Antes de llegar a Himmelstrasse, Alex le dijo:
—Hijo, no puedes andar por ahí pintado de negro, ¿me entiendes?
Rudy le prestó atención, interesado… y confuso. La luna se había librado de las nubes y ahora podía moverse, elevarse, zambullirse y derramar gotitas sobre el rostro del chico, confiriéndole un aspecto inocente y lúgubre, como sus pensamientos.
—¿Por qué no, papá?
—Porque te llevarán.
—¿Por qué?
—Porque no deberías querer ser como los negros o los judíos o como cualquiera que… no sea como nosotros.
—¿Quiénes son los judíos?
—¿Te acuerdas de mi cliente más antiguo, el señor Kaufmann, al que le compramos tus zapatos?
—Sí.
—Pues es judío.
—No lo sabía. ¿Tienes que pagar para ser judío? ¿Se necesita un permiso?
—No, Rudy —el señor Steiner llevaba la bicicleta con una mano y a Rudy con la otra. Pero le costaba más dirigir la conversación. Todavía no le había soltado la oreja. Se había olvidado—. Es como ser alemán o católico.
—Ah. ¿Jesse Owens es católico?
—¡No lo sé!
Tropezó con uno de los pedales de la bicicleta y soltó la oreja del chico.
Continuaron caminando en silencio durante un rato.
—Ojalá fuera como Jesse Owens, papá —comentó Rudy.
Esta vez, el señor Steiner puso la mano sobre la cabeza de su hijo.
—Lo sé, hijo, pero tienes un precioso cabello rubio y unos ojazos azules que te evitarán muchos problemas —le explicó—. Deberías conformarte, ¿está claro?
Sin embargo, no estaba nada claro.
Rudy no entendió ni una palabra y esa noche no fue más que el preludio de lo que les deparaba el futuro. Dos años y medio después, la zapatería de los Kaufmann acabó hecha añicos y todos los zapatos desaparecieron en un camión, metidos en sus cajas.
Supongo que las personas viven momentos cruciales sobre todo durante la infancia. Para algunos es un incidente como el de Jesse Owens. Para otros, un momento de histeria en medio de un episodio de incontinencia nocturna.
Era finales de mayo de 1939 y la noche había sido como cualquier otra. Rosa ejercitaba su puño de hierro, Hans había salido y Liesel limpiaba la puerta de casa y contemplaba el firmamento de Himmelstrasse.
Por la tarde se había celebrado un desfile.
Los miembros extremistas de camisa parda del NSDAP (también conocido como Partido Nazi) marcharon por Münchenstrasse ondeando sus banderas con orgullo, con el rostro bien alto, como si se hubieran tragado una escoba. Cantaban a voz en grito y acabaron con una rugiente interpretación de
Deutschland über Alles
, «Alemania por encima de todo».
Como siempre, les aplaudieron.
Los animaron a seguir su camino hacia quién sabe dónde.
La gente se detenía a mirar y algunos extendían el brazo a modo de saludo mientras otros tenían las manos al rojo vivo de tanto aplaudir. Otros intentaban contener la emoción que se reflejaba en sus rostros contraídos por el orgullo, como frau Diller, y había alguno que otro, como Alex Steiner, que aguantaba el tipo como si fuera un bloque de madera con forma humana que aplaudía lenta y obedientemente. Armoniosamente. Sumisamente.
Liesel los vio desde la acera, junto a su padre y Rudy. Hans Hubermann los contemplaba desde detrás de las persianas bajadas.
UNOS CUANTOS DATOS
SIGNIFICATIVOS
En 1933 el noventa por ciento de los alemanes apoyaba a Adolf Hitler sin reserva alguna.
Eso nos deja un diez por ciento de detractores.
Hans Hubermann pertenecía a ese diez por ciento.
Existía una razón para ello.
Por la noche, Liesel soñó, como siempre. Al principio veía las camisas pardas desfilando, pero luego la condujeron a un tren donde la esperaba el descubrimiento habitual: su hermano le clavaba la mirada.
Cuando se despertó gritando, Liesel supo de inmediato que algo había cambiado. Un olor se desparramaba por debajo de las sábanas, cálido y empalagoso. Al principio intentó convencerse de que no había ocurrido nada, pero cuando su padre se acercó y la meció entre sus brazos, lloró y se lo confesó al oído.
—Papá —susurró—, papá.
Y eso fue todo. Seguramente él también lo olió.
Hans la levantó con suavidad de la cama y se la llevó al lavabo. El momento llegó minutos después.
—Cambiaremos las sábanas —dijo su padre, y cuando se agachó y tiró de la tela, algo se soltó y cayó al suelo de un golpe sordo.
Un libro negro de letras plateadas salió disparado y aterrizó entre los pies del hombre alto.
Lo miró.
Miró a la niña, que se encogió de hombros tímidamente.
A continuación, Hans leyó el título en voz alta, concentrado:
Manual del sepulturero
.
«Así que ese es el título», pensó Liesel.
El silencio se instaló entre ellos, entre el hombre, la niña y el libro. Hans lo recogió y habló con una voz tan suave como el algodón.
CONVERSACIÓN A LAS DOS
DE LA MADRUGADA
¿Es tuyo?
—Sí, papá.
¿Quieres leerlo?
De nuevo:
—Sí, papá.
Una sonrisa cansada.
Ojos de metal, derretido.
Bueno, entonces será mejor que lo leamos.
