía.
Ambos rivales estaban preparados.
Rudy lanzó una piedra para dar el disparo de salida. Cuando cayera al suelo, podían empezar a correr.
—Ni siquiera veo la línea de llegada —se quejó Liesel.
—¿Y yo qué?
La piedra tocó el suelo.
Corrieron pegados, dándose codazos para adelantarse. El suelo resbaladizo les lamía los pies y los hizo caer a unos veinte metros del final.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Rudy—. ¡Estoy rebozado de mierda!
—No es mierda —lo corrigió Liesel—, es barro —aunque tenía sus dudas. Volvieron a resbalar a unos cinco metros de la llegada—. Entonces, ¿quedamos empatados?
Rudy miró la meta. Con la cara medio cubierta de barro, sólo se le veían los dientes afilados y los enormes ojos.
—¿Todavía me llevo el beso si quedamos empatados?
—Ni lo sueñes.
Liesel se levantó y se sacudió un poco de barro de la chaqueta.
—No te obligaré a estar en la portería.
—Quédate con tu portería.
De vuelta a Himmelstrasse Rudy le advirtió:
—Algún día te morirás por besarme —le dijo.
Sin embargo, Liesel lo tenía muy claro.
Se hizo una promesa: mientras Rudy Steiner y ella estuvieran vivos, jamás besaría a ese miserable y sucio
Saukerl
, y ese día menos que nunca. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Se miró la ropa llena de barro y comentó en voz alta lo que era evidente.
—Va a matarme.
Por supuesto, se refería a Rosa Hubermann, también conocida como mamá, que a punto estuvo de matarla. La palabra
Saumensch
ocupó un lugar predominante en la bronca. La hizo picadillo.
Como ya sabemos, Liesel todavía no había llegado a Himmelstrasse cuando Rudy cometió la infamia de su infancia y, sin embargo, cuando se entregaba a sus recuerdos, tenía la sensación de haber estado presente. No se lo explicaba, pero en su memoria se encontraba entre el público imaginario de Rudy. Nadie más que él le había hablado de la peripecia, pero el joven le contó el relato con todo detalle; cuando Liesel se propuso narrar su propia historia, el incidente de Jesse Owens formaba parte de ella, tanto como todo lo que había visto con sus propios ojos.
Era 1936. Las Olimpiadas. Los juegos de Hitler.
Jesse Owens acababa de terminar los cuatrocientos metros relevos y había conseguido su cuarta medalla de oro. Había corrido la voz de que Hitler se negó a estrecharle la mano por ser negro y, por ende, infrahumano. Incluso los racistas alemanes más recalcitrantes se maravillaron ante los logros de Owens, y los rumores sobre sus hazañas empezaron a difundirse. Nadie había quedado tan impresionado como Rudy Steiner.
Toda la familia estaba apretujada en el salón cuando Rudy se escabulló y se dirigió a la cocina. Sacó un trozo de carbón de los fogones y lo sostuvo en sus diminutas manos. «Ahora.» Sonrió. Estaba listo.
Se untó bien de carbón, a conciencia, hasta que quedó todo negro. Incluso el pelo.
El chico sonrió con expresión desvariada al verse reflejado en la ventana. Vestido con unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, cogió en silencio la bicicleta de su hermano mayor y enfiló la calle, donde se puso a pedalear como un loco en dirección al Hubert Oval. En uno de los bolsillos se había guardado unos cuantos trocitos de carbón, por si se desteñía.
En la fantasía de Liesel, esa noche la luna estaba zurcida al cielo, con puntadas de nube alrededor.
La bicicleta oxidada se detuvo y cayó sobre la valla del Hubert Oval, que Rudy saltó. Aterrizó al otro lado y fue corriendo con desgarbo hasta la línea de salida de los cien metros. A continuación, entusiasmado, hizo unos torpes estiramientos y dibujó unas marcas de salida en la tierra.
A la espera de que llegara su turno, se paseó arriba y abajo, concentrándose bajo un firmamento oscuro, con la luna y las nubes observándolo atentamente.
—Parece que Owen está en buena forma —comentó—. Este podría ser el mayor triunfo de toda su carrera…
Estrechó las manos imaginarias de los otros atletas y les deseó suerte, aunque ya sabía el resultado. No tenían ninguna posibilidad.
