La gaya ciencia (2 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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IV

Para acabar, no he de dejar de decir lo esencial: de semejantes abismos, de semejante enfermedad grave, como también de la enfermedad de la sospecha grave, se vuelve regenerado, con una piel nueva, más delicada, más maliciosa; con un gusto más refinado para la alegría; con un paladar más delicado para todo Yo bueno; con unos sentidos más gozosos; con una segunda y más peligrosa inocencia en el goce, más ingenua a la vez y cien veces más refinada de lo que nunca lo había sido antes. ¡Oh, qué repugnante, tosco, insípido y apagado nos resulta ahora el goce tal como lo entienden los vividores, nuestras «gentes cultivadas», nuestros ricos, y nuestros gobernantes! ¡Con qué malicia presenciamos en lo sucesivo el bullicio de feria donde el «hombre cultivado», el ciudadano, se deja hoy violentar por el arte, los libros y la música para experimentar «goces espirituales», ayudándose de brebajes espiritosos! ¡Cómo nos rompe los oídos el grito teatral de la pasión! ¡Qué distinta se vuelve a nuestro gusto toda esa confusión de los sentidos que aprecia el populacho cultivado con todas sus aspiraciones a lo inefable, a la exaltación a lo rebuscado! ¡No! Si los convalecientes seguimos necesitando un arte, será un arte totalmente diferente —un arte irónico, ligero, fugitivo, divinamente desenvuelto, divinamente artificial que, como una brillante llama, resplandezca en un cielo sin nubes! Sobre todo, un arte para artistas, ¡sólo para artistas! Respecto a ello sabemos mejor qué es, ante todo, indispensable en ese arte: ¡la alegría, toda clase de alegría, amigos míos!, incluso como artistas—; me gustaría probarlo. Los hombres conscientes sabemos en adelante demasiado bien ciertas cosas; ¡oh!, ¡qué bien aprendemos en lo sucesivo a olvidar, a no saber en cuanto artistas! Y en lo tocante a nuestro futuro, difícilmente se nos verá tras las huellas de esos jóvenes egipcios que turban durante la noche el orden de los templos, que se abrazan a las estatuas y que se empeñan por encima de todo en devolver, en descubrir, en sacar a la luz del día lo que por buenas razones se mantiene en secreto. No, de ahora en adelante nos horroriza ese mal gusto, esa voluntad de verdad, de «la verdad a cualquier precio», ese delirio juvenil en el amor de la verdad; somos demasiado aguerridos, demasiado graves, demasiado alegres, demasiado probados por el fuego, demasiado profundos para ello… Ya no creemos que la verdad siga siendo tal una vez que sede ha despojado de su velo; hemos vivido demasiado para creer en eso. Hoy en día es para nosotros una cuestión de decencia no poder verlo todo al desnudo, ni asistir a toda operación, ni querer comprenderlo y «saberlo» todo. «¿Es cierto que Dios nuestro Señor está en todas partes? —preguntaba una niña pequeña a su madre—, porque a mí eso me parece indecente.» ¡Buena lección para los filósofos! Deberíamos respetar más el pudor con el que la naturaleza se oculta tras enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿No será la verdad una mujer cuya razón de ser consiste en no dejar ver sus razones? ¿Sería Baubó su nombre, por decirlo en griego?… ¡Oh, aquellos griegos! Sabían lo que es vivir; lo cuál exige quedarse valientemente en la superficie, en la epidermis; la adoración de la apariencia, la creencia en las formas, en los sonidos, en las palabras, ¡en todo el Olimpo de la apariencia! Aquellos griegos eran superficiales… ¡por profundidad! ¿Y no volvemos precisamente a eso, nosotros, los espíritus audaces, que hemos escalado la cumbre más elevada y peligrosa del pensamiento contemporáneo y que, desde arriba, hemos inspeccionado el horizonte, habiendo mirado hacia abajo desde esa altura? ¿No somos en eso… griegos? ¿Adoradores de formas, de sonidos, de palabras y, por consiguiente, artistas?

En camino, cerca de Génova, otoño de 1886.

