Divagaciones y vicios de este tipo y otros parecidos del filósofo en cuestión son siempre los primeros en adoptarse, elevándolos a la categoría de artículos de fe, pues son más fáciles de imitar y no requieren un largo aprendizaje. Pero hablemos del más célebre de los schopenhauerianos que quedan en vida, Richard Wagner. Le sucedió lo mismo que a más de un artista; se equivocó en la interpretación de los personajes que creó e ignoró la filosofía que estaba implícita en su arte más personal. Hasta la mitad de su vida, Richard Wagner se dejó extraviar por Hegel; cometió el mismo error cuando más tarde creyó descifrar en sus personajes la doctrina schopenhaueriana y empezó a definirse él mismo mediante los conceptos de «voluntad», «genio» y «compasión». Sin embargo, lo cierto es que no hay nada tan antitético al espíritu de Schopenhauer que lo que tienen de propiamente wagneriano los héroes de Wagner. Me refiero a la inocencia del ansia suprema de sí, a la creencia en la gran pasión como el Bien en sí, en pocas palabras, al carácter sigfridiano de la fisonomía de sus héroes. «Todo esto tiene un tufillo spinoziano, y no mío», podría decir Schopenhauer. Wagner tendría, de este modo, excelentes razones para referirse a otros filósofos, en lugar de referirse sólo a Schopenhauer. El encanto que éste le produjo lo cegó no sólo para los demás filósofos, sino también para la propia ciencia; con más y más énfasis insiste en que todo su arte sea una contrapartida y un complemento de la filosofía de Schopenhauer, renunciando ya prácticamente de manera explícita a la ambición superior de llegar a ser, sobre todo, la contrapartida y el complemento del conocimiento y de la ciencia humanos. Y no es sólo toda la suntuosidad misteriosa de esta filosofía lo que le encanta a Wagner y lo que hubiese encantado también a un Cagliostro, porque las actitudes y las afecciones particulares de los filósofos también ejercieron siempre su seducción.
Schopenhaueriano es en Wagner, por ejemplo, su afán por denunciar la corrupción de la lengua alemana, pero aunque se aceptara que en esto hace bien en imitar al filosofía, no se podría silenciar el hecho de que el propio estilo de Wagner se ve afectado por esa ampulosidad y esos accesos que tanto irritaban a Schopenhauer; lo mismo que no se podría olvidar que respecto a los wagnerianos que escriben en alemán, la wagneromanía está empezando a resultar más peligrosa de lo que lo fuera nunca cualquier hegelomanía. Schopenhaueriano es en Wagner su odio a los judíos, a los que no sabe hacer justicia ni siquiera en cuanto a su mayor acción, pues, ¿no son efectivamente los judíos los inventores del cristianismo? Schopenhaueriano es el intento de Wagner de considerar al cristianismo como una semilla que el budismo echó al viento, y de preparar para Europa una época budista, mediante una aproximación temporal a fórmulas y sentimientos cristianocatólos.
Schopenhaueriana es la prédica de Wagner respecto de la caridad hacia los animales; en lo que Voltaire fue, como es sabido, un precursor de Schopenhauer en la medida en que, como sus sucesores, supo convertir en caridad para con los animales su odio hacia ciertas cosas y hacia ciertas personas. Al menos el odio de Wagner a la ciencia, que resalta en sus sentencias, no está inspirado por el espíritu de misericordia y de bondad —y ni siquiera, como es evidente, por el espíritu en un sentido absoluto—. En última instancia, la filosofía de un artista importa poco, pues no es más que algo secundario que no perjudica a su arte. No hay que enfadarse demasiado con un artista porque alguna vez se meta en terreno ajeno, a lo mejor demasiado pretencioso; no olvidemos que todos nuestros queridos artistas son más o menos comediantes, que deben serlo, y que sin farsa difícilmente soportarían la vida a la larga. Seamos fieles a Wagner en lo que tiene de auténtico y de original, como nosotros, sus discípulos, somos fieles a lo que tenemos de auténtico y de original. Dejémosle sus humores y sus crispaciones intelectuales, y valoremos más bien con equidad qué clase de alimentos y, de necesidades tiene derecho a exigir un arte como el suyo para poder vivir y desarrollarse. Poco importa que, como pensador, se equivoque tan a menudo; ni la justicia ni la paciencia son asunto suyo. Alcanza con que su vida sea razonable y resulte razonable a sus ojos; esa vida que nos grita a cada uno de nosotros: «¡Sé hombre y no me sigas, sé tú mismo!, ¡tú mismo!» ¡Nuestra propia vida ha de resultar también razonable a nuestros ojos! ¡También nosotros debemos crecer y florecer, libres y sin miedo, en la inocencia de nuestro yo! Y así, al pensar en dicho hombre, siguen hoy resonando como otrora estas palabra en mis oídos: «La pasión es mejor que el estoicismo y la hipocresía; la sinceridad hasta en el mal es mejor que la pérdida de sí en la moral tradicional; el hombre/ libre puede ser bueno o malo, pero el hombre servil es una vergüenza para la naturaleza y no participa de ningún consuelo celestial o terrenal; por último, quien quiera ser libre ha de serlo por sí mismo, pues a nadie le cae la libertad del cielo como un don milagroso». (Richard Wagner en
Bayreuth
, 1, 431).
