La gaya ciencia (15 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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¡Desgraciado de ti si te asalta la nostalgia de la tierra, como si en ella hubiese habido más libertad, ahora que ya no hay "tierras!

125. El loco.

¿No han oído hablar de aquel loco que, con una linterna encendida en pleno día, corría por la plaza y exclamaba continuamente: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!».?

Como justamente se habían juntado allí muchos que no creían en Dios, provocó gran diversión. ¿Se te ha perdido?, dijo uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿No será que se ha escondido en algún sitio? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado? Así gritaban y se reían al mismo tiempo. El loco se lanzó en medio de ellos y los fulminó con la mirada.

—¿Dónde está Dios?—, exclamó, ¡se los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! ¡Todos somos unos asesinos! Pero ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde rueda ésta ahora? ¿Hacia qué nos lleva su movimiento? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? ¿No anochece continuamente y se hace cada vez más oscuro? ¿No hay que encender las linternas desde la mañana? ¿No seguimos oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado a Dios? ¿No seguimos oliendo la putrefacción divina? ¡Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo vamos a consolamos los asesinos de los asesinos? Lo que en el mundo había hasta ahora de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestros cuchillos, y ¿quién nos quitará esta sangre de las manos? ¿Qué agua podrá purificamos? ¿Qué solemnes expiaciones, qué juegos sagrados habremos de inventar?

¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? ¿No tendríamos que convertimos en dioses para resultar dignos de semejante acción? Nunca hubo un hecho mayor, ¡y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá, en virtud de esta acción, a una historia superior a todo lo que la historia ha sido hasta ahora! Al llegar aquí, el loco se calló y observó de nuevo a sus oyentes, quienes también se habían callado y lo miraban perplejos. Por último, tiró la linterna al suelo, que se rompió y se apagó. «Llego demasiado pronto, dijo luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino, avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Para ser vistos y oídos, los actos necesitan tiempo después de su realización, como lo necesitan el relámpago y el trueno, y la luz de los astros. Esa acción es para ellos más lejana que los astros más distantes, ¡aunque son ellos quienes la han realizado!». Cuentan también que ese mismo día el loco entró en varias iglesias en las que entonó su
Requiema eternam Deo
. Cuando lo echaban de ellas y le pedían que aclarara sus dichos, no dejaba de repetir: «¿Qué son estas iglesias sino las tumbas y los monumentos funerarios de Dios?».

126. Explicación mística.

Las explicaciones místicas son consideradas profundas. La verdad es que no son ni siquiera superficiales.

127. El efecto ulterior de la religiosidad más antigua.

El irreflexivo se imagina que la voluntad es la única realidad que actúa; que querer es algo simple, puramente dado, no deducible, comprensible en sí. Está convencido de que cuando hace algo, como, por ejemplo, dar un golpe, es él quien golpea y que ha golpeado porque quería hacerlo. No aprecia nada del carácter problemático del fenómeno, sino que le basta el sentimiento de la voluntad, no sólo para aceptar la realidad de la causa y del efecto, sino también para creer que entiende su relación. No sabe nada del mecanismo del acontecimiento, ni del sutil trabajo con diversos matices que ha de efectuarse para llegar a golpear, ni tampoco de la incapacidad que posee la voluntad en sí misma para realizar lo que no sería sino la menor fracción de dicho trabajo. Para él la voluntad es una fuerza que actúa de una forma mágica, ya que creer que la voluntad es causa de efectos equivale a creer en fuerzas que actúan de un modo mágico. Pues primitivamente, siempre que el hombre veía que se producía un acontecimiento, creía en la existencia de una voluntad como causa de aquel, así como en la de seres que actuaban personalmente en un segundo plano. La idea de la mecánica le resultaba totalmente extraña. Pero como durante períodos extraordinariamente largos el hombre no creyó más que en la existencia de personas (y no en la de materias, fuerzas, cosas, etc.), la creencia en la realidad de la causa y del efecto llegó a ser para él una creencia fundamental, ahora aplicada siempre a cualquier acontecimiento de una forma instintiva, por una especie de semejanza de origen remoto. Las tesis: «no hay efecto sin causa», «todo efecto es una nueva causa» aparecen como generalizaciones de tesis mucho más limitadas, como «cuanto se ha actuado, se ha querido», «sólo se puede actuar sobre seres que quieren», «no se da nunca un sufrimiento puro y que no sea consecuencia de una acción, sino que todo sufrimiento es una emoción de la voluntad» (voluntad de actuar, de vengarse, de defenderse, de calumniar). Sin embargo, en los tiempos primitivos de la humanidad, las dos clases de tesis eran idénticas, no siendo las primeras la generalización de las segundas, sino éstas la aclaración de aquéllas. Al aceptar Schopenhauer que todo lo existente está dotado de voluntad, introduce una de las mitologías más arcaicas, porque parece que nunca intentó analizar la voluntad, como todos, sino que creía en la simplicidad y en la inmediatez de todo querer. Y el querer no es sino un mecanismo tan bien montado que casi escapa a la mirada del observador. Yo opongo a Schopenhauer las siguientes tesis: primera, para que surja la voluntad se necesita una representación del placer y del dolor; segunda, que una excitación violenta pueda ser sentida como placer o dolor depende de una interpretación del intelecto que, indudablemente, en la mayoría de los casos, actúa aquí de forma inconsciente. La misma excitación puede ser interpretada corno placer o como dolor. Tercera tesis, sólo se produce el placer, el dolor y la voluntad en los seres inteligentes; la inmensa mayoría de los organismos no tiene nada de eso.

