Liesel tragó saliva.
—Ah —su padre se volvió hacia la pared y continuó pintando—. Bueno, supongo que sí. Se la podrías enviar a la mujer esa como se llame, la que te trajo aquí y luego vino varias veces a visitarnos, la del centro de acogida.
—Frau Heinrich.
—Eso es. Envíasela, tal vez ella pueda entregársela a tu madre.
Hans no parecía demasiado convencido, como si quisiera ocultarle algo a Liesel. Durante las visitas de frau Heinrich, también ella se había mostrado hermética en relación con su madre.
En vez de preguntarle qué ocurría, Liesel empezó a escribir de inmediato, decidió ignorar el mal presentimiento que la había asaltado. Necesitó tres horas y seis borradores para pulir una carta en la que le hablaba a su madre de Molching, de su padre y del acordeón, de la extraña, aunque sincera forma de comportarse de Rudy Steiner y de las proezas de Rosa Hubermann. También le contaba lo orgullosa que estaba de ella misma porque ahora sabía leer y escribir un poquito. Al día siguiente le pegó un sello que cogió del cajón de la cocina y la echó al correo en la tienda de Frau Diller. Y comenzó la espera.
La noche que escribió la carta, oyó por casualidad una conversación entre Hans y Rosa.
—¿Qué hace escribiéndole a su madre? —decía Rosa.
Su voz sonaba tranquila y afectuosa, algo muy poco habitual y, como podrás imaginar, eso la dejó bastante preocupada. Habría preferido oírlos discutir. Los cuchicheos entre adultos le inspiraban muy poca confianza.
—Me lo pidió —contestó su padre— y no supe decirle que no. ¿Cómo iba a negarme?
—Jesús, María y José —otra vez los susurros—. Debería olvidarla. ¿Quién sabe dónde estará? Dios sabe lo que le habrán hecho.
En la cama, Liesel se acurrucó con fuerza, haciéndose un ovillo.
Pensó en su madre y se repitió las preguntas de Rosa Hubermann.
¿Dónde estaba?
¿Qué le habían hecho?
Y, sobre todo, ¿se podía saber de quiénes estaba hablando?
Escena prospectiva en el sótano, septiembre de 1943.
Una niña de catorce años escribe en un pequeño libro de tapas oscuras. Está esquelética, pero es fuerte y ha visto muchas cosas. Su padre está sentado con el acordeón a los pies.
—¿Sabes, Liesel? Estuve a punto de responderte por carta y firmar con el nombre de tu madre —confiesa. Se rasca la pierna, aunque ya le han quitado la escayola—. Pero no pude, no me atreví.
En varias ocasiones, a lo largo de enero y todo febrero de 1940, a Hans se le rompió el corazón cuando Liesel miraba en el buzón para ver si había llegado la respuesta a su carta.
—Lo siento, hoy nada, ¿verdad?
Mirando atrás, Liesel comprendía que todo había sido en vano. Si su madre hubiera estado en condiciones de responder, ya se habría puesto en contacto con el personal del centro de acogida o directamente con ella o con los Hubermann. Pero nada.
Por si fuera poco, los Pfaffelhürver de Heide Strasse, clientes también de la plancha, le entregaron una carta a mediados de febrero. Los dos salieron a la puerta de casa haciendo gala de su altura, con mirada lastimera.
—Para tu madre —dijo el hombre, entregándole el sobre—. Dile que lo sentimos. Dile que lo sentimos.
No fue una de las mejores noches en casa de los Hubermann.
Incluso desde el sótano, al que Liesel se retiró para escribir la quinta carta dirigida a su madre (todas ellas pendientes de enviar, exceptuando la primera), oyó los insultos y el escándalo que Rosa armó por los
Arschlöcher
de los Pfaffelhürver y el asqueroso de Ernst Vogel.
—
Feuer soll’n’s brunzen für einen Monat!
—la oyó gritar. Traducción: «¡Deberían mear fuego un mes entero!».
Liesel escribía.
El día de su cumpleaños no recibió ningún regalo. No hubo regalo porque no había dinero y, en esa época, a su padre se le había acabado el tabaco.
—Te lo dije —su madre lo apuntó con un dedo acusador—. Te dije que no le dieras los dos libros en Navidad, pero, no, claro, ¿me hiciste caso? ¡No, señor!
—¡Ya lo sé! —se volvió, tranquilo, hacia la niña—. Lo siento, Liesel, no nos lo podemos permitir.
A Liesel no le importó. No lloriqueó, ni gimoteó, ni pataleó. Se limitó a tragarse la desilusión y decidió correr un riesgo calculado: hacerse un regalo ella misma. Reuniría las cartas a su madre que había acumulado, las metería todas en un sobre y utilizaría una diminuta fracción del dinero de la colada y la plancha para enviarlas. Luego, por descontado, se llevaría un
Watschen
, seguramente en la cocina, y no diría ni mu.