100. Aprender a rendir homenaje.
Los hombres aprenden a rendir homenaje del mismo modo que aprenden a despreciar. Aquel que se aventura por nuevos caminos y conduce por ellos a muchos hombres descubre con asombro qué torpes y miserables se muestran éstos en la expresión de su agradecimiento, qué raro es incluso que llegue a expresarse simplemente esa gratitud. Como si algo la ahogara al momento de hacerse oír; entonces no puede hacer otra cosa que toser, y sus palabras se pierden en su tos. Las circunstancias en las que un pensador llega a experimentar la acción transformadora y trastornadora de sus pensamientos adquieren el carácter de una comedia. En ocasiones, parece que quienes han sufrido esa acción se sienten ofendidos y que, temiendo perder su independencia, no saben manifestarla más que con impertinencias de todo tipo. Hay que esperar más de una generación para que se invente una convención cortés de la gratitud, para que el agradecimiento se vea penetrado de cierto espíritu y genialidad. En ese momento suele encontrarse también a alguien que está destinado a ser el gran recolector de gratitudes, no sólo por lo bueno que haya podido hacer él, sino más bien por lo que sus predecesores pudieron ir amasando poco a poco como un tesoro de todo lo que hay de sublime y de excelente.
101. Voltaire.
Donde quiera que haya habido una vida cortesana, se ha impuesto la ley del lenguaje noble y con ello también la ley del estilo para todos los que escribían. Pero el lenguaje de corte es el del cortesano, que no tiene especialidad alguna y que, incluso en las conversaciones sobre temas científicos, evita las cómodas expresiones técnicas en tanto recuerdan demasiado a la profesión correspondiente; por eso, en todos los países donde ha reinado una cultura de corte, el uso de expresiones técnicas y de todo lo que delata al especialista ha constituido una ofensa al estilo. Hoy, que todas las cortes no son más que caricaturas de lo que fueron antiguamente y hasta hace poco, incluso asombra que Voltaire sea tan puntilloso y tan arduo en este aspecto (por ejemplo, en el juicio que formula sobre estilistas como Fontenelle y Montesquieu); el hecho es que todos nos hemos liberado del gusto cortesano, ¡mientras que Voltaire lo llevó a la perfección!
102. Dos palabras para los filólogos.
La razón de ser de la filología no es otra que reafirmar continuamente la creencia de que hay libros tan preciados y tan majestuosos a punto tal que generaciones enteras de sabios sienten que sus vidas han tenido sentido, dado que gracias a sus esfuerzos esos libros se conservaron entera e inteligiblemente; se trata, sin duda, de personas que hacen y saben hacer libros así. Con esto quiero decir que la filología supone una noble creencia; que en beneficio de unos pocos hombres que siempre «van a venir» y que nunca están ahí, hay que llevar a cabo previamente una gran cantidad de trabajo penoso e incluso sucio. Todo esto constituye una tarea «para ser realizada por delfines».
103. Sobre la música alemana.
La música alemana es, des d e ahora, la música eur o pea propiamente dicha, pues ha expresado la conmoción que Europa ha sufrido con la Revolución más que ninguna otra. Sólo los compositores alemanes saben expresar la agitación de las masas populares mediante esa formidable marisma artificial que ni siquiera necesita ser demasiado fuerte para producir efecto —mientras que la ópera allana, por ejemplo, no conoce más que coros de criados y de soldados, pero no de «pueblo»—. Hay que agregar que en toda la música alemana se percibe una profunda envidia contra la nobleza, bajo el aspecto del
sprit
y de la elegancia como expresión de una sociedad segura de sí misma por su antigua tradición cortesana y caballeresca. No es ésta una música como la del cantor delante de la puerta, de Goethe, que la sociedad «en el salón» y particularmente el rey escuchan con agrado; ya no se trata de caballeros que miraban con atrevimiento el corazón de la belleza. En la música alemana hasta la propia gracia no aparece sin implicar remordimiento; sólo cuando provoca deleite, rústico hermano de la gracia, el alemán empieza a sentirse cada vez más moral, llegando hasta la cima de su «sublimidad» exaltada, docta y a menudo huraña, la sublimidad de Beethoven. Si tratamos de representarnos al hombre que encarna esa música, pensaremos inmediatamente en Beethoven tal corno aparece junto a Goethe, por ejemplo, en su encuentro en Teplitz; tal como la semibarbarie surge junto a la cultura; como el pueblo hace lo propio junto a la nobleza; corno el hombre con una bondad natural se presenta junto al hombre que es más que «bueno»; como el personaje singular aparece junto al artista; como el hombre que necesita consuelo se une al consolado; como el «exagerador» y sospechoso se muestra junto al equitativo; como el escrupuloso y verdugo de sí mismo; como el loco extasiado; el serenamente desdichado; el hombre plenamente fiel; el arrogante y el tosco; en definitiva, como el «hombre sin domar», que fue como lo vio y lo definió el propio Goethe, ¡el alemán excepcional para el que todavía no se ha encontrado una música digna de él! A modo de conclusión, preguntémonos si el desprecio hacia la melodía y el deterioro del sentido melódico, cada vez más extendidos entre los alemanes, no serán una especie de tosquedad democrática, sucesivos a la revolución. Efectivamente, la melodía revela un placer tan manifiesto por el imperio de la ley y una repugnancia por todo lo que está en devenir, por lo informe y arbitrario, que percibimos en ella como una resonancia del orden antiguo de la realidad europea y como una seductora invitación a volver a ese orden.
