22. El orden del día del rey.
Empieza el día. Empecemos a ordenar, entonces, los asuntos y los placeres de nuestro agraciado monarca que, a estas horas, todavía está durmiendo. Su Majestad encontrará hoy mal tiempo; pero no estamos hablando del clima, sino que hoy le daremos a los asuntos un poco más de solemnidad y al placer un poco más de suntuosidad que de otro modo no sería necesario. Tal vez Su Majestad se encuentra enfermo; a la hora del desayuno, entonces, le daremos la última buena nueva de la noche de ayer, la llegada del señor de Fontaigne, que con tanta gracia sabe bromear sobre su enfermedad —padece de cálculos—. Recibiremos a algunas personas (y me pregunto qué diría al oír este calificativo la vieja y obesa niñera que se encuentre entre ellas. «¡No soy una persona —diría—, soy la cosa en sí!») y la recepción será más larga de lo que convenga a cada uno, lo que dará pie para hablar de aquel poeta que inscribió sobre su puerta: «Quien entre me honrará; quien no entre… me dará una satisfacción». ¡Qué manera más cortés de decir una impertinencia! Pero, tal vez, dicho poeta tenga toda la razón para ser descortés; se dice que sus versos son mejores que los de tal versificador. ¡Pues bien!, que haga muchos otros y se retire lo que más pueda del mundo, ¿no es éste el sentido de su pertinente impertinencia? Un príncipe, en cambio, es siempre más valioso que sus versos, aunque… Pero ¿qué hacemos? Hablamos de cosas frívolas y toda la corte se imagina que estamos trabajando y rompiéndonos la cabeza; ¡no se ve otra luz del día que la que ilumina en nuestra ventana! ¡Atención! ¿No era eso la campana? ¡Al diablo! Empieza el día y la danza, y no sabemos nada de sus vueltas. De modo que habrá queimprovisar —¡todo el mundo improvisa su jornada! ¡Hagamos, entonces, hoy, lo que hacen todos!—. Y al llegar a este punto se desvaneció mi extraño sueño matinal, probablemente a causa de las fuertes campanadas del reloj de la torre que, con toda la gravedad que lo caracteriza, señalaba las cinco. Me parece que esta vez el dios de los sueños ha querido burlarse de mis hábitos. Tengo efectivamente la costumbre de empezar el día haciéndome un listado de cosas para buscar la forma de que me resulte soportable, y es probable que a menudo lo haga de una manera demasiado formal y demasiado principesca.
23. Los síntomas de la corrupción.
Detengámonos a observar en el interior de las condiciones sociales, necesarias en algunas ocasiones, los síntomas que son calificados de «corrupción». Desde que de algún modo se introduce la corrupción, comienza a predominar una superstición de diversos aspectos, mientras que se degrada y se vuelve impotente la creencia que hasta entonces profesaba un pueblo en su totalidad: la superstición es efectivamente un librepensamiento de segundo orden, quien se entrega a ella opta por un determinado número de formas y de fórmulas que le convienen, concediéndose a sí mismo el derecho a elegir. En comparación con el individuo religioso, el supersticioso es mucho más «personal». Una sociedad supersticiosa contará con muchos individuos y en ella se manifestará un anhelo de individualidad. Desde esta perspectiva, la superstición aparece siempre como un progreso frente a la creencia y como una señal de que el intelecto se ha vuelto más independiente y quiere afirmar su derecho. Es entonces cuando se quejan de la corrupción los adoradores de la antigua religión, los defensores de la religiosidad, cuando hasta ese momento eran ellos quienes habían creado la terminología usual y desacreditado la superstición, incluso entre los espíritus más libres. Tengamos en cuenta que la superstición es un síntoma de la ilustración (
aufkärung
). En segundo lugar, se acusa de relajamiento a la sociedad en la cual la corrupción gana terreno; y es evidente que en ella disminuyen el aprecio de la guerra y la afición a ésta, mientras que de ahora en más se aspira a las comodidades de la vida con el mismo fervor con el que antes se aspiraba a los honores gimnásticos y guerreros. Pero, habitualmente, no se tiene en cuenta el hecho de que las viejas energías, las viejas pasiones del pueblo, cuyas maravillosas expresiones eran la guerra y los torneos, son ahora menos palpables por haberse convertido desde ese momento en innumerables pasiones de la vida privada. Hasta es probable que en una situación de «corrupción», el poder y la violencia de la energía que despliega un pueblo sean en ese momento mayores que nunca, y que el individuo derroche entonces esa energía de un modo que no hubiese podido hacerlo antes, porque no era lo suficientemente rico como para hacerlo. Precisamente, en épocas de «relajamiento», la tragedia frecuenta las casas y recorre las calles, surgen grandes amores y grandes odios y asciende fulgoroso al cielo el fuego del saber. En tercer lugar, se tiende a considerar, para compensar de algún modo los inconvenientes de la superstición y del relajamiento, que en estas épocas de corrupción existe una mayor dulzura que en las precedentes y que, en comparación con las épocas más creyentes y fuertes, la crueldad ha retrocedido considerablemente. Pero yo no podría sumarme a esta forma de alabanza, como tampoco podría hacerlo a censuras semejantes; sólo aceptaré que ahora la crueldad se hace más sofisticada y que en adelante sus formas más antiguas atentan contra el buen gusto, aunque en épocas de corrupción las heridas y torturas mediante palabras y miradas