Lo repitió tres veces, muy nervioso. Los ojos sin vida de Reinhold Zucker lo miraban de frente.
LOS DAÑOS, ESSEN
Seis hombres con quemaduras de cigarrillo.
Dos manos rotas.
Varios dedos rotos.
Una pierna rota, la de Hans Hubermann.
Un cuello roto, el de Reinhold Zucker, fracturado casi a la altura de los lóbulos de las orejas.
Unos a otros se ayudaron a salir del camión como pudieron hasta que dentro sólo quedó el cadáver.
El conductor, Helmut Brohmann, estaba sentado en el suelo, rascándose la cabeza.
—El neumático se ha reventado —informó.
Varios hombres se sentaron a su lado y le repitieron que no había sido culpa suya. Otros se pusieron a dar vueltas, fumando, preguntándose entre ellos si creían que las heridas que sufrían eran de suficiente consideración para que los relevaran del trabajo. Un pequeño grupo se había reunido en la parte trasera del camión para examinar el cuerpo.
Junto a un árbol, un fino jirón de intenso dolor seguía desgarrando la pierna de Hans Hubermann.
—Tendría que haber sido yo —dijo.
—¿Qué? —preguntó el sargento desde el camión.
—Iba en mi sitio.
Helmut Brohmann recobró la compostura y regresó al asiento del conductor. De lado, intentó encender el motor, pero no hubo manera de volverlo a poner en marcha. Pidieron un nuevo camión y una ambulancia. La ambulancia no apareció.
—Ya sabéis lo que eso significa, ¿no? —dijo Boris Schipper.
Lo sabían.
Todos intentaron esquivar el rictus desdeñoso de Reinhold Zucker cuando reanudaron el viaje de vuelta al campamento.
—Os dije que tendríamos que haberlo puesto boca abajo —rezongó alguien.
A veces, alguno lo olvidaba y descansaba los pies sobre el cadáver. A la llegada, todos intentaron escaquearse para no sacarlo del camión. En cuanto el trabajo estuvo hecho, Hans Hubermann apenas tuvo tiempo de dar unos pasitos antes de que el dolor de la pierna lo hiciera caer.
Una hora después, tras el reconocimiento médico, le confirmaron la fractura. El sargento estaba cerca y se lo quedó mirando con un esbozo de sonrisa.
—Bien, Hubermann, por lo visto te has salido con la tuya, ¿eh? —negó con la redonda cabeza, le dio una calada al cigarrillo y le facilitó una lista de lo que ocurriría a continuación—. Tú reposarás, ellos me preguntarán qué hacemos contigo y yo les diré que has realizado un gran trabajo —le dio una nueva calada—. Y creo que añadiré que ya no nos sirves en la LSE y que deberían enviarte de vuelta a Munich y ponerte a trabajar en una oficina o a limpiar lo que haga falta por allí. ¿Qué te parece?
—Me parece bien, sargento —respondió Hans, incapaz de reprimir una carcajada en medio de una mueca de dolor.
Boris Schipper se acabó el cigarrillo.
—Maldita sea, ¿qué te va a parecer si no? Tienes suerte de que me gustes, Hubermann. Tienes suerte de ser un buen hombre y de ser generoso con los cigarrillos.
En la habitación contigua preparaban la escayola.
A mediados de febrero, una semana después del cumpleaños de Liesel, Rosa y ella por fin recibieron una carta detallada de Hans Hubermann. Liesel entró corriendo después de abrir el buzón y se la enseñó a su madre. Rosa se la hizo leer en voz alta y no lograron reprimir la emoción cuando Liesel llegó a lo de la pierna rota. Estaba tan pasmada, que la joven leyó la frase en silencio.
—¿Qué ocurre,
Saumensch
? —se angustió Rosa.
Liesel la miró, a punto de escapársele un grito. El sargento había cumplido su palabra.
—Vuelve a casa, mamá. ¡Papá vuelve a casa!
Se abrazaron y la carta quedó estrujada entre sus cuerpos. Una pierna rota era algo digno de celebrar.
Barbara Steiner se puso contentísima cuando Liesel anunció la noticia en la puerta de al lado. Le frotó los brazos en señal de felicitación y llamó al resto de la familia. Reunida en la cocina, parecía que la buena nueva de la vuelta a casa de Hans Hubermann había elevado el ánimo de la familia Steiner. Rudy sonrió y se rió, y Liesel comprendió que al menos le ponía empeño; sin embargo, también sintió el amargo sabor de las preguntas en los labios de su amigo.
¿Por qué él?
¿Por qué Hans Hubermann y no Alex Steiner?
En eso tenía razón.
Desde que el ejército había reclutado a su padre el pasado octubre, la rabia de Rudy había ido en aumento de manera considerable y la noticia del regreso de Hans Hubermann fue la gota que colmó el vaso. No se lo contó a Liesel. No protestó ante lo que creía una injusticia, sino que prefirió actuar.
Se puso a arrastrar una caja metálica por Himmelstrasse a la típica hora delictiva: el crepúsculo.
