Tenía toda la razón del mundo.
Un cadáver judío era un problemón. Los Hubermann debían resucitar a Max Vandenburg, ya no sólo por el bien de este sino también por el de ellos. La tensión empezaba a hacer mella incluso en Hans, el último bastión de la calma.
—Mira, si eso ocurre —contestó con voz tranquila, aunque afligida—, si se muere, ya se nos ocurrirá algo —Liesel habría jurado que lo oyó tragar saliva, como si hubiera recibido un golpe en el cuello—. El carro de la pintura, algunas sábanas para tirar…
Liesel entró en la cocina.
—Ahora no, Liesel.
Fue Hans quien habló, aunque sin mirarla. Tenía los codos clavados en la mesa y los ojos fijos en el reflejo deformado de su rostro en la parte convexa de una cuchara.
La ladrona de libros no se fue. Dio unos pasos y se sentó. Las frías manos buscaron las mangas y una frase se le cayó de los labios.
—Todavía no ha muerto.
Las palabras aterrizaron sobre la mesa y se agruparon en el medio. Los tres las miraron. Las tímidas esperanzas no se atrevieron a levantarse. Todavía no ha muerto. Todavía no ha muerto. Rosa tomó la palabra.
—¿Quién tiene hambre?
Quizá el único momento del día en que la enfermedad de Max no les pesaba era la hora de comer. Era inútil negarlo cuando se sentaban a la mesa de la cocina con una ración extra de pan, sopa o patatas. Todos lo pensaban, pero nadie lo decía.
Por la noche, unas horas después, Liesel se despertó y se preguntó por la inquietud de su corazón. (Había aprendido esa expresión en
El repartidor de sueños
, un libro sobre un niño abandonado que quería ser sacerdote, la completa antítesis de
El hombre que silbaba
.) Se incorporó y llenó los pulmones de aire nocturno.
—¿Liesel? —su padre se dio la vuelta—. ¿Qué pasa?
—Nada, papá, no pasa nada.
Sin embargo, en cuanto acabó la frase revivió con toda claridad lo que había sucedido en su sueño.
UNA VISIÓN REPENTINA
Casi todo el rato sucede lo mismo: el tren avanza a la misma velocidad. Su hermano tose mucho. Sin embargo, esta vez Liesel no ve el rostro mirando el suelo. Poco a poco, se acerca a él. Le levanta la barbilla con la mano, con suavidad, y allí, delante de ella, aparece el rostro de ojos grandes de Max Vandenburg. La mira sin pestañear. Una pluma cae al suelo. El cuerpo crece y se ajusta al tamaño de la cara. El tren chirría.
—¿Liesel?
—Que no pasa nada.
Se levantó del colchón, temblando. Muerta de miedo, cruzó el vestíbulo para ir a ver a Max y cuando ya llevaba un buen rato a su lado, cuando todo recobró el lento ritmo de la noche, se atrevió a interpretar su sueño. ¿Había sido una premonición de la muerte de Max? ¿O sólo una respuesta a la conversación de la cocina? ¿Había sustituido Max a su hermano? Y si así era, ¿cómo podía desembarazarse de ese modo de alguien de su propia sangre? Tal vez secretamente deseaba que Max muriera. Después de todo, si estaba bien para Werner, su hermano, estaba bien para ese judío.
—¿Es eso lo que crees? —murmuró a los pies de la cama—. No.
Se negaba a creerlo. Algo confirmó la respuesta a medida que la desorientada penumbra se disipaba y perfilaba las distintas formas, grandes y pequeñas, que había junto a la cama. Los regalos.
—Despierta —le pidió.
Max no despertó.
Hasta ocho días después.
En el colegio, unos nudillos llamaron a la puerta.
—Adelante —contestó frau Olendrich.
La puerta se abrió y la clase miró sorprendida a Rosa Hubermann en el umbral. Un par de niños dieron un respingo y se quedaron sin respiración ante la visión: un armario de mujer con una expresión desdeñosa adornada de carmín y ojos de cloro. Ella. Allí estaba la leyenda. Se había puesto sus mejores ropas, pero llevaba el pelo hecho un desastre. No parecía, sino que era una toalla de elásticos cabellos grises.
La maestra estaba obviamente asustada.
—Frau Hubermann… —sus movimientos eran atolondrados. Buscó por la clase con la mirada—. ¿Liesel?
