112. Causa y efecto.
Hablamos de «explicación»; pero el hecho que nos distingue respecto a los grados antiguos del conocimiento y de la ciencia es una «descripción». Describimos mejor, pero explicamos tan poco como nuestros predecesores. Donde el buscador ingenuo de las civilizaciones antiguas no veía sino dos cosas, la «causa» y el «efecto», como se decía, nosotros hemos descubierto una sucesión múltiple; hemos perfeccionado la imagen del devenir, pero apenas hemos ido más allá de esa imagen ni la hemos dejado atrás. En todo caso, la serie de «causas» resulta más completa a nuestros ojos, y concluimos que tal cosa debe producirse primero para que continúe tal otra. En cualquier proceso químico, la cualidad sigue pareciendo, al igual que antes, un «milagro», tal como todo movimiento continuo; nadie ha «explicado» el golpe. Por otra parte, ¿cómo íbamos a explicarlo? Operamos mediante cantidades de cosas inexistentes, líneas, superficies, cuerpos, átomos, tiempos, espacios divisibles. ¿Cómo podríamos explicar, si hacemos de todo una representación, nuestra representación? Basta considerar a la ciencia como una humanización relativa de las cosas; aprendemos a describirnos a nosotros mismos de una forma cada vez más justa, al describir las cosas y su sucesión. Probablemente la dualidad de la causa y el efecto no da nunca; en realidad, estamos ante un continuo del que aislamos algunos fragmentos, del mismo modo que no percibimos nunca sino puntos aislados en un movimiento que no vemos en su conjunto, contentándonos con suponerlo. Nos induce a error la forma repentina con la que un gran número de efectos se suceden unos a otros, —pero esto no es para nosotros más que algo repentino—. Una infinita multitud de procesos en este súbito segundo se nos escapa. Un intelecto que fuera capaz de ver la causa y el efecto, no de nuestra forma, es decir, como el ser dividido y fraccionado arbitrariamente, sino como un continuo, que pudiera, así, ver la corriente de acontecimientos, rechazaría la noción de causa y de efecto, y negaría toda condicionalidad.
113. Para la ciencia de los venenos.
Es necesario aglutinar demasiadas fuerzas para que nazca un pensamiento científico y a cada una hay que inventarla, ejercerla y cultivarla aisladamente. Si bien en su aislamiento estas fuerzas han ejercido frecuentemente un efecto distinto al que ejercen ahora, es en el interior del pensamiento científico donde se limitan y disciplinan mutuamente. Así, han actuado como veneno el impulso a dudar, el impulso a negar, el impulso a mantenerse a la expectativa, el impulso a coleccionar, el impulso a disolver. ¡Se ha necesitado del sacrificio de muchos hombres antes de que tales impulsos aprendiesen a comprender su coexistencia y a considerarse como funciones de un poder organizador en el seno de un mismo individuo! Y aún estamos lejos de que a su vez se unan al pensamiento científico las fuerzas artísticas y la sabiduría práctica de la vida, y de que se forme un sistema orgánico superior respecto al cual el sabio, el médico, el artista y el legislador, como ahora los conocemos, parezcan miserables reliquias.
114. Amplitud del elemento moral.
La imagen que vemos por primera vez es construida con ayuda de todas nuestras experiencias antiguas, según el grado de probidad y de equidad que tenemos cada vez. Hasta en el campo de la percepción sensible no hay más experiencias vividas que las morales.
115. Los cuatro errores.
El hombre ha sido educado por sus errores. En primer lugar, sólo se ha visto imperfecto; en segundo lugar, se ha atribuido cualidades imaginarias; en tercer lugar, ha sentido que ocupaba en la jerarquía de los seres un rango falso entre el animal y la naturaleza; en cuarto lugar, ha inventado continua mente nuevas escalas de valores que, por algún tiempo, consideraba eternas y absolutas, de forma tal que determinado impulso o estado humano se encontraban, cuando les llegaba el turno, enaltecidos por toda estimación. Si hacemos abstracción del efecto de estos cuatro errores, habremos hecho abstracción de las nociones de humanidad, de sentimientos humanos y de «dignidad humana».
116. El instinto gregario.
Donde exista una moral encontraremos una valoración y una jerarquía de los impulsos y de los actos humanos. Tales valoraciones y jerarquías son siempre la expresión de las necesidades de una comunidad, de una masa gregaria; lo que le es provechoso en primer lugar —y en segundo, y en tercero— constituye también el criterio supremo para valorar a cada individuo. Por la moral se ve arrastrado a ser función del rebaño y a no atribuirse valor más que a título de función. Como las condiciones de conservación de una comunidad eran muy diferentes de las de otra, hubo morales muy distintas; y considerando las refundiciones esenciales que sufrirán en el futuro las masas gregarias y las comunidades, los Estados y las sociedades, cabe profetizar el advenimiento de morales muy divergentes. La moral no es más que el instinto gregario que se da en el individuo.