LA CAJA DE HERRAMIENTAS
DE RUDY
Tenía partes rojas y era del tamaño de una caja de zapatos muy grande. Contenía lo siguiente:
Navaja oxidada x 1
Linterna pequeña x 1
Martillo x 2
(uno pequeño y uno mediano)
Toalla de manos x 1
Destornillador x 3
(varios tamaños)
Pasamontañas x 1
Calzoncillos limpios x 1
Oso de peluche x 1
Liesel lo vio por la ventana de la cocina, con el mismo paso decidido y expresión entregada que el día que salió en busca de su padre. Agarraba el asa con todas sus fuerzas y la rabia estrangulaba sus movimientos.
La ladrona de libros soltó la toalla que tenía en las manos y la sustituyó por una sola idea.
Va a robar.
Salió corriendo para reunirse con él.
No hubo ni asomo de un saludo.
Rudy siguió caminando y le habló al aire frío frente a él.
—¿Sabes qué, Liesel? He estado pensando —le dijo cuando pasaron junto al bloque de pisos de Tommy Müller—. Tú no eres una ladrona —no le dio oportunidad de defenderse—. Esa mujer te deja entrar; si incluso te deja galletas, por el amor de Dios. Yo a eso no lo llamo robar. Robar es lo que hace el ejército llevándose a tu padre y al mío —pateó una piedra, que resonó contra una puerta. Apresuró el paso—. Esos nazis ricos de ahí arriba, de la Grandestrasse, Gelbstrasse y Heidestrasse.
En esos momentos Liesel solo podía centrar sus esfuerzos en no perder el paso. Habían dejado atrás la tienda de frau Diller y se encontraban en Münchenstrasse.
—Rudy…
—De todos modos, ¿qué se siente?
—¿Qué se siente cuándo?
—Cuando robas un libro.
Liesel decidió guardar silencio. Si lo que quería era una respuesta, Rudy tendría que volver a la carga. Y lo hizo.
—¿Y bien? —sin embargo, Rudy contestó de nuevo antes de que Liesel pudiese abrir la boca—. Te sientes bien, ¿verdad? Porque les das a probar su propia medicina.
Liesel concentró su atención en la caja de herramientas, intentando que aflojara el paso.
—¿Qué llevas ahí?
Rudy se agachó y la abrió.
Todo parecía tener sentido menos el oso de peluche.
Rudy le explicó con pelos y señales lo que pensaba hacer con la caja de herramientas y con cada uno de los objetos que contenía mientras seguían caminando. Por ejemplo, los martillos eran para romper ventanas y la toalla era para envolverlos, para amortiguar el ruido.
—¿Y el oso de peluche?
Era de Anna-Marie Steiner y no mucho más grande que uno de los libros de Liesel. Estaba gastado y tenía el pelo enmarañado. Le habían recosido los ojos y las orejas varias veces, pero aun así seguía pareciendo muy tierno.
—Es uno de los golpes maestros —se explicó Rudy—. Es por si aparece un niño cuando esté dentro. Se lo daré para tranquilizarlo.
—¿Y qué tienes pensado robar?
Se encogió de hombros.
—Dinero, comida, joyas, lo que caiga en mis manos.
Parecía bastante sencillo.
Al cabo de un cuarto de hora, Liesel reparó en el súbito mutismo de su expresión y comprendió que Rudy Steiner no iba a robar nada. La determinación se había esfumado y aunque el chico todavía soñaba con los imaginarios laureles del delincuente, Liesel sabía que Rudy ya no se lo creía. Lo intentaba y eso nunca era buena señal. Su grandeza criminal recogía velas ante sus ojos. Al ir aflojando el paso y contemplando las casas, Liesel se sintió interiormente aliviada y entristecida.
Estaban en la Gelbstrasse.
Las casas se alzaban como enormes moles oscuras.
Rudy se quitó los zapatos y los sostuvo en una mano. En la otra llevaba la caja de herramientas.
La luna asomaba entre las nubes. Tal vez más de un kilómetro de luz.
—¿A qué espero? —preguntó Rudy en voz alta, pero Liesel no contestó.
Rudy volvió a abrir la boca, pero no pronunció palabra. Dejó la caja de herramientas en el suelo y se sentó encima.
Se le había enfriado el ánimo.
—Por suerte llevas unos calzoncillos de repuesto en la caja de herramientas —comentó Liesel, y vio que Rudy hacía esfuerzos para no reír.
Rudy cambió de postura, volviéndose hacía el otro lado para dejar sitio a Liesel.
La ladrona de libros y su mejor amigo estaban sentados espalda contra espalda en una caja de herramientas con partes rojas en medio de la calle. Cada uno miraba hacia un lado distinto y así siguieron un buen rato. Cuando se levantaron para volver a casa, Rudy fue a cambiarse los calzoncillos y dejó los usados en la calzada. Decidió hacerle un regalo a la Gelbstrasse.
LA VERDAD DE RUDY STEINER
«Creo que se me da mejor dejar cosas atrás que robarlas.»