Friedrich Nietzsche

LIBRO PRIMERO

1. Los doctrinarios del fin de la existencia.

Por más que reflexione acerca de los hombres, acerca de todos y de cada uno en particular, no los veo nunca más que ocupados en una tarea, en hacer lo que beneficia a la conservación de la especie. Y ello no por un sentimiento de amor a esta especie, sino sencillamente porque no hay nada tan inveterado, poderoso, inexorable, e irreductible que este instinto, porque este instinto es precisamente la esencia de la especie gregaria que somos. Si, con la miopía habitual, uno se pone a clasificar a sus semejantes como se suele hacer, en hombres útiles y nocivos, y en buenos y malos, a fin de cuentas, tras una madura reflexión sobre el conjunto de la operación, se acaba desconfiando de esa forma de depuración y de encasillamiento y se renuncia a ella. El hombre, incluso el más nocivo, es quizás también el más útil desde el punto de vista de la conservación de la especie, pues conserva en sí mismo, o por su influencia en otros, impulsos sin los cuales la humanidad se habría debilitado y corrompido desde mucho tiempo atrás. El odio, el placer de destruir, el deseo de rapiña y de dominación y todo lo que en general se considera malvado pertenece a la asombrosa economía de la especie, a una economía indudablemente costosa, derrochadora y, por línea general, prodigiosamente insensata; pero que puede probarse que ha conservado a nuestra especie hasta hoy. Yo no sé, mi semejante y querido prójimo, si ni siquiera puedes vivir en detrimento de la especie, es decir, de una forma «irracional», «malvada»; lo que hubiera podido dañar a la especie tal vez desapareció hace muchos siglos y hoy pertenece al orden de cosas que ni Dios podría concebir. Si obedeces a tus tendencias mejores o peores —y, sobre todo, si caminas hacia tu perdición—, en cualquier caso, serás sin duda alguna un promotor, un benefactor de la humanidad y por este título tendrás derecho a que te alaben… y por ende, a que te ataquen quienes te desprecian. Pero nunca encontrarás a alguien que sepa burlarse de ti, individuo particular, ni siquiera de lo mejor que hay en ti, y que te haga sentir, como lo exigiría la verdad, ¡tu miseria de mosca y de renacuajo! Efectivamente, para saber reírse de uno mismo, como habríamos de reírnos, de un modo que saliera del fondo de la verdad plena, —los mejores espíritus no han tenido hasta hoy el suficiente sentido de la verdad, ni los más dotados el genio necesario—. ¡Quizás la risa tiene también un futuro! Y será cuando la tesis «la especie lo es todo, lo particular no es nada» se haya encarnado en la humanidad y todos tengan acceso en cualquier momento a esta liberación última, a esta irresponsabilidad última. Es posible que entonces la risa vaya unida a la sabiduría, es posible que entonces no haya más ciencia que «la gaya ciencia». Pero por el momento las cosas siguen siendo de otro modo, la comedia de la existencia no ha tomado aún «conciencia de sí misma», y todavía estamos en la época de la tragedia, en la época de las morales y de las religiones. ¿Qué significa la constante aparición de esos fundadores de morales y de religiones, de esos instigadores a la lucha por el triunfo de criterios morales, de esos maestros de casos de conciencia y de guerras de religiones? ¿Qué significan esos héroes en este escenario? Porque hasta ahora han sido los héroes de este escenario; y todo lo demás que, por algún tiempo, era lo único visible e inmediato para nosotros, no ha servido nunca sino para la preparación de esos héroes, ya sea como tramoya y decorado, ya sea para representar los papeles de confidentes y ayudantes de orquesta (los poetas, por ejemplo, han sido siempre los ayudantes de orquesta de alguna moral). Ni que decir tiene que esos trágicos trabajan igualmente en interés de la especie, aunque puedan pensar que trabajan en interés de Dios y como enviados suyos. También ellos favorecen la vida de la especie, favoreciendo la creencia en la vida. "Vale la pena vivir —proclaman todos ellos—, esta vida tiene un significado, ¡fíjense que hay algo detrás de ella y debajo de ella!" Ese instinto que actúa de un modo regular, tanto en el hombre más iluminado como en el más vulgar, ese instinto de conservación de la especie, surge en diferentes intervalos bajo la forma de la razón y de la pasión del espíritu, encontrándose entonces acompañado de brillantes motivos y tendiendo a hacer olvidar con todas sus fuerzas que en realidad no es más que impulso, instinto, locura, falta de fundamento. La vida debe ser amada, ¡en efecto! El hombre debe favorecerse a sí mismo y favorecer a su prójimo, ¡en efecto! Cualquiera que sean las definiciones presentes y futuras de todos esos «debe», de todos esos «en efecto». Y entonces, para que lo que se produce necesariamente y por sí mismo siempre, y sin ningún fin, parezca de ahora en más que tiende a una meta determinada y adquiera para el hombre la evidencia de una razón y de una ley última, entra en escena el maestro de la moral, con su doctrina del «fin de la existencia»; para ello inventa otra segunda existencia y por medio de su nueva mecánica saca a la vieja existencia ordinaria de sus antiguos y normales goznes. ¡Indudablemente! No quiere de ninguna manera que nos riamos de la existencia, ni de nosotros mismos y… menos aún de él; para el individuo es siempre un individuo, algo primero y último, además de inmenso; para él no hay especie, ni sumas, ni ceros. Por más locas y delirantes que sean sus invenciones y sus valoraciones, por más que desconozca la marcha de la naturaleza y niegue sus condiciones —y todas las éticas han sido siempre insensatas y contrarias a la naturaleza, en un grado tal que cada una de ellas hubiese podido arruinar a la humanidad en el caso de que se hubiese adueñado de ella—, siempre que «el héroe» entraba en escena se conseguía algo nuevo: la horrible contrapartida de la risa, la honda conmoción de muchos individuos ante el pensamiento siguiente: «Sí, ¡vale la pena vivir!; sí, ¡merezco vivir!».

