Ilsa Hermann tenía unas ganas locas de… sacársela de encima. Liesel lo comprendió por la forma en que se agarraba el albornoz, con más fuerza de lo habitual. La incomodidad de su malestar la obligaba a quedarse cerca de Liesel, pero estaba claro que deseaba zanjar el asunto cuanto antes.
—Dile a tu madre… —añadió, mientras ajustaba la voz convirtiendo una frase en dos— que lo sentimos.
La acompañó hasta la puerta.
En ese momento Liesel lo notó en los hombros: el dolor, el impacto del rechazo definitivo.
«¿Esto es todo? —se preguntó—. ¿Me das un puntapié y ya está?»
Despacio, recogió la bolsa vacía y se dirigió hacia la puerta. Una vez fuera, se volvió hacia la mujer del alcalde por segunda y última vez ese día. La miró a los ojos con despiadado orgullo marcado a fuego.
—
Danke schön
—dijo, e Ilsa Hermann le dedicó una sonrisa derrotada, innecesaria.
—Si alguna vez te apetece venir a leer, serás bienvenida —mintió la mujer (o al menos la niña, en su afligido y conmocionado estado, así lo creyó).
En ese momento Liesel se sintió abrumada por la amplitud de la entrada. Había mucho espacio. ¿Por qué la gente necesitaba tanto espacio para salir por la puerta? Si Rudy hubiera estado allí, le habría dicho que era imbécil, que era para meter las cosas dentro.
—Adiós —se despidió la niña y, poco a poco, con gran dilación, la puerta se cerró.
Liesel no se fue.
Se quedó sentada en los escalones, contemplando la ciudad de Molching durante un buen rato. No hacía ni frío ni calor y la tranquila ciudad todavía se dibujaba con claridad. Molching estaba metida en un tarro de cristal.
Abrió la carta. En ella, el alcalde Heinz Hermann apuntaba con exactitud y diplomacia las razones por las que prescindía de los servicios de Rosa Hubermann. En resumen, venía a decir que sería un hipócrita si siguiera regalándose esos pequeños lujos mientras aconsejaba a los demás que se «prepararan para tiempos más difíciles».
Al fin se levantó y se fue a casa, pero cuando vio el rótulo STEINER-SCHNEIDERMEISTER en Münchenstrasse, las circunstancias volvieron a sacudirla. La tristeza la abandonó, ahuyentada por la rabia.
—Ese cabrón del alcalde —masculló—. Y esa mujer me saca de quicio.
El hecho de que se avecinaran tiempos difíciles era la mejor razón para seguir empleando a Rosa, pero no, la habían despedido. En cualquier caso, pensó, ya se podían hacer ellos solitos la colada y el planchado, como la gente normal y corriente, como los pobres.
En la mano,
El hombre que silbaba
se puso rígido.
—Así que me has dado el libro por pena —dijo la niña—, para sentirte mejor…
Le importó muy poco que no fuera la primera vez que le ofrecía ese libro.
Dio media vuelta, como ya hizo una vez, y regresó al número ocho de la Grandestrasse. La tentación de echar a correr era muy grande, pero se abstuvo, así podría reservarse para las palabras.
Le desilusionó un poco que el alcalde no estuviera. No había ningún coche aparcado junto al bordillo, lo que tal vez fuera una suerte. Si hubiera estado allí, a saber qué podría haberle hecho al pobre vehículo en ese combate de ricos contra pobres.
Subió los escalones de dos en dos, se acercó a la puerta y la golpeó con tanta fuerza que incluso se hizo daño, aunque disfrutó con las punzadas de dolor.
Como es lógico, la mujer del alcalde se quedó estupefacta al volver a verla. Llevaba el suave y sedoso cabello un poco húmedo y las arrugas se ensancharon al percatarse de la marcada cólera sobre el normalmente pálido rostro de Liesel. Abrió la boca, pero no salió nada, lo que le vino muy a mano, ya que era Liesel quien tenía la palabra.
—¿Cree que puede comprarme con este libro? —la voz, aunque temblorosa, saltó al cuello de la mujer. La fulgurante rabia era pastosa y desconcertante, pero consiguió dominarla; sin embargo, la ira siguió acumulándose hasta tal punto que tuvo que secarse las lágrimas de los ojos—. ¿Cree que dándome este
Saukerl
de libro se arreglará todo cuando vaya a decirle a mí madre que acabamos de perder a nuestro último cliente mientras usted se queda aquí sentada en su mansión?