Cuatro años después, cuando empezó a escribir en el sótano, dos pensamientos acudieron a la mente de Liesel relacionados con el trauma de mojar la cama. Primero, se sintió muy afortunada de que fuera su padre quien descubriera el libro. (Por suerte, cuando había que hacer la colada de las sábanas, era Liesel la encargada de retirarlas y de hacerse la cama. «¡Y deprisita,
Saumensch
! ¿O es que crees que tenemos todo el día?».) Segundo, estaba muy orgullosa del papel que Hans Hubermann había desempeñado en su educación. «Nadie lo hubiera dicho —escribió—, pero el colegio no me ayudó tanto como mi padre a la hora de aprender a leer. La gente cree que no es muy listo, y es cierto que le cuesta leer, pero pronto descubrí que las palabras y la escritura le habían salvado la vida en una ocasión. O, por lo menos, las palabras y un hombre que le enseñó a tocar el acordeón…»
—Lo primero es lo primero —sentenció Hans Hubermann esa noche. Lavó las sábanas y las tendió—. Veamos, empecemos con las clases nocturnas —dijo al volver.
El polvo cubría la luz amarillenta.
Liesel se sentó sobre las sábanas frías y limpias, avergonzada y eufórica. Le angustiaba la idea de haber vuelto a mojar la cama, pero estaba a punto de leer. Iba a leer el libro.
La emoción se apoderó de ella.
Se imaginó a una lectora genial de diez años.
Ojalá hubiera sido tan fácil.
—A decir verdad, los libros no son lo mío —se sinceró el padre antes de empezar.
Sin embargo, no importaba que leyera despacio. En todo caso, su ritmo de lectura, más lento de lo habitual, debió de ayudarla. Tal vez sirviera para que los comienzos de la niña fueran menos frustrantes.
No obstante, al principio Hans parecía un poco incómodo con el libro entre las manos.
Se sentó junto a la niña en la cama, se inclinó hacia atrás y dobló las piernas. Volvió a estudiar el libro y lo dejó caer sobre la cama.
—Vamos a ver, ¿por qué una buena niña como tú quiere leer una cosa así?
Liesel volvió a encogerse de hombros. Si el aprendiz de sepulturero hubiera estado leyendo las obras completas de Goethe o de cualquier otra autoridad por el estilo, también las tendrían ahí delante. Liesel intentó explicarse.
—Yo… Cuando… Estaba en la nieve y…
Las palabras, pronunciadas con un suave susurro, resbalaron de la cama y se esparcieron por el suelo como si fueran polvo.
Sin embargo, el padre supo qué decir. Él siempre sabía qué decir.
—Bueno, Liesel, prométeme una cosa: si muero pronto, procura que me entierren como es debido —pidió, pasándose una mano por el cabello.
Liesel asintió con gran convencimiento.
—Nada de saltarse el capítulo seis o el paso cuatro del capítulo nueve —se rió, al igual que la mojadora de camas—. Bien, me alegra saber que eso ya está resuelto. Ahora ya podemos empezar —se acomodó y sus huesos crujieron como las tablas del suelo—. Empieza la diversión.
El libro se abrió… Una ráfaga de viento amplificada por la quietud de la noche.
Al recordarlo, Liesel supo con total exactitud en qué estaba pensando su padre cuando hojeó la primera página del
Manual del sepulturero
. El hombre se dio cuenta de que no era el libro más adecuado por la dificultad del texto. Contenía palabras que incluso a él le resultaban complicadas, por no mencionar lo morboso del tema. En cuanto a la niña, sintió un repentino deseo de leerlo que ni siquiera se molestó en analizar. Tal vez, en cierto modo, deseaba asegurarse de que su hermano había sido enterrado como era debido. Fuera cual fuese la razón, sus ansias de leer el libro eran todo lo intensas que pueden llegar a ser en un humano de diez años.
El primer capítulo se titulaba «Primer paso: elección del equipo apropiado». En un breve párrafo introductorio se esbozaba el tema que tratarían las veinte páginas siguientes, se detallaba las clases de palas, picos, guantes y herramientas por el estilo que existían y se ilustraba sobre la obligación de conservarlas del modo correcto. Un enterramiento era algo serio.
Mientras Hans lo hojeaba, sentía los ojos de Liesel clavados en él. Se posaron sobre él y lo apresaron a la espera de que saliera algo de sus labios.
—Ten —volvió a acomodarse y le tendió el libro—. Mira la página y dime cuántas palabras reconoces.
La estudió… y mintió.
—La mitad, más o menos.
—Léeme algunas.
Está claro que no pudo. Cuando le pidió que le señalara las que conocía y que las leyera en voz alta, contó tres en total: las tres que el alemán suele utilizar para el artículo definido. La página debía de tener unas doscientas palabras.
Puede que sea más difícil de lo que yo creía, pensó Hans.
Liesel lo sorprendió mientras lo pensaba, aunque fuera sólo un instante.
Hans tomó impulso, se puso en pie y salió de la habitación.
—De hecho, tengo una idea mejor —anunció a su regreso. En la mano llevaba un grueso lápiz de pintor y un taco de papel de lija—. Vamos a pulir esa lectura.
A Liesel le pareció la mar de bien.
Hans dibujó un cuadrado de unos dos centímetros y medio en la esquina izquierda del reverso de un trozo de papel de lija y encajó una «A» mayúscula en el interior. Colocó otra «a» en la esquina opuesta, pero minúscula. Hasta aquí, ningún problema.