57. A los realistas.
Ustedes, sobrios, que se sienten inmunes a la pasión y al delirio y que harían gustosos de su propio vacío un motivo de orgullo y de gala, se denominan realistas y pretenden que el mundo sea como se les ocurra, pues consideran que sólo a ustedes se les revela la realidad, y que tal vez son lo mejor de ella; ¡oh, amadas imágenes de Sais! Pero, en la desnuda condición en la que se hallan, ¿no son ustedes, en cualquier caso, naturalezas sumamente apasionadas comparados con los peces, e incluso parecidos a un artista enamorado? y, además, ¿qué es la «realidad» para un artista enamorado? ¡No dejan de llevar dentro de ustedes una forma de apreciar las cosas que tiene su origen en pasiones y amores de pasados siglos! ¡Esa propia sobriedad sigue impregnada aún de una embriaguez secreta e inextinguible! El amor que profesan a la «realidad», por ejemplo, no es sino un «amor» antiguo, ¡tan antiguo! En toda sensación, en toda impresión sensible reside una parte de ese antiguo amor, ya que han sido elaboradas, entremezclándose con ellas, por una cierta dosis de fantasía, de prejuicios, de irracionalidad y de no sé cuántas cosas más. ¡Miren esa montaña!
¡Observen esa nube! ¿Qué hay de «real». en ellas? ¡Hagan abstracción, hombres sobrios, de la visión quimérica y de toda aportación humana! ¡Si pudieran al menos olvidar su propio origen, su propio pasado, su formación anterior, toda la humanidad y la animalidad! Para nosotros no hay «realidad» —ni tampoco para ustedes, sobrios—. Estamos lejos de ser tan extraños los unos a los otros como procuran, y hasta quizás nuestra buena voluntad de salir de la embriaguez sea tan respetable como la creencia suya de que ni siquiera son capaces de emborracharse.
58. ¡Sólo en cuanto creadores!
Hay algo que me cuesta, que no deja de requerir de mí siempre los mayores esfuerzos: comprender que es muchísimo más importante saber cómo se llaman las cosas, que lo que las cosas son. La creencia en la reputación, el nombre, la apariencia, el valor, el peso y la medida habituales de una cosa —que en un principio fueron algo erróneo y arbitrario que cubrió a la cosa como tina capa totalmente extraña a su naturaleza e incluso a su epidermis—, la creencia en todo esto, digo, transmitida de generación en generación, se fue convirtiendo en el cuerpo de esa cosa en solidaridad de algún modo con su crecimiento más íntimo; ¡la apariencia primitiva acaba siempre convirtiéndose en la esencia y actuando como tal! ¡Qué locura supone pretender que bastaría denunciar ese origen, ese velo nebuloso de la ilusión para aniquilar ese mundo que consideramos esencial y al que llamamos «realidad».! ¡Sólo podemos aniquilar siendo creadores! Pero no olvidemos tampoco esto: que basta crear nuevos nombres, nuevas valoraciones y verosimilitudes para crear, a la larga, «cosas». nuevas.