Los brazos de la mujer del alcalde.
Colgaban.
Su rostro resbaló.
Sin embargo, Liesel no se achicó. Disparó las palabras a los ojos.
—Su marido y usted, aquí sentaditos los dos.
Lo dijo con rencor; un rencor y una mala intención de los que no se creía capaz.
Palabras hirientes.
Sí, palabras crueles.
Las invocó desde algún lugar que acababa de descubrir y las arrojó a Ilsa Hermann.
—Ya es hora de que se ponga a hacer su propia y apestosa colada —le aclaró—. Ya es hora de que se enfrente al hecho de que su hijo está muerto. ¡Se murió! ¡Lo estrangularon y lo hicieron picadillo hace más de veinte años! ¿O murió de frío? ¡Da igual, está muerto! Está muerto y es patético que se quede ahí sentada, temblando dentro de casa para sufrir por ello. ¿Cree que es la única que sufre?
De inmediato.
Su hermano apareció a su lado.
Le susurró que lo dejara, pero él también estaba muerto y no valía la pena escucharlo.
Murió en un tren.
Lo enterraron en la nieve.
Liesel lo miró, pero no podía detenerse. Todavía no.
—No quiero este libro —continuó. Empujó al niño escalera abajo y lo hizo caer. Hablaba más bajo, pero con el mismo acaloramiento. Arrojó
El hombre que silbaba
a las pantuflas de la mujer y oyó el ruido sordo del libro al estrellarse contra el cemento—. No quiero su asqueroso libro…
Ahora sí se controló. Se calló.
Su garganta era un desierto: ni una palabra en kilómetros a la redonda.
Su hermano, sujetándose una rodilla, desapareció.
Al cabo de una incómoda pausa, la mujer del alcalde se agachó y recogió el libro. Estaba abatida y derrotada, pero esta vez no era por intentar sonreír. Liesel lo adivinó en su expresión. La sangre le goteaba por la nariz y le lamía los labios. Los ojos se le amorataban. Por toda la piel se abrían cortes y aparecían heridas. Todo a causa de las palabras. De las palabras de Liesel.
Con el libro en la mano, Ilsa Hermann se enderezó, aunque encogida, e intentó retomar las disculpas, pero las palabras no salieron de su boca.
«Abofetéame —pensó Liesel—, vamos, abofetéame.»
Ilsa Hermann no la abofeteó, se limitó a retirarse al interior, hacia el feo aire de su bonita casa y Liesel, una vez más, se quedó sola, aferrándose a los escalones. Tenía miedo de volverse porque sabía que cuando lo hiciera la cubierta de cristal que protegía Molching estaría hecha añicos, y eso la alegraría.
A modo de última orden del día, Liesel leyó la carta una vez más. Al acercarse a la verja, hizo una bola con ella, apretándola todo lo que pudo, y la arrojó contra la puerta, como si fuera una piedra. No sé qué esperaba la ladrona de libros, pero la bola de papel rebotó en la portentosa plancha de madera y bajó los escalones burlándose de ella. Acabó a sus pies.
—¡Típico! —musitó, dándole una patada y lanzándola a la hierba—. Es inútil.
Esta vez, de camino a casa, imaginó el futuro del papel después de la próxima lluvia, con la cubierta de cristal de Molching reparada y del revés. Veía incluso cómo se disolvían las palabras, letra tras letra, hasta que no quedaba nada. Sólo papel. Sólo tierra.
En casa, quiso la suerte que Rosa estuviera en la cocina cuando Liesel entró por la puerta.
—¿Y? —preguntó—, ¿dónde está la colada?
—Hoy no hay colada —contestó Liesel.
Rosa se acercó y se sentó a la mesa de la cocina. Lo sabía. De repente, parecía mucho mayor. Liesel imaginó qué aspecto tendría si se deshiciera el moño y se dejara caer el pelo sobre los hombros. Una toalla gris de cabello elástico.
—¿Qué hacías en esa casa, pequeña
Saumensch
?
La frase estaba entumecida. Rosa no consiguió reunir el veneno habitual.