128. Valor de la oración.

La oración fue inventada para esa clase de individuos que son incapaces de pensar alguna vez por sí mismos, que ignoran la santidad del alma o no sienten su desarrollo. ¿Qué deben hacer tales personas en los lugares santos y en todas las situaciones graves de la vida, que exigen reposo y una cierta dignidad? Para que por lo menos no molesten, la sabiduría de todos los fundadores de religiones, pequeños y grandes, se ha prescrito la fórmula de la oración, como un trabajo largo y mecánico de los labios, unido al esfuerzo de la memoria, con una actitud igualmente prescrita de las manos, los pies y los ojos. Según eso, poco importa que, corno los tibetanos, rumien innumerables veces su
ommanepadmehum
, o que, como en Benarés, cuenten con los dedos de la mano el nombre del dios Ram-Ram-Ram (y así sucesivamente, con más o menos gracia) o que veneren a Vichnú o a Alá, invocando al primero con sus mil nombres y al segundo con sus noventa y nueve; o que se sirvan de racimos de oraciones o de rosarios. Lo esencial es que este tipo de trabajo los retiene durante algún tiempo y les confiere un aspecto soportable; su forma de rezar ha sido inventada para beneficiar a los hombres piadosos que experimentan íntimamente pensamientos y elevaciones. E incluso éstos conocen momentos de cansancio en los que no dejan de experimentar la acción benefactora de una mecánica piadosa formada de series de palabras y de sonidos venerables. Pero si bien es cierto que estos hombres raros —en toda religión el hombre religioso es una excepción— saben valerse por sí mismos, los pobres de espíritu no sabrían hacerlo, y prohibirles que reciten oraciones supondría privarles de su religión, como está demostrando cada vez más el protestantismo. La religión sólo pide a éstos que permanezcan quietos con los ojos, las manos, las piernas y los órganos de todas clases; sólo así tienen la oportunidad de parecer temporalmente embellecidos y… ¡más semejantes al hombre!

129. Las condiciones de Dios.

«Ni el propio Dios podría subsistir sin hombres sensatos», dijo acertadamente Lutero. Pero lo que no dijo el bueno de Lutero es que menos podría subsistir sin los insensatos.

130. Una decisión peligrosa.

La decisión cristiana de considerar que el mundo es feo y malo ha hecho que el mundo sea feo y malo.

131. Cristianismo y suicidio.

El cristianismo convirtió al inmenso deseo de suicidarse que imperaba en la época de su nacimiento en la palanca misma de su poder; a la vez que prohibió de forma terrible las demás formas de suicidio, dejó sólo dos y las cubrió de la mayor dignidad, justificándolas con supremas esperanzas: el martirio y el suicidio lento del asceta.

132. Contra el cristianismo.

Desde ahora no son ya nuestros argumentos los que se pronuncian contra el cristianismo, sino nuestro gusto.

133. Principio.

Una hipótesis inevitable, a la que debe volver continuamente la humanidad, a la larga se revela más poderosa que la fe más persistente en algo no verdadero, como la fe cristiana. A la larga, es decir, después de cien mil años.

134. Los pesimistas como víctimas.

Donde empieza a extenderse un asco profundo hacia la existencia, aparecen los efectos residuales de una grave falta alimenticia en la que ha incurrido un gran pueblo. Así, la propagación del budismo (no su nacimiento) se debió en buena parte al consumo excesivo y casi exclusivo de arroz entre los hindúes, y al entusiasmo general resultante de ello. Tal vez convendría examinar la insatisfacción europea de los tiempos modernos teniendo en cuenta que nuestros antepasados, sobre todo los de la Edad Media, por influencia de las inclinaciones germánicas se entregaron a la bebida. La Edad Media significó la intoxicación alcohólica de Europa. El asco alemán hacia la vida es una pura decadencia invernal, sin olvidar los efectos del aire de cueva y las emanaciones de estufa, propios de las habitaciones alemanas.