117. Remordimiento gregario.
Durante los períodos más remotos y extensos de la humanidad, se daba un tipo de remordimientos totalmente distintos a los de hoy. Actualmente, uno no se siente responsable más que de lo que quiere y de lo que hace, y no se siente orgulloso sino de lo que se tiene; de hecho, todos nuestros juristas parten de ese sentimiento de placer y de satisfacción que el individuo encuentra en sí mismo como si estuviera ahí desde siempre la fuente del derecho. Pero durante el período más largo de la historia de la humanidad, no hubo nada más espantoso que sentirse un individuo aislado. Estar solo, tener una forma particular de sentir, no obedecer ni dominar, figurar como individuo no era antiguamente un placer sino un castigo; se lo condenaba a uno a «ser individuo». La libertad de pensar era considerada la enfermedad en sí. Mientras que nosotros percibimos la ley corno imposición y privación, entonces se veía al egoísmo como algo penoso, como una auténtica desgracia. En esa época iba en contra del gusto ser uno mismo, valorarse a sí mismo según pesos y medidas propios. Tender a esto hubiese sido considerado como una locura, pues el hecho de estar solo implicaba todas las miserias, todos los temores. En aquel tiempo, el «libre arbitrio» llevaba emparejada la mala conciencia; cuanto menos libremente se actuaba, cuanto más se expresaba en el acto el instinto gregario y no el sentido personal, más moral se consideraba uno. Todo lo que perjudicaba al rebaño, independientemente de que el individuo lo quisiera o no, procuraba en tiempos pasados remordimientos no sólo al individuo mismo, sino a su prójimo, ¡es decir, a todo el rebaño! En esto es en lo que más hemos modificado nuestro juicio.
118. Benevolencia.
¿Qué tiene de virtuoso el que una célula se transforme en función de otra más fuerte? Esta no puede obrar de otro modo. Y ¿qué tiene de malo que la más fuerte asimile a la más débil? Tampoco ésta puede hacer otra cosa. De este modo, para ella es una necesidad, pues aspira a una compensación abundante y trata de regenerarse. De acuerdo con eso, cabe distinguir en la benevolencia el impulso a la asimilación y el impulso a la sumisión (a dejarse asimilar), según sea el más fuerte o el más débil quien sienta la benevolencia. Placer y codicia se confunden en el más fuerte, que trata de convertir algo en su función propia; placer y voluntad de ser codiciado se identifican en el más débil, que desea convertirse en función. La compasión, a la vista del más débil, es esencialmente la primera de esas emociones, agradablemente sentida del impulso de asimilación. No hay que olvidar tampoco que las nociones de «débil» y de «fuerte» son relativas.
119. ¡Nada de altruismo!
Compruebo en muchas personas un excedente de fuerza y de placer que las inclina a convertirse en función; tienen un fino olfato para todos los puestos en que éstas pueden cumplir tina función y se apresuran a ocuparlos. En esta categoría figuran las mujeres que se convierten en la función de un hombre en quien esta función está débilmente desarrollada; de esta manera, aquellas llegan a ser el bolsillo, la política o la sociabilidad de dicho hombre. Tales seres se conservan mejor integrándose en un organismo extraño; si no pueden conseguirlo, se amargan, se irritan y se devoran a sí mismos.
120. Salud del alma.
Para que la fórmula predilecta de la terapia moral, cuyo autor fue Aristón de Chíos y según la cual «la virtud es la salud del alma», fuera aplicable, debería cambiarse en este sentido: «Tu virtud es la salud de tu alma». Pues no existe la virtud en sí, y todos los intentos por definirla de este modo han fracasado, lamentablemente. Lo que aquí importa es tu objetivo, tu horizonte, tus fuerzas, tus impulsos, tus errores y principalmente los ideales y los fantasmas de tu alma, lo que constituye un estado de salud, incluso para tu cuerpo. Así, hay incontables clases de salud del cuerpo; y cuanto más se permita al individuo particular e incomparable levantar la cabeza, más se olvidará el dogma de la «igualdad de Ios hombres», y más deberán desechar nuestros médicos la noción de salud normal, al igual que la de dieta normal y la de proceso normal de la enfermedad. Entonces llegaría el momento de reflexionar sobre la salud y la enfermedad del alma y de identificar la salud, propia de cada cual, con su salud personal. En última instancia, quedaría la gran cuestión de saber si podemos prescindir totalmente de la enfermedad, incluso para el desarrollo de nuestra virtud, y si en especial nuestra sed de conocimiento y de autoconocimiento no necesita tanto del alma enferma como del alma sana; en definitiva, si la voluntad de salud exclusivamente no es un prejuicio, una cobardía y quizás un resto de la barbarie y del estado retrógrado más sutiles.