—Todo ha sido culpa mía —aseguró Liesel—. Insulté a la mujer del alcalde y le dije que dejara de llorar a su hijo muerto. Le dije que era patética y entonces te despidieron. Ten —se acercó a las cucharas de madera, cogió un puñado y las dejó ante ella—. Escoge.
Rosa eligió una y la levantó, pero sin blandirla.
—No te creo.
Liesel se debatió entre la angustia y la perplejidad absoluta. ¡La primera vez que necesitaba un
Watschen
desesperadamente y no se lo iban a dar!
—Es culpa mía.
—No es culpa tuya —replicó la madre. Incluso se levantó y acarició el grasiento y sucio cabello de Liesel—. Sé que no dirías esas cosas.
—¡Las he dicho!
—Muy bien, lo que tú digas.
Liesel salió de la cocina y oyó que las cucharas de madera regresaban a su sitio, al tarro metálico. Cuando llegó a su habitación, todas ellas, tarro incluido, acabaron por los suelos.
Un poco después, bajó al sótano. Max estaba de pie en la oscuridad, probablemente boxeando con el Führer.
—¿Max? —la luz se atenuó, como una moneda mortecina, roja, flotando en un rincón—. ¿Me enseñas a hacer flexiones?
Max le enseñó. A veces le levantaba el torso para ayudarla, pero a pesar de su enclenque apariencia Liesel era fuerte y podía sostener el peso de su cuerpo sin demasiada dificultad. No las contó, pero esa noche, en medio del resplandor del sótano, la ladrona de libros hizo suficientes flexiones para tener agujetas durante varios días. Ni siquiera se detuvo cuando Max le advirtió que había hecho demasiadas.
Ya en la cama, mientras leía con su padre, Hans adivinó que algo iba mal. Hacía cerca de un mes que no se sentaba con ella, por lo que se sintió confortada, aunque no del todo. Hans Hubermann siempre sabía qué decir en el momento oportuno y cuándo dejarla sola. Tal vez Liesel fuera lo único en lo que él era un experto.
—¿Se trata de la colada? —preguntó.
Liesel negó con la cabeza.
Hans llevaba varios días sin afeitarse y se rascaba la rasposa barba cada dos o tres minutos. Sus ojos plateados no chispeaban, reposaban, templados, como siempre que se trataba de Liesel.
Hans se durmió cuando el ritmo de lectura fue decayendo, momento que Liesel aprovechó para confesar en voz alta lo que llevaba todo el día queriendo decir.
—Papá, creo que voy a ir al infierno —susurró.
Tenía las piernas calientes. Las rodillas, frías.
Recordó las noches que mojaba la cama y su padre lavaba las sábanas, y le enseñaba las letras del abecedario. Ahora, la respiración de Hans levantaba la manta y Liesel le besó la rasposa mejilla.
—Tienes que afeitarte —dijo.
—No vas a ir al infierno —contestó el padre.
Se lo quedó mirando unos instantes. Luego se recostó, se apoyó en él y, juntos, se durmieron. En Munich, evidentemente, pero también en algún lugar de la séptima cara del dado alemán.
Al final, Liesel tuvo que confesárselo.
Él sabía cómo tratarla.
UN RETRATO DE RUDY STEINER:
JULIO DE 1941
Hilillos de barro cruzan su cara. La corbata es como un péndulo inmóvil desde hace tiempo en la caja del reloj. Tiene el encendido pelo color limón alborotado y esboza una sonrisa triste y absurda.
Se quedó a unos metros del escalón y habló con gran convicción, con gran alegría:
—
Alles ist Scheisse
—sentenció.
Todo es una mierda.
Durante la primera mitad de 1941, mientras Liesel se dedicaba a ocultar a Max Vandenburg, robar periódicos y regañar a esposas de alcalde, Rudy sobrellevaba como podía la nueva vida en las Juventudes Hitlerianas. Desde principios de febrero volvía de las reuniones de un humor bastante peor del que había ido. Tommy Müller lo acompañaba en muchos de esos recorridos de regreso a casa, en el mismo estado. El problema tenía tres vertientes.
LOS TRES COMPONENTES
DEL PROBLEMA
1. Los oídos de Tommy Müller.
2. Franz Deutscher: el iracundo cabecilla de las Juventudes Hitlerianas.
3. La incapacidad de Rudy para mantenerse al margen.