59. Nosotros, los artistas.
Cuando amamos a una mujer, odiamos con facilidad a la naturaleza por los repugnantes fenómenos naturales a los que se encuentra sometida toda hembra, por eso simplemente los apartamos gustosos de nuestros pensamientos. Pero si nuestra alma roza apenas esas cosas, se estremece de impaciencia y mira, como sostengo, a la naturaleza con un aire de desprecio; la naturaleza, que parece violar el bien que poseemos, nos ofende con manos profanas era extremo. Cerramos los oídos a todo término fisiológico y decimos por nuestra parte: «¡No quiero saber nada con el hecho de que el hombre es algo más que alma y forma!». «Lo que hay bajo la epidermis humana» es algo horrible, algo que ningún amante puede concebir, una ofensa a Dios y al amor. Ahora bien, lo que continuamente siente todo amante de la naturaleza, y sus fenómenos, es lo que experimentaba antaño todo el que adoraba a Dios y a su «omnipotencia»; en todo lo que decían de la naturaleza los astrónomos, los físicos y los médicos, veía una intromisión en su terreno personal más preciado y, en consecuencia, una agresión, además de una falta de pudor por parte de tal agresor. Las «leyes de la naturaleza» le sonaban tan vial como un insulto, y en el fondo hubiese querido reducir toda esa mecánica a actos voluntarios y arbitrarios. Pero como nadie podía prestarle ese servicio, se ocultaba a sí mismo lo que podía la naturaleza y su mecánica y vivía como en un sueño. ¡Qué bien sabían soñar esos hombres en tiempos lejanos sin tener para ello que dormirse! Y nosotros, los hombres de hoy, seguimos sabiendo mucho de eso, ¡a pesar de toda nuestra buena voluntad de estar despiertos y en pleno día! Basta amar, odiar, anhelar, o simplemente sentir, para que enseguida nos sobrevengan el espíritu y la fuerza del sueño y subamos por los más peligrosos caminos. Con los ojos abiertos, insensibles a todo riesgo por encima de los tejados y de las torres de la fantasía, sin el menor vértigo, ¡sonámbulos como somos del día nacidos para escalar! ¡Nosotros, artistas! ¡Nosotros, encubridores de la naturaleza! ¡Nosotros, lunáticos y buscadores de Dios! ¡Nosotros, viajeros en un silencio de muerte, viajeros incansables por alturas que no percibimos como tales, sino a las que consideramos nuestras llanuras, nuestras certezas!
60. Las mujeres y su acción a distancia.
¿Sigo teniendo oídos? ¿Soy oídos y nada más? En medio del ardor del oleaje marino espumoso y centelleante que alcanza mis pies, sólo me llegan aullidos, amenazas, gritos estridentes; mientras que en su antro más hondo, el antiguo sacudir de la tierra canta ronco su melodía como un rugiente toro. Al hacerlo, va siguiendo el compás con el pie con que sacude de una manera tal que hace temblar el corazón de los demonios de estas rocas desmoronadas. Entonces, como surgido de la nada, en las puertas de este laberinto infernal, a sólo unas millas de distancia, aparece un gran velero que pasa como un fantasma deslizándose en silencio. ¡Oh, fantasmal belleza! ¡Qué encanto ejerce sobre mí!
¿Llevará ese barco todo el reposo taciturno del mundo? ¿Mi propia felicidad, mi yo más dichoso, mi segundo yo eternizado, no se habrá sentado ahí, en ese lugar tranquilo, no muerto aún, pero ya no con vida, deslizándose y flotando, como un ser intermedio, espectral, silencioso y visionario, semejante al navío que con sus velas blancas se cierne por encima del mar como una mariposa gigantesca? ¡Ah! ¡Volar por encima de la existencia! ¡Eso, eso es lo que habría que hacer!… ¿Me ha convertido, entonces, todo ese tumulto en un extravagante ser? Toda gran agitación nos lleva a situar imaginariamente la felicidad en la calma y en la lejanía. Cuando un hombre es presa de su propio tumulto, se encuentra en medio de la marea de sus impulsos y proyectos; sin duda que entonces ve ante él deslizarse también a unos seres encantadores y silenciosos, cuya felicidad y retiro envidia… Esos seres son las mujeres. Le encanta creer que allí, entre las mujeres, tal vez habite lo mejor de su yo; que en esos lugares tranquilos, hasta el más violento tumulto se serenaría en un silencio de muerte y que la vida se convertiría en el sueño de la vida misma. ¡Sin embargo! ¡Sin embargo! Noble exaltado, hasta en los más bellos veleros persiste el mismo rumor y griterío y, por desgracia, ¡qué lamentable griterío! El encanto y la acción más poderosa de las mujeres es, hablando en términos filosóficos, una
actiodistans
, una acción a distancia, aunque para ello sea necesario sobre todo… ¡distancia!