104. Sobre la entonación del idioma alemán.
Sabemos de dónde procede el alemán que desde hace siglos constituye el idioma escrito. Los alemanes, con su respeto hacia todo lo que procedía de la corte, se esforzaron en tomar como modelo el estilo de las cancillerías, todo lo que se escribía en éstas, especialmente cartas, actas, testamentos y escritos de este género. Escribir con el estilo de las cancillerías equivalía a escribir conforme al espíritu de la corte y del gobierno, había en ello algo distinguido en relación con el alemán vulgar que se hablaba en la ciudad donde se habitaba. Poco a poco se acabó hablando, en consecuencia, del mismo modo como se escribía y, así, se fueron dando muestras de mayor distinción en la formación y en la elección de los vocablos y de los giros de las frases, para terminar copiando también la entonación afectada de la corte, convirtiéndose ésta en algo natural. Quizás no se haya producido algo totalmente idéntico en ningún otro lugar: el predominio del estilo sobre el lenguaje hablado y la inclinación de todo un pueblo a los floreos y a la afectación como base de una lengua común, excluidos los matices dialectales. Creo que la lengua alemana de la época medieval, y sobre todo de finales de la Edad Media, tenía un acento sumamente aldeano y vulgar; en el curso de los últimos siglos se ennobleció un poco, debido principalmente al hecho de que se vio obligada a imitar un gran número de sonidos franceses, italianos y españoles, en especial las noblezas alemanas y austríacas, a tal extremo que no podía contentarse de ninguna manera con el idioma materno. Pero a pesar de esta forma de ejercicio, el alemán mantuvo un acento insoportablemente vulgar a los oídos de Montaigne y aun de Racine; e incluso, en boca de viajeros alemanes. En medio del populacho italiano, esta lengua sigue sonando de una forma basta y ronca que evoca al hombre de los bosques, las cabañas ahumadas y las marcas incultas. Sin embargo, noto que hoy se aprecia de nuevo entre los antiguos admiradores de las cancillerías una inclinación similar a la entonación distinguida, y que los alemanes empiezan a sensibilizarse al «encanto» de un acento completamente extraño que a la larga podría llegar a ser un auténtico peligro para su idioma, pues es imposible encontrar en Europa un sonido más detestable. Lo que ahora les parece «distinguido» a los alemanes es una entonación de voz desdeñosa, fría, indiferente y abúlica, y yo percibo celo por esta forma de distinción en las voces de los funcionarios, de los maestros de escuela, de las mujeres y de los comerciantes de la generación joven; incluso las niñas imitan ese «alemán de oficial». Pues el inventor de esa entonación es el oficial prusiano; ese mismo oficial que, como militar y hombre de carrera, da muestras de un tacto y de una modestia dignos de admiración que todos los alemanes deberían tomar como ejemplo (¡incluyendo los profesores y los músicos alemanes!). Pero en cuanto habla y gesticula es el personaje más soberbio y carente de gusto de la vieja Europa, sin tener conciencia de ello, por supuesto. Como tampoco tienen conciencia de esto los alemanes buenos, ante cuyos ojos pasa por ser el hombre de la más distinguida sociedad, y de quien aceptan gustosos que «les dé el tono». ¡Y vaya si lo hace!, empezando por los sargentos y los suboficiales que lo imitan burdamente. Basta prestar atención a las órdenes vociferadas que rodean positivamente a las ciudades alemanas, ahora que los ejercicios militares se hacen a las puertas de todos los centros urbanos; ¡qué arrogancia, qué sentimiento frenético de autoridad, qué sarcástica frialdad se deja oír en esos aullidos! ¿Serán realmente los alemanes un pueblo musical? Lo cierto es que hoy están militarizando el sonido de su idioma; es probable que una vez que aprendan a hablar militarmente, acaben escribiendo igual. Pues el hábito de ciertos sonidos penetra profundamente en el carácter; pronto se adquirirán las palabras, los giros y los pensamientos propios de esa entonación. Tal vez se escribe ya con esa entonación «de oficial», tal vez; yo leo muy poco lo que ahora se escribe en Alemania. Pero estoy totalmente seguro de una cosa: las manifestaciones públicas alemanas que penetran también en el extranjero no se inspiran en la música alemana, sino en esa nueva entonación arrogante opositora al buen gusto. En casi todos los discursos del primer hombre de Estado alemán hay un acento que, incluso cuando se deja oír por su imperial portavoz, hiere los oídos de un extranjero, que lo rechaza con repulsión. Aunque los alemanes lo soportan, tolerándose a sí mismos.