Liesel miró a Rudy, se levantó y se acercó presurosa para poner fin a la incómoda situación lo antes posible. La puerta se cerró a su espalda y de repente se encontró a solas en el pasillo con Rosa.
Rosa miró a los lados.
—¿Qué, mamá?
Rosa se volvió.
—¡A mí no me vengas con «qué, mamá»,
Saumensch
! —la velocidad de la respuesta arrolló a Liesel—. ¡Mi cepillo!
Un chorro de risas se deslizó por debajo de la puerta, pero se retiró de inmediato.
—¿Mamá?
Tenía una expresión seria, pero sonreía.
—¡¿Qué narices has hecho con mi cepillo, estúpida
Saumensch
, pequeña ladrona?! Te he dicho miles de veces que no lo toques, pero ¿me haces caso? ¡Por supuesto que no!
El rapapolvo continuó mientras Liesel intentaba colar alguna sugerencia a la desesperada sobre el posible paradero del susodicho cepillo El sermón acabó de forma abrupta. Rosa atrajo a Liesel hacia sí unos segundos y le susurró algo en voz tan baja que a la niña incluso le costó oírlo a esa distancia.
—Me dijiste que te gritara, que todos lo creerían —miró a ambos lados y prosiguió con un hilo de voz—. Se ha despertado, Liesel. Está despierto —sacó del bolsillo el maltrecho soldado de juguete—. Me dijo que te diera esto. Es su favorito —se lo dio, la abrazó con fuerza y sonrió. Antes de que Liesel tuviera oportunidad de responder, Rosa terminó su parrafada—. ¿Y bien? ¡Contéstame! ¡¿Tienes la menor idea de dónde has podido meterlo?!
«Está vivo», pensó Liesel.
—No, mamá. Lo siento, mamá, yo…
—No sirves para nada.
La soltó, asintió con la cabeza y se marchó.
Liesel se demoró un momento en el enorme pasillo, mirando la figurita del soldado que tenía en la mano. El instinto le dijo que corriera a casa de inmediato, pero el sentido común no se lo permitió, así que acabó metiendo el pobre soldadito en el bolsillo y regresó a la clase.
Todo el mundo la esperaba.
—Vaca estúpida —musitó entre dientes.
De nuevo, los niños rieron. Frau Olendrich no.
—¿Qué has dicho?
Liesel estaba en un estado tal de euforia que se sentía indestructible.
—He dicho: vaca estúpida —repitió, con una radiante sonrisa.
Antes de que se diera cuenta, había recibido un buen bofetón.
—No hables así de tu madre —la reprendió, pero apenas tuvo efecto. La chica se quedó donde estaba tratando de reprimirse. Después de todo, podía recibir un
Watschen
luciendo la mejor de las sonrisas—. A tu sitio.
—Sí, frau Olendrich.
A su lado, Rudy se la jugó y habló.
—Jesús, María y José —murmuró—, si te ha dejado la mano marcada en la cara. Una manaza roja, ¡con sus cinco dedos!
—Bien —contestó Liesel, porque Max estaba vivo.
Al llegar a casa esa tarde, Max estaba sentado en la cama con el balón de fútbol desinflado en el regazo. Le picaba la barba, sus ojos cenagosos trataban de mantenerse abiertos. Junto a los regalos había un cuenco de sopa vacío.
No se saludaron.
Se quedaron justo en la frontera.
La puerta chirrió, la chica entró y se detuvo delante de él, mirando el cuenco.
—¿Mamá te la dio a la fuerza?
Max asintió, contento y fatigado.
—Aunque estaba muy buena.
—¿La sopa de mamá? ¿De verdad?
—Gracias por los regalos —no fue una sonrisa lo que Max le ofreció, sino un ligero rasgón que los labios abrieron en su cara—. Gracias por la nube, tu padre me lo explicó.
Una hora después, Liesel también intentó serle sincera.
—No sabíamos qué hacer si te morías, Max. Nosotros…
Lo comprendió enseguida.
—Te refieres a qué ibais a hacer conmigo.
—Lo siento.
—No —no estaba ofendido—. Hicisteis bien —jugueteó sin fuerzas con el balón—. Hicisteis bien en pensar en ello. En vuestra situación, un judío muerto es tan peligroso como uno vivo, si no peor.
—También he soñado.
Se lo explicó con todo detalle, con el soldado en la mano. Estaba a punto de volver a disculparse cuando Max la interrumpió.