61. En honor de la amistad.
El sentimiento de la amistad era considerado en la antigüedad el sentimiento supremo, más elevado incluso que el alabadísimo orgullo de los sabios y de los que se bastaban a sí mismos. Sentimiento único, el más sagrado, estaría emparentado con el orgullo; de este modo se explica muy bien la historia de aquel rey de Macedonia que, habiendo regalado un talento a un filósofo de Atenas, vio que éste se lo devolvía como muestra de su desprecio por el mundo. «¿Cómo? —dijo el rey— ¿no tiene ningún amigo?». Lo que equivalía a decir: «Honro su orgullo de sabio y de independiente; pero hubiera honrado más su humanidad, si en él el sentimiento de amistad hubiese superado a su orgullo. El filósofo se ha desacreditado ante mis ojos al manifestar que desconoce uno de los sentimientos sublimes… ¡y precisamente el más elevado!».
62. Amor.
El amor perdona a la persona amada, incluso su ambición.
63. La mujer en la música.
¿Por qué que los vientos calientes y lluviosos producen un estado de ánimo musical tato como un humor proclive a inventar melodías? ¿No son esos mismos vientos los que llenan las iglesias y los que inspiran pensamientos de amor a las mujeres?
64. Escépticas.
Pienso que, al envejecer, las mujeres se vuelven, en el rincón más íntimo de sus corazones, más escépticas que todos los hombres; creen que la banalidad de la existencia constituye su verdadera esencia, y toda virtud y profundidad no es, a sus ojos, sino encubrimiento de esta «verdad», encubrimiento sumamente deseable de un
pudendum
y, por ende, nada más que una cuestión de decoro y de decencia.
65. Entrega.
Hay mujeres nobles pero en cierto modo pobres de espíritu porque no saben expresar su entrega más profunda de otra manera que no sea ofreciendo su virtud y su pudor, es decir, lo mejor que tienen. A menudo, quienes aceptan ese regalo se comprometen mucho menos profundamente de lo que suponen las donantes; ¡es una historia muy triste!
66. La fuerza de los débiles.
Todas las mujeres se muestran muy sutiles a la hora de exagerar sus debilidades; incluso se ingenian para inventarlas, para parecer tan frágiles como adornos a quienes dañaría incluso una pizca de polvo. Su existencia debe lograr que el hombre tome conciencia de su torpeza y se sienta culpable de ella. Así se defienden ellas de los fuertes y del «derecho del más fuerte».
67. Fingir su propio carácter.
Ella ya lo ama, y desde ese momento mira a su alrededor con la estúpida confianza de una vaca. ¡Ay! Ella lo había fascinado por su carácter completamente cambiante e inasequible, ¡harto como él estaba de su propio carácter inamovible! ¿No habría sido mejor fingir su antiguo carácter, simular falta de amor? ¿No es eso lo que aconseja… el amor? ¡
Vivat comoedia
!
68. Voluntad y sumisión.
Llevaron a un joven ante un sabio, a quien dijeron: «Aquí tienes a uno que se deja pervertir por las mujeres». El sabio, meneando la cabeza, sonrió: «Son los hombres quienes pervierten a las mujeres; toda falta que cometan las mujeres ha de ser purgada y reparada por los hombres, pues el hombre se forma una imagen de la mujer, y la mujer se hace según esa imagen». «Eres demasiado caritativo con las mujeres, dijo uno de los asistentes, ¡no las conoces!». El sabio replicó: «El carácter distintivo del hombre es la voluntad, el de la mujer, la sumisión. ¡Esa es la verdadera ley de los sexos! ¡Dura ley para la mujer! Todos los seres humanos son inocentes de su existencia, pero las mujeres lo son doblemente; ¿quién podría tener con ellas la suficiente piedad y caridad?». ¡Piedad! ¡Caridad!
¿Qué quieres decir con eso? —exclamó uno entre la multitud—. «¡La cuestión está en educar mejor a las mujeres!» «La cuestión está en educar mejor a los hombres», dijo el sabio, e hizo al joven una señal para que lo siguiera, aunque éste no lo hizo.