La vida, yo mismo, tú y todos en general nos hemos vuelto interesantes los unos para los otros, durante algún tiempo. Es innegable que a la larga y hasta nueva orden la risa, la razón y la naturaleza han acabado dominando a todos estos doctrinarios de la «finalidad»; la breve tragedia ha acabado convirtiéndose siempre en la eterna comedia de la existencia y, necesariamente, «las olas de innumerables carcajadas» —por decirlo con palabras de Esquilo— terminan batiendo también a los mayores de estos trágicos. Pero en conjunto, a pesar de toda esta risa cuya virtud radica en corregir, la continua reaparición de estos doctrinarios de la finalidad de la existencia no ha podido menos que modificar la naturaleza humana. Y esta naturaleza tiene en adelante una necesidad más: precisamente la necesidad de la constante reaparición de tales doctrinarios, de tales doctrinas de la «finalidad». El hombre se ha ido convirtiendo poco a poco en un animal extravagante que, más que ningún otro animal, piensa que satisface una necesidad vital: es necesario que de vez en cuando el hombre crea saber por qué existe, ¡su especie no podría prosperar sin una confianza periódica en la vida!, ¡sin creer que existe una razón en el seno de la vida! Y, periódicamente, el género humano no dejará de proclamar: «¡Hay algo de lo que no nos está permitido reírnos de ninguna manera!». Y el amante más prudente del género humano añadirá: «¡No sólo la risa y la alegre sabiduría forman parte de los medios y de las necesidades de la conservación de la especie, sino también el carácter trágico con toda su inefable insensatez!». Y ¡por consiguiente! ¡Por consiguiente! ¡Por consiguiente! Pero ¿comprenden lo que quiero decir, hermanos míos? ¿Entienden esta nueva ley del flujo y del reflujo? También a nosotros nos llegará nuestra hora.

2. La conciencia intelectual.

Constantemente tengo la misma sensación y constantemente me resisto a su evidencia, no quiero creerla aunque el hecho sea palpable para mí: «la mayor parte de los hombres carece de conciencia intelectual». A menudo me ha parecido que quien exige semejante conciencia se ve obligado a vivir, en la más poblada de las ciudades, tan solitario como en un desierto. Todos te miran con ojos atónitos y siguen manejando su vehículo, llamando bueno a esto y malo a aquello; nadie se pone colorado de vergüenza si le haces ver que esas pesas no tienen el peso requerido —lo que, por otra parte, tampoco ocasiona indignación alguna contra ti; tal vez se rían de tus dudas—. Quiero decir que la mayoría no considera despreciable creer en esto o en aquello y adecuar a ello su forma de vida, sin haber tomado conciencia antes de las razones últimas y más ciertas a favor y en contra, sin preocuparse siquiera de dar posteriormente semejantes razones; y los hombres más dotados, las mujeres más nobles, pertenecen también a esta categoría de la «mayoría». Pero ¿qué importancia tienen el buen corazón, la sutileza y el carácter, si el hombre que ostenta semejantes virtudes tiene sentimientos débiles respecto a su creencia y a su juicio, si el deseo de certeza no ofrece a sus ojos el valor del anhelo más íntimo y de la más profunda necesidad, siendo esto lo que separa a los hombres superiores de los inferiores? He descubierto en algunas personas piadosas un odio hacia la razón, que he sabido agradecerles, ¡pues al menos develaban una mala conciencia intelectual! Pero estar en medio de esta
rerum concordia discors
, de toda la admirable incertidumbre y pluralidad de la existencia y no interrogar ni temblar de ansia y de deseo de interrogar, no odiar siquiera al interrogador, burlarse quizás hasta el hartazgo de sus preguntas: eso es lo que me parece despreciable, y este sentimiento es lo que busco antes que nada en todo hombre. No sé qué locura me convence siempre de que todo individuo, en tanto hombre, experimenta este sentimiento. Es mi forma de ser injusto.