El juez les indicó que se prepararan. Una multitud se materializó y ocupó hasta el último rincón de la circunferencia del Hubert Oval. Todos gritaban el nombre de Rudy Steiner… y su nombre era Jesse Owens. El estadio enmudeció.
Sus pies descalzos se agarraron al suelo, podía sentirlo entre los dedos.
A petición del juez de salida, se elevó ligeramente para adoptar la posición de listos… y la pistola perforó la noche.
Durante el primer tercio de la carrera iba bastante igualado, pero sólo era cuestión de tiempo que el tiznado Owens adelantara a los demás y se alejara veloz como un rayo.
—¡Owens a la cabeza! —gritó el chico con voz estridente mientras corría por la calle vacía, derecho hacia el aplauso fervoroso de la gloria olímpica.
Incluso sintió que su pecho partía la cinta al atravesarla en primer lugar. El hombre más rápido del mundo.
Sin embargo, la hazaña se desmoronó al dar la vuelta de honor. Su padre estaba de pie entre la multitud, esperándolo junto a la línea de meta, como si fuera el hombre del saco. O, al menos, el hombre del saco trajeado. (Como ya he mencionado, el padre de Rudy era sastre y rara vez se le veía por la calle sin traje y corbata. En esa ocasión, sólo llevaba una chaqueta y una camisa desarreglada.)
—
Was ist los?
—le preguntó a su hijo cuando este apareció en toda su tiznada gloria—. ¿Qué diablos está pasando aquí? —la multitud se desvaneció. Empezó a soplar la brisa—. Estaba durmiendo en el sillón cuando Kurt se dio cuenta de que te habías ido. Todo el mundo está buscándote.
El señor Steiner era un hombre extremadamente educado en circunstancias normales; sin embargo, descubrir a uno de sus hijos tiznado de carbón una noche de verano no era lo que él consideraba circunstancias normales.
—Este niño está loco —masculló, aunque tuvo que admitir que, con seis críos, podía ocurrir algo así. Al menos uno de ellos tenía que salirle rana. Lo miraba fijamente, esperando una explicación—. ¿Y bien?
Rudy, jadeando, se agachó y apoyó las manos en las rodillas.
—Era Jesse Owens —contestó, como si fuera lo más normal del mundo.
Incluso había algo en el tono de su voz que preguntaba: «¿Qué demonios iba a ser si no?». No obstante, el tono desapareció cuando vio las ojeras de su padre cansadas por la falta de sueño.
—¿Jesse Owens? —el señor Steiner era de esos hombres inexpresivos, de voz angulosa y firme. Era alto y fornido, como un roble, y su cabello parecía hecho de astillas—. ¿Qué Jesse Owens?
—¿Cuál va a ser, papá? El mago negro.
—Ya te daré yo magia negra.
Agarró a su hijo por la oreja y Rudy hizo un gesto de dolor.
—¡Ay, me haces daño!
—¿No me digas? —su padre estaba más preocupado por la pegajosa textura del carbón, que le manchaba los dedos. Estaba cubierto de pies a cabeza. Incluso tenía carbón en las orejas, por amor de Dios—. Vamos.
De camino a casa, el señor Steiner decidió hablarle de política del modo más claro posible, pero Rudy sólo llegaría a entender todo lo que le dijo con los años, cuando ya era demasiado tarde para molestarse en comprender nada.
LA CONTRADICTORIA POLÍTICA
DE ALEX STEINER
Primer punto
: Era miembro del Partido Nazi, pero no odiaba a los judíos. En realidad, ni a los judíos ni a nadie.Segundo punto
: Sin embargo, no pudo evitar sentir cierto alivio (o, peor, ¡regocijo!) cuando los tenderos judíos tuvieron que cerrar. La propaganda le había convencido de que sólo era cuestión de tiempo que una plaga de sastres judíos asomara la cabeza y le robara la clientela.Tercer punto
: No obstante, ¿significaba eso que debían expulsarlos?Cuarto punto
: Su familia. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para mantenerla. Si eso significaba ser del partido, pues uno era del partido.Quinto punto
: En algún lugar, en lo más profundo, sentía una punzada en el corazón, pero decidió no hurgar. Temía lo que pudiera salir.