69. Aptitud para la venganza.
El no poder defenderse como, asimismo, el no querer hacerlo, no serían motivo de vergüenza ante nuestros ojos; pero despreciamos a quien no posee ni la facultad ni la voluntad de vengarse, independientemente de que se trate de un hombre o de una mujer. ¿Sería capaz de retenernos (o, como se dice, de «encadenarnos») una mujer si imaginásemos que, llegado el caso, podría manejar contra nosotros el puñal (no importa qué clase de puñal).? ¿Y si lo dirigiera contra ella misma? En ese caso, sería una venganza más sensible, la venganza china.
70. Dominadoras de amos.
Al oír, a veces, en un teatro una voz profunda y potente de contralto nos parece que se nos develan posibilidades en las que no creemos habitualmente; así es como de pronto pensamos que en algún lugar del mundo podrían existir mujeres de almas sublimes, heroicas, majestuosas, aptas y dispuestas a recurrir a réplicas, decisiones y sacrificios grandiosos, o a dominar a los hombres, porque lo mejor que hay en el varón parece haberse convertido en ellas —más allá de la diferencia de los sexos— en la encarnación del ideal. La intención del dramaturgo no es por supuesto ofrecer semejante concepción de la mujer mediante este tipo de voz, pues generalmente deben representar al amante masculino ideal, como Romeo; pero a juzgar por mi experiencia, el dramaturgo y el músico que esperan que este tipo de voz produzca dicho efecto, por lo regular se equivocan. No creemos en semejantes amantes; esas voces tienen siempre un matiz de carácter maternal que es también característico del ama de casa, máxime cuando hay amor en su entonación.
71. Sobre la castidad femenina.
Acaso lo más paradójico que exista sea lo que de monstruoso y sorprendente existe en la educación de las mujeres distinguidas. Todo el mundo coincide en que se las debe educar con la mayor ignorancia posible respecto de las cuestiones eróticas, para inculcar en sus almas un profundo pudor respecto a esta materia así como una impaciencia extrema y una especie de necesidad de huir en cuanto se haga alusión a semejante tema. Está tan en juego aquí el «honor» de las mujeres, ¡qué no se les perdonaría que obrasen de otro modo! En otros aspectos no se las educa mal, pero en este asunto se las mantiene ignorantes hasta en lo más íntimo de su corazón; no deben tener ojos ni oídos, ni palabras, ni pensamientos respecto a lo que sería su «mal». El simple hecho de saber es ya el mal propiamente dicho. Pero luego, en el momento del matrimonio, son arrojadas como por un rayo horrible a la realidad y a la conciencia de la realidad, encima, por aquel a quien aman y respetan. Por lo tanto, la cuestión está en saber captar de pronto la contradicción que existe entre el amor y el pudor, en verse obligadas a experimentar, al mismo tiempo, arrebato, autosacrificio, deber, piedad, el miedo que causa la inconcebible vecindad que hay entre Dios y el animal, ¡y no sé cuántas cosas más! ¿Se ha hecho alguna vez un nudo más inextricable en el alma de quien busca a su semejante? Ni la curiosidad compasiva del más sabio conocedor del corazón humano bastaría para adivinar la situación en que se encuentra tal o cual mujer en esta solución del enigma y ante el enigma de esta solución; ¡y qué horribles y múltiples sospechas se agitarán en esa pobre alma desquiciada, hasta el punto de que en esta cuestión se desarrolla toda la filosofía y todo el escepticismo de la mujer! Tras esto vendrá el mismo silencio profundo de antes y, a menudo, un silencio para consigo misma y un cerrar de ojos frente a lo que ocurre en su interior. Las jóvenes se esfuerzan por mostrarse superficiales e irreflexivas; las más perspicaces fingen cierta insolencia. Las mujeres tienden fácilmente a considerar a sus maridos como interrogantes acerca de su honor y a sus hijos como una apología o una penitencia. Necesitan hijos, y los desean en un sentido completamente distinto al hombre. En definitiva, ¡no se sabría ser lo bastante tierno con las mujeres!