—Liesel —la obligó a mirarlo—. No vuelvas a pedirme perdón. Soy yo el que debería disculparse —se volvió hacia todas las cosas que la niña le había llevado—. Mira todos estos regalos —cogió el botón—. Y Rosa me ha dicho que me leías dos veces al día, a veces hasta tres —apartó la vista hacia las cortinas, como si pudiera ver a través de ellas. Se incorporó un poco más y guardó silencio durante una docena de frases mudas. El miedo se abrió camino en su rostro y decidió confesarse ante la chica, volviéndose ligeramente hacia un lado—. Liesel, tengo miedo de quedarme dormido.
Liesel tomó una decisión.
—Entonces te leeré y te abofetearé sí veo que te duermes. Cerraré el libro y te zarandearé hasta que despiertes.
Esa tarde Liesel le leyó a Max Vandenburg hasta bien entrada la noche. Al menos hasta las diez. Ahora despierto, Max estaba en la cama absorbiendo las palabras, pero cuando Liesel se tomó un breve descanso y aparcó
El repartidor de sueños
, al mirar por encima de las tapas vio que Max se había dormido. Nerviosa, lo tocó varias veces con el libro. Se despertó.
Volvió a dormirse en tres ocasiones más. En dos, consiguió despertarlo.
Los cuatro días siguientes, Max se despertó por las mañanas en la cama de Liesel, después junto al fuego y, al final, a mediados de abril, en el sótano. Su salud había mejorado, la barba había desaparecido y había recuperado un poco de peso.
En el mundo interior de Liesel, fue una época de gran alivio. En el exterior, parecía que las cosas empezaban a tambalearse. A finales de marzo llovieron bombas sobre un lugar llamado Lübeck. El siguiente fue Colonia y poco después le siguieron muchas otras ciudades alemanas, Munich incluida.
Sí, tenía al jefe encima.
«Acaba el trabajo, acaba el trabajo.»
Se acercaban las bombas… y yo con ellas.
Las últimas horas del 30 de mayo.
Estoy segura de que Liesel Meminger estaba profundamente dormida mientras más de un millar de bombarderos volaban hacia un lugar conocido como Colonia. Para mí, el resultado fue de unas quinientas personas. Otras cincuenta mil deambularon sin casa entre las fantasmagóricas pilas de escombros intentando dilucidar qué camino tomar y a quién pertenecían las ruinas de los hogares destrozados.
Quinientas almas.
Me las llevé en las manos, como si fueran maletas. O me las eché al hombro. Sólo llevé en brazos a los niños.
Cuando terminé, el cielo estaba amarillento, como un periódico en llamas. Si te fijabas bien, aún se leían los titulares que comentaban el desarrollo de la guerra y temas por el estilo. Cómo me hubiera gustado arrancarlo de allí, arrugar el cielo impreso y lanzarlo lejos. Me dolían los brazos y la cosa estaba que ardía, todavía quedaba mucho trabajo por hacer.
Como cabría esperar, muchos murieron al instante. Otros tardaron un poco más. Tenía que ir a más sitios, conocer más cielos y recoger más almas, por lo que volví a Colonia más tarde, poco después de que pasaran los últimos aviones. Y presencié algo excepcional.
Cargaba el alma carbonizada de una criatura adolescente cuando, muy seria, levanté la vista hacia lo que se había convertido en un cielo sulfúrico. Cerca había un grupo de niñas de diez años. Una de ellas señaló algo.
—¿Qué es eso?
Extendió un brazo y apuntó con un dedo al oscuro objeto que lentamente caía de lo alto. Al principio parecía una pluma negra, meciéndose, flotando. O una escama de ceniza. Luego se hizo más grande. La misma niña —una pelirroja con pecas de punto y aparte— insistió, esta vez con más énfasis.
—¿Qué es eso?
—Es un cuerpo —sugirió otra niña.
Cabello negro, trenzas y una raya en medio un poco torcida.
—¡Es otra bomba!
Demasiado lenta para ser una bomba.
Con el espíritu adolescente aún candente en mis brazos, los acompañé unos metros. Igual que las niñas, seguía atenta al cielo. Lo último que deseaba era bajar la vista hacia el rostro desamparado de mi adolescente.
Igual que al resto, me cogió por sorpresa la voz de un padre malhumorado ordenando a sus hijos que entraran en casa. La pelirroja reaccionó. Sus pecas se alargaron y se convirtieron en comas.