Tres días después, el plan se concretó.
—Falta algo —su madre contaba el dinero por cuarta vez con Liesel delante, junto a los fogones. El calor que desprendían la confortaba y le daba un hervor a la rápida circulación de su sangre—. ¿Qué ha pasado, Liesel?
—Deben de haberme dado de menos —mintió.
—¿No lo contaste?
—Me lo he gastado, mamá —confesó.
Rosa se acercó. Eso no era buena señal. Estaba demasiado cerca de las cucharas de madera.
—¿Que tú, qué?
Sin darle tiempo a responder, la cuchara de madera cayó sobre el cuerpo de Liesel Meminger como si Dios la pisoteara. Las marcas rojas parecían puntapiés, y escocían. Cuando todo terminó, la niña levantó la vista y se explicó desde el suelo.
Percibió un latido y la luz amarillenta, todo a la vez. Parpadeó.
—Envié las cartas por correo.
En ese momento se dio cuenta de lo sucio que estaba el suelo, de que sentía la ropa cerca en vez de puesta y comprendió que todo había sido en vano, que su madre nunca respondería y que jamás volvería a verla. La certeza le propinó un segundo
Watschen
. Le escoció durante varios minutos.
En lo alto, Rosa parecía borrosa, pero a medida que su cara de cartón se acercaba no tardó en volverse nítida. Abatida, se alzaba sobre ella con toda su corpulencia, sujetando la cuchara de madera como si fuera un garrote. Se agachó, y su rostro perdió unas gotas.
—Lo siento, Liesel.
Liesel la conocía lo suficiente para saber que no se refería a la paliza.
Las marcas rojas fueron ensanchándose, avanzando por la piel, mientras estaba tendida en el suelo entre el polvo y la suciedad, bajo la luz tenue. Recobró la respiración y una amarillenta lágrima solitaria le rodó por la cara. Sentía su propio peso contra el suelo. Un brazo, una rodilla. Un codo. Una mejilla. Un gemelo.
El suelo estaba frío, sobre todo lo notaba en la cara, pero era incapaz de moverse.
Jamás volvería a ver a su madre.
Se quedó debajo de la mesa de la cocina casi una hora, hasta que su padre llegó a casa y se puso a tocar el acordeón. Sólo entonces Liesel se levantó y empezó a recuperarse.
Esa noche, mientras escribía, no guardaba ningún rencor a Rosa Hubermann ni, para el caso, a su madre. Para ella sólo eran víctimas de las circunstancias. El único pensamiento recurrente era la lágrima amarilla. Se dio cuenta de que si hubiera estado oscuro, la lágrima habría sido negra.
Sin embargo, estaba oscuro, se dijo.
Daba igual las veces que intentara imaginar la escena con la luz amarillenta; a pesar de saber que había estado allí, tenía que esforzarse para visualizarla. Le habían pegado en la oscuridad y había quedado tendida en el frío y oscuro suelo de la cocina. Incluso la música de su padre era de color oscuro.
Incluso la música de su padre.
Lo extraño del caso era que, en vez de angustiarla, ese pensamiento más o menos la consolaba.
Luz, oscuridad.
¿Dónde estaba la diferencia?
Las pesadillas se habían reforzado las unas a las otras mientras la ladrona de libros aprendía cómo eran las cosas y cómo serían siempre. Al menos así estaría preparada. Tal vez por eso, y a pesar de la perplejidad y la rabia, el día del cumpleaños del Führer pudo reaccionar cuando el misterio sobre el infortunio de su madre quedó resuelto por completo.
Liesel Meminger estaba lista.
Feliz cumpleaños, herr Hitler.
Que cumpla muchos más.
En vez de perder la esperanza, Liesel siguió comprobando el buzón todas las tardes, desde marzo hasta bien entrado abril, a pesar de la visita de frau Heinrich —a instancias de Hans—, que les explicó a los Hubermann que la oficina de acogida había perdido todo contacto con Paula Meminger. Sin embargo, la niña insistía aunque, como era de esperar, nunca había carta cuando revisaba el correo.
Molching, como el resto de Alemania, se había volcado en la preparación del cumpleaños de Hitler. Ese año en cuestión, gracias al desarrollo de la guerra y a la ventajosa posición de Hitler, los partidarios nazis de Molching querían que la celebración fuera especialmente significativa. Habría un desfile. Una marcha. Música. Canciones. Habría una hoguera.