3. Noble y vulgar.

A las personas vulgares todos los sentimientos nobles y generosos les parecen faltos de utilidad práctica y, por lo tanto, totalmente sospechosos. Cuando oyen hablar de ellos, guiñan los ojos como si dijeran: «alguna ventaja tendrán, pero no se La ve por ninguna parte». Están llenos de desconfianza contra el hombre noble, de quien sospechan que busca su provecho por caminos desviados. Aun si llegan a quedar realmente convencidos de que no existen intereses ni ganancias personales, el hombre noble aparecerá ante sus ojos como una especie de loco: desprecian su alegría y se burlan del brillo de sus ojos. «¿Cómo puede uno alegrarse cuando sufre un perjuicio? ¿Cómo exponerse aun sabiendo que va a recibirlo? No hay más remedio que pensar que el noble afecto se debe a una enfermedad de la razón». Así piensan y observan con un aire de desprecio, con ese desprecio que sienten hacia la alegría que el loco experimenta con su idea fija. En este sentido, la persona vulgar se caracteriza por no perder nunca de vista su beneficio y por el hecho de que este pensamiento utilitario y provechoso es más fuerte que los mayores impulsos; no se deja engañar en modo; alguno a causa de sus impulsos realizando actos inútiles y es en esto que consiste su sabiduría y su amor propio. En comparación con ella, la persona superior es más irracional, pues el ser noble y generoso, al sacrificarse a sí mismo, sucumbe en realidad a sus propios impulsos y, en sus mejores momentos, deja su razón en suspenso. Un animal que arriesga su vida para proteger a sus crías o que, en época de celo, sigue a la hembra hasta la muerte, deja también su razón en suspenso, pues está totalmente dominado por el goce que le producen sus crías o la hembra y por el temor de verse privado de ese goce, convirtiéndose en más estúpido de lo que es comúnmente, igual que le sucede al ser noble y generoso. Este último experimenta intensamente ciertos sentimientos de goce o de repulsión, de forma tal que el intelecto queda reducido al silencio, o se coloca al servicio de ellos; en ese ser el corazón ocupa entonces el lugar de la cabeza y desde ese momento sólo puede hablarse de «pasión» (a veces también se produce, sin duda, el fenómeno contrario, una especie de «retroceso de la pasión», por ejemplo, en el caso de Fontenelle, a quien alguien le dijo poniéndole la mano en el corazón: «Lo que usted tiene aquí, amigo mío, es también cerebro»). La sinrazón o la razón pervertida de la pasión es lo que el vulgo desprecia en el ser noble, debido a que dicha pasión se dirige a objetos cuyos valores aparecen como absolutamente quiméricos y arbitrarios. Aunque le moleste ver que alguien sucumbe a la pasión del estómago, entiende plenamente la tiranía de este tipo de placer; por el contrario, no llega a comprender, por ejemplo, que alguien pueda arriesgar su salud y su honor por un amor apasionado hacia el conocimiento. El gusto de las naturalezas superiores se dirige a las excepciones, a objetos que por lo general permanecen indiferentes y parecen insulsos; la naturaleza superior tiene un juicio de valor singular. Pero, corrientemente, dada la idiosincrasia de su gusto, la naturaleza superior no cree que está juzgando según un criterio singular, sino que más bien establece sus propios valores y contravalores como si tuvieran un sentido absoluto,, por lo que cae en lo incomprensible y lo irrealizable. Es sumamente raro que una naturaleza superior tenga la suficiente razón como para entender y tratar a las personas comunes en tanto tales; lo más frecuente es que crea que su pasión es la pasión secreta de todos, y esta creencia es precisamente lo que la llena de ardor y de elocuencia. Si semejantes hombres excepcionales no se consideran a sí mismos como tales, ¿cómo podrían entender los caracteres vulgares y apreciar equitativamente la regla? De este modo, también ellos hablan de la locura de la inconveniencia y de los sueños fantásticos de la humanidad, llenándose de admiración ante el rumbo insensato de este mundo y ante su renuncia a aceptar «lo único necesario». En esto radica la eterna injusticia de los nobles.

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