121. La vida no es un argumento.
Hemos construido un mundo en el podemos vivir suponiendo cuerpos, líneas, superficies, causas y efectos, movimiento y reposo, forma y contenido; sin esos artículos de fe, ¡nadie soportaría vivir hoy! Pero no por ello están más demostrados. La vida no es un argumento; entre las condiciones de la vida podría figurar el error.
122. El escepticismo moral en el cristianismo.
El cristianismo ha contribuido también en buena medida a la Ilustración, en tanto ha enseñado el escepticismo moral de una forma muy penetrante y eficaz, a fuerza de acusar y de irritar, pero con una paciencia y una sutileza incansables. Ha destruido en cada hombre concreto la creencia en sus «virtudes» propias; ha hecho desaparecer para siempre aquellas grandes figuras virtuosas que tanto abundaban en la Antigüedad, aquellos hombres populares imbuidos de su perfección que se paseaban con aspecto de torero. Cuando nosotros, formados en la escuela cristiana del escepticismo, leemos hoy las obras morales de los antiguos, como las de Séneca y Epicteto, no dejamos de experimentar interiormente una superioridad momentánea y estamos llenos de comprensión y de captación íntimas; al leerlos nos parece oír hablar a un niño ante un anciano o a una muchacha hermosa y entusiasta ante La Rochefoucauld; ¡nosotros sabemos mejor en qué consiste la virtud! Pero, por último, hemos aplicado ese mismo escepticismo a todos los estados y procesos religiosos, como el pecado, los remordimientos, la gracia, la santificación y hemos dejado roer tan bien al gusano que cuando ahora leemos cualquier libro cristiano sentimos la misma superioridad y la misma perspicacia sutiles; ¡también sabemos mejor en qué consisten los sentimientos religiosos! Y es hora de conocerlos bien y de describirlos bien, ya que, asimismo, van a desaparecer los hombres piadosos de la antigua fe; ¡salvemos, por lo menos, su imagen y su tipo para el conocimiento!
123. El conocimiento es más que un medio.
El progreso de la ciencia se vería favorecido sin esta nueva pasión por el conocimiento. Es más, hasta ahora ha podido desarrollarse y crecer sin dicha pasión. La buena fe en la ciencia, el prejuicio que la favorece y que domina ahora en nuestros Estados (como antes dominó incluso en la Iglesia) se funda básicamente en el hecho de que esta tendencia absoluta e irresistible se ha manifestado muy raras veces en la ciencia y que la ciencia no pasa por ser precisamente una pasión, sino un estado, un
ethos
. A menudo basta el amor-placer del conocimiento (la curiosidad), basta el amor-vanidad, el hábito de la actividad científica, con la segunda intención de los honores y de la seguridad material, basta incluso para muchos que no sepan hacer otra cosa con su abundante ocio sino leer, coleccionar, clasificar, observar, y seguir relatando, pues su «impulso científico» es su aburrimiento. El papa León X (en el
Brevea Beroaldo
) cantó las alabanzas de la ciencia, calificándola como el más bello adorno, el mayor motivo de orgullo de nuestra vida, de noble ocupación en la felicidad y en la desgracia; «sin ella —dice finalmente— ninguna empresa humana tendría un punto sólido de apoyo, y aún con ella tales empresas quedan confiadas a una suerte demasiado cambiante e insegura». Pero este Papa suficientemente escéptico sabe silenciar, como los demás eclesiásticos que han alabado la ciencia, su forma sincera de juzgarla. Cabe entrever en sus palabras que sitúa a la ciencia por encima del arte, lo que es bastante singular en un amigo de las musas como él; a fin de cuentas, sólo por pura cortesía, no habla de lo que a su vez coloca por encima de toda ciencia: la «verdad revelada» y la «salvación eterna del alma»; a su lado, ¿qué son el adorno, el orgullo, el entretenimiento, la seguridad de la vida? La ciencia no es más que algo secundario, no es ni lo último ni lo absoluto, no es nada que sea digno de la pasión. Este juicio quedó oculto en el alma de León, ¡pero es el juicio que, a fin de cuentas, le merece la ciencia al cristianismo! En la Antigüedad, la dignidad y la consideración de la ciencia se hallaban disminuidas hasta el punto de que sus más celosos discípulos daban prioridad a la aspiración a la virtud y de que se creía que tributaban el mayor elogio al conocimiento cuando lo encomiaban como el mejor medió de la virtud. Pues bien, lo históricamente nuevo es que el conocimiento pretenda ser algo más que un medio.
124. En el horizonte de lo infinito.
Hemos dejado tierra, ¡nos hemos embarcado! Hemos cortado los puentes, o más aún, ¡hemos dejado la tierra atrás! Desde ahora, ¡ten cuidado, barcaza! A tu lado se extiende el océano; por supuesto, no siempre brama y a veces se despliega como seda y oro y como un ensueño de la bondad. Pero llegan horas en que reconocerás que no tiene límite y que no hay nada más espantoso que el infinito. ¡Pobre pájaro que te sentiste libre y que ahora chocas con los barrotes de semejante jaula!