alcanzan su pleno desarrollo; asimismo, en tales épocas se crean tanto la maldad como el placer por la maldad. Los hombres de la corrupción son muy ingeniosos y agresivos; saben que existen otras maneras de matar diferentes a las causadas por un puñal y un golpe de mano, y no desconocen que todo lo que se dice bien goza de credibilidad. En cuarto lugar, desde que «se corrompen las costumbres» surgen sobre todo esos seres reconocidos como tiranos; son los precursores, las primicias de los individuos. Un poco más de tiempo y aparece en el árbol de un pueblo esta fruta madura y dorada, pues este árbol existía sólo para producir semejantes frutas. Cuando la descomposición alcanza el mayor grado, justo como la lucha entre tiranos de todo tipo, surge entonces el César, el tirano definitivo, que pone fin al conflicto agotado por el dominio exclusivo de uno solo, dejando que el cansancio actúe por su cuenta. A su llegada, el individuo está ya en plena madurez y, por consiguiente, la «cultura» ha alcanzado su más grande estado de fecundidad (si bien no a causa de él ni por él, aunque a los hombres sumamente cultos les gusta adularla haciéndose pasar por obra suya). Pero lo cierto es que necesitan paz exterior, pues llevan en sí su inquietud y su trabajo. En tales tiempos, la venalidad y la traición están muy arraigadas, pues el amor al
ego
que recién se descubre es mucho más peligroso en este momento que el amor a la «patria» vieja, gastada y muerta a fuerza de palabras. Y la necesidad de asegurarse contra los terribles vaivenes de la suerte hace que hasta las manos más nobles se ofrezcan en cuanto un hombre poderoso se muestre dispuesto a derramar en ellas su oro. En ese instante se descubre una gran incertidumbre respecto del futuro que se vive para el presente; es un estado anímico en relación con el cual todos los seductores disponen de buenas oportunidades de juego, en tanto que la seducción y la corrupción se dejan para «el presente», ¡reservándose el futuro y la virtud! Los individuos, esos auténticos «en sí» y «para sí», se preocupan del momento más de lo que lo hacen sus oponentes, los hombres gregarios, pues se consideran a sí mismos tan imprevisibles como el futuro. De esta manera, se unen con gusto a los violentos, pues se sienten capaces de actuar y disponen de recursos que la masa no comprendería ni perdonaría, mientras que, por otro lado, descubren que el César extiende el concepto de derecho del individuo hasta incluir también sus transgresiones, y que le interesa convertirse en el intérprete de una moral privada más audaz. El tirano piensa de sí mismo, y quiere también que los demás piensen, lo que a su modo dijo Napoleón de una manera totalmente clásica: «Tengo el derecho a contestar todas las quejas que me hagan con un eterno “yo soy el que soy”. Yo estoy al margen de todos, no acepto condiciones de nadie. Deben someterse a todos mis caprichos y estimar como absolutamente natural que me entregue a tales o cuales distracciones». Así le aseveró Napoleón a su esposa, un día que ella puso en duda, no sin fundamento, la fidelidad conyugal de su marido.
En las épocas de corrupción caen los frutos del árbol; me refiero a los individuos, portadores de las semillas del futuro, instigadores de la colonización espiritual y de la formación de nuevos órganos del Estado y de la sociedad. La palabra corrupción no es sino un término despectivo para hacer referencia a las épocas otoñales de un pueblo.
24. Diferentes descontentos.
Los débiles y los afeminados que existen entre los descontentos son naturalezas sensibles a la belleza y a la profundización de la vida; los fuertes, continuando con la misma metáfora, representan el elemento viril que hay entre ellos, quieren la mejoría y la seguridad de la vida. Los primeros muestran su debilidad y su femineidad cuando por un tiempo permiten que se abuse de ellos y se inclinan a la embriaguez y al entusiasmo, aunque en realidad no se sientan jamás satisfechos y padezcan una insatisfacción incurable; además, favorecen a todos los que se dedican a fabricar sedantes y consoladores narcóticos, y dado que sienten aversión hacia quienes sitúan al médico por encima del sacerdote, ¡ayudan a perpetuar las calamidades reales! Si no hubiese habido en Europa, desde la época medieval, una cantidad innumerable de insatisfechos de este tipo, tal vez no se hubiera desarrollado nunca la famosa capacidad europea de estar continuamente cambiando, pues las exigencias de los descontentos viriles son demasiado burdas y en el fondo demasiado modestas para que no puedan satisfacerse definitivamente. China ofrece el ejemplo de un país en donde la insatisfacción de gran envergadura y la capacidad para el cambio se extinguieron hace siglos. Y los socialistas y los idólatras del Estado en Europa, con sus medidas para mejorar la vida y hacerla más segura, podrían conducirnos a la situación de China, a una «felicidad» china, dado que exterminan de antemano esa insatisfacción y ese romanticismo tan morbosos, delicados y afeminados que, por el momento, siguen existiendo bajo múltiples aspectos. Europa es una enferma que debería estar sumamente agradecida a su incurabilidad y al eterno cambio de su sufrimiento; estas situaciones, estos peligros, estos dolores y estos recursos, al estar renovándose continuamente, han acabado por provocar esa irritabilidad intelectual que casi equivale al genio y que, en todo caso, es la madre de todo genio.