Mientras Liesel pateaba las calles de Molching recogiendo y entregando la colada y la plancha, los miembros del Partido Nazi hacían acopio de combustible. En un par de ocasiones, Liesel vio a hombres y mujeres llamando a las puertas y preguntando a la gente si tenían algo de lo que quisieran desprenderse o destruir. El ejemplar del
Molching Express
de su padre anunciaba que iban a celebrarlo con una hoguera en la plaza, a la que acudirían todas las Juventudes Hitlerianas del lugar. No sólo se festejaría el cumpleaños del Führer, sino también la victoria sobre sus enemigos y sobre las restricciones que habían refrenado a Alemania desde el final de la Primera Guerra Mundial. «Debe presentarse cualquier objeto de esa época —periódicos, pósters, libros, banderas— o propaganda de nuestros enemigos en la oficina del Partido Nazi de Münchenstrasse», proclamaba. Incluso volvieron a saquear la Schiller Strasse, la calle de las estrellas amarillas —todavía a la espera de una remodelación—, en busca de algo para quemar en nombre de la gloria del Führer, lo que fuera. A nadie le habría sorprendido que ciertos miembros del partido hubieran ido más lejos y hubiesen hecho imprimir un millar de libros o carteles de moral perniciosa sólo para poder quemarlos.
Todo estaba preparado para celebrar un espléndido 20 de abril. Un día de llamas y alegría.
Y robo de libros.
Esa mañana todo transcurría con total normalidad en el hogar de los Hubermann.
—Ese
Saukerl
ya vuelve a estar mirando por la ventana —rezongó Rosa Hubermann—. No falla ni un día. ¿Y ahora qué miras?
—¡Madre mía! —exclamó Hans, complacido. La bandera, a modo de capa, ocultaba su espalda desde la ventana—. Deberías venir a echar un vistazo a esa mujer —volvió la cabeza y sonrió a Liesel—. Tendría que salir corriendo tras ella. Te da cien mil vueltas, mamá.
—
Schwein!
—Rosa agitó la cuchara de madera en su dirección.
Hans siguió contemplando desde la ventana a una mujer imaginaria y un auténtico despliegue de banderas alemanas.
Ese día todas las ventanas de las calles de Molching estaban engalanadas en honor al Führer. En algunas casas, como en la de frau Diller, los cristales resplandecían y la esvástica parecía una piedra preciosa sobre una manta roja y blanca. En otras, la bandera colgaba del alféizar como si fuera la ropa de la colada. Pero ahí estaba.
Un poco antes había ocurrido una pequeña catástrofe: los Hubermann no encontraban la suya.
—Vendrán a por nosotros —le advirtió Rosa a su marido—. Vendrán y nos llevarán. —Ellos—. ¡Tenemos que encontrarla!
Ya se habían hecho a la idea de que Hans tendría que bajar al sótano y pintar una bandera en una sábana vieja cuando, por fortuna, apareció enterrada detrás del acordeón, en el armario.
—¡Me la tapaba ese maldito acordeón! —Rosa giró sobre sus talones—. ¡Liesel!
La niña tuvo el honor de colgar la bandera en el marco de la ventana.
Hans hijo y Trudy fueron ese día a cenar, como solían hacerlo en Navidad o Pascua. Puede que sea un buen momento para presentarlos en detalle: Hans hijo medía como su padre y tenía su misma mirada, aunque el metal de sus ojos no era cálido como el de Hans; lo habían Führereado. También era más musculoso, tenía el cabello áspero y rubio y la piel de color hueso.
Trudy, o Trudel, como solían llamarla, era sólo unos pocos centímetros más alta que Rosa. Tenía el lamentable y patoso caminar de Rosa Hubermann, pero todo lo demás era mucho más dulce. Trabajaba de criada en la zona pudiente de Munich, así que estaba bastante harta de niños, pero siempre le dirigía a Liesel unas cuantas palabras acompañadas de una sonrisa. Tenía los labios suaves. Y voz apagada.
Llegaron juntos en el tren de Munich. Las viejas tensiones no tardaron en aflorar.
BREVE HISTORIA DEL
ENFRENTAMIENTO DE
HANS HUBERMANN CON SU HIJO
El joven era nazi, su padre no. En opinión de Hans hijo, su padre pertenecía a una Alemania vieja y decrépita, la Alemania que permitía que los demás se aprovecharan de ella mientras su propia gente sufría. Por ser joven, estaba al tanto de que llamaban a su padre
Der Juden Maler
—el pintor judío— porque pintaba en casas judías. Después tuvo lugar un incidente que en breve pasaré a relatarte: el día que, justo a punto de unirse al partido, Hans lo echó todo a perder. Era sabido que no debían cubrirse con pintura los comentarios antisemitas escritos en las tiendas judías. Ese comportamiento no era bueno ni para Alemania ni para el transgresor.