135. Origen del pecado.

El pecado, tal como se experimenta ahora donde impera o donde imperó el cristianismo, es un sentimiento judío, una invención judía, y respecto a este trasfondo de toda moral cristiana, el cristianismo se propuso de hecho «judaizar» el mundo. La forma más sutil de comprobar hasta qué punto lo consiguió en Europa consiste en considerar lo ajena que resulta a nuestra sensibilidad la Antigüedad griega —inundo desprovisto del sentimiento de pecado—, pese a toda la buena voluntad de acercamiento y de asimilación de la que no dejaron de dar pruebas generaciones enteras, así como excelentes individuos. La frase: «Dios no te será propicio, si no te arrepientes» sería para un griego motivo de burla y de escándalo; respondería: «así lo suponen los esclavos». Efectivamente, aquí se está presuponiendo a un ser poderoso, omnipotente y, sin embargo, vengativo, pues su poder es tan grande que no puede afectarlo daño alguno de no ser en su honor. Todo pecado es una ofensa al respeto, un crimen de lesa majestad divina, ¡nada más! La primera y última condición de la que se hace depender su perdón es contrición, avasallamiento, humillación; por consiguiente, ¡reparación de su honor divino! A este celeste oriental celoso de su honor le resulta indiferente saber si el pecado causa otros prejuicios, si implanta un mal profundo y creciente que, como una enfermedad, se propaga entre los hombres, asaltándolos y matándolos uno tras otro; ¡el pecado es un crimen contra él, no contra la humanidad! A quien concede el don de su gracia, le dona también su indiferencia hacia las consecuencias naturales del pecado. Tan separados y opuestos están aquí Dios y la humanidad que en el fondo no puede cometerse en modo alguno un pecado contra los hombres. El sentimiento judío, para quien todo lo natural constituye lo indigno en sí, pretende que todo acto sólo sea juzgado en relación con sus consecuencias sobrenaturales y no con las naturales. Por el contrario, los griegos estaban más cerca de pensar que el sacrilegio podía tener también dignidad —incluyendo el robo, como en el caso de Prometeo, o el degollar al ganado en manifestación de unos celos delirantes, como en el caso de Ajas—. En su necesidad de conferir y asimilar la dignidad al sacrilegio, inventaron la tragedia, un arte, un gusto que ha permanecido extraño al judío, a lo más profundo de su naturaleza, pese a todos sus dones poéticos, a toda su inclinación a lo sublime.

136. El pueblo elegido.

Los judíos, que se consideran el pueblo elegido entre los demás pueblos, en especial porque representan el genio moral entre los pueblos (merced a la capacidad que han tenido de despreciar al hombre más profundamente de lo que jamás lo hiciera pueblo alguno), los judíos, digo, experimentan, frente a su monarca santo y divino, un gozo análogo al de la aristocracia francesa respecto a Luis XIV. Esta aristocracia se había vuelto despreciable por haberse dejado arrebatar su poder y su soberanía; para no percibir esto, para poder olvidarlo, necesitaba un esplendor, una autoridad, un poder pleno sin igual al que sólo tuviese acceso la aristocracia. En la medida en que, según este privilegio, se elevaba a la altura de la corte, desde donde lo consideraba todo por debajo de sí con desprecio, eliminaba la irritación de su conciencia. De este modo, la torre del poder real se fue alzando intencionadamente, hasta las nubes y se aportaron para ello las últimas piedras del poder personal.

137. En parábola.

Un ser como Jesucristo sólo podía ser concebido en un paisaje como el de Judea, quiero decir, en un paisaje sobre el que sobrevolaba constantemente el sombrío y sublime nubarrón de la ira de Jehová. Sólo aquí se consideró que el resplandor raro y repentino de un rayo de sol, a través de la horrible e invariable opacidad de la noche diurna, era una especie de milagro del «amor», el rayo de la «gracia» más inmerecida. Sólo aquí podía soñar Cristo con su arco iris y su escala celestial por la que Dios bajaba hasta los hombres. Por lo demás, en el resto de los lugares, el buen tiempo y el sol constituían una regla y una banalidad demasiado cotidianas.

138. El error de Cristo.

El fundador del cristianismo consideraba que nada hace sufrir tanto a los hombres como sus pecados. Pues éste fue su error, el error de quien se sentía sin pecado, ¡y a quien le faltaba la experiencia de éste! Así, su alma irradiaba esa admirable y fantástica misericordia hacia una desgracia que su propio pueblo, inventor del pecado, raras veces experimentaba como una gran desgracia. Pero los cristianos supieron hacer justicia posteriormente a su maestro, y consagraron su error como «verdad».

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