25. No predestinado al conocimiento.
Hay una forma estúpida y bastante frecuente de humildad, de la que basta que se esté afectado para ser definitivamente inepto para aprehender el conocimiento. En el momento en que un hombre de esta clase percibe algo sorprendente, da media vuelta diciéndose: «Es un error. ¿Dónde tenía puestos mis sentidos? ¡Esto no puede ser verdad!». Y desde ese instante, en lugar de volver a mirar al objeto más de cerca y de escuchar con mayor detenimiento, escapa como intimidado por el objeto insólito y trata de desechar sus pensamientos. Pues persiste en él una ley interior que le hace decir: «No quiero ver nada que esté en contra del sentido común. ¿Estoy hecho yo para descubrir nuevas verdades? Demasiadas antiguas existen ya».
26. ¿Qué significa vivir?
Vivir quiere decir arrojar constantemente lejos de uno aquello que tiende a morir; vivir quiere decir ser cruel e inmisericordioso con todo lo que hay de débil y de perimido en nosotros, y no sólo en nosotros. ¿Sería, entonces, vivir, ser despiadado con los que agonizan, los miserables y los viejos?, ¿ser constantemente un asesino? Y, sin embargo, el viejo Moisés dijo: «¡No matarás!».
27. El que renuncia.
¿Qué hace el que renuncia? Aspira a un mundo superior, quiere proseguir su vuelo más alto y más lejos que el de todos los que se afirman. Se desprende de muchas cosas que entorpecerían su accionar, pese a que más de una resulta valiosa y deseada a sus ojos. No importa, las sacrifica a su anhelo de altura. Esta forma de sacrificio, de arrojar por la borda, constituye el único aspecto visible de su persona; por este aspecto suyo se dice que renuncia y por eso se nos presenta vestido de tela, como el espíritu mismo de la mortificación. Es evidente que lo satisface el efecto que causa; quiere esconder su ambición, su orgullo, su intención de alejarse volando por encima de nosotros. No caben dudas de que es más astuto de lo que pensamos, ¡y se muestra tan cortés con nosotros… este sujeto firme! Pues esto es realmente, a pesar de su renuncia.
28. Hacer daño con lo mejor que se tiene.
Nuestras fuerzas nos impulsan a veces tan lejos que no podemos soportar nuestras debilidades y morimos, a pesar de que lo prevemos con claridad, sin desear ningún otro final. Por eso nos endurecemos con respecto a aquellas pertenencias que más bien deberían ser atendidas, y es que nuestra grandeza consiste en esta falta de misericordia. Semejante experiencia que acabamos pagando con nuestra vida es un símbolo de la influencia general que los grandes hombres ejercen en otros y en su época; precisamente con lo mejor que tienen, con lo que sólo ellos son capaces de hacer, arruinan a muchos seres débiles, inseguros, en pleno aflorar de la vida y llenos de voluntad. Por eso son perjudiciales tales hombres. Porque llegado el momento no van a hacer otra cosa, ya que lo mejor que tienen es recibido y, por así decirlo, absorbido únicamente por quienes pierden con ello la razón y la autoconciencia, como si estuvieran bajo el efecto de una bebida demasiado fuerte. Estos son quienes, de tan borrachos, no pueden hacer sino romperse los miembros en todas las pistas falsas a las que los arrastra su embriaguez.
29. Mentiras retrospectivas.
Cuando en Francia se empezaron a combatir las tres unidades de Aristóteles, y por consiguiente también a defenderlas, se pudo volver a ver algo a menudo verificable, aunque con malestar; seinventaron razones a partir de las cuales se debían mantener dichas leyes, para no reconocer sencillamente que se estaba habituado a su imposición y que ya no se quería cambiarlas. Lo mismo sucede desde siempre en el seno de toda moral y de toda religión imperantes; las razones y las intenciones que estarían detrás de un hábito no son atribuidas sino por una mentira retrospectiva, desde el momento en que algunos empiezan a criticar un hábito y a interrogarse sobre sus intenciones y sus razones. En esto consiste la enorme falta de probidad de los conservadores de todos los tiempos; son mentirosos retrospectivos.