139. El color de las pasiones.
Las naturalezas como las del apóstol Pablo sólo miran las pasiones con «malos ojos»; no llegan a conocer de éstas más que lo que mancha, deforma, rompe el corazón. Su aspiración ideal se encamina, de este modo, a destruir las pasiones, en tanto no se sienten totalmente purificados de las pasiones más que en lo divino. A diferencia de Pablo y de los judíos, los griegos dedicaron su aspiración ideal precisamente a las pasiones, a las que quisieron, exaltaron, adoraron y divinizaron. Evidentemente, no sólo se sentían más felices cuando estaban apasionados, sino también más puros y divinos que habitualmente. ¿Y los cristianos? ¿Quisieron ser como los judíos en esto? ¿Se volvieron así quizás?
140. Demasiado judío.
Si Dios quería ser objeto de amor, tendría que haber abandonado antes su papel de juez y de administrador de justicia; pues un juez, incluso un juez piadoso, no es objeto de amor. El fundador del cristianismo, como judío, no fue lo suficientemente sutil como para darse cuenta de esto.
141. Demasiado oriental.
¿Cómo? ¡Un dios que sólo ama a los hombres sólo si creen en él, y que lanza miradas y amenazas espantosas contra quien no cree en ese amor! ¿Cómo?
¡Un amor contractual sentido por un dios todopoderoso! ¡Un amor que ni siquiera ha sido capaz de superar el sentimiento del honor ni el espíritu irascible de vengarse! ¡Qué oriental es todo esto! La frase: «qué te importa que te ame» sería ya una crítica suficiente a todo el cristianismo.
142. Incensadas.
«No halagues a tu protector», —dijo Buda. Si se repite esta frase en una iglesia cristiana, de inmediato quedará el aire purificado de todo lo que hay en ella de cristiano.
143. Sobre la mayor utilidad del politeísmo.
Que el individuo pueda determinar su propio ideal, deduciendo de él sus leyes, sus alegrías y sus derechos, era algo que hasta ahora se consideraba sin dudas la aberración humana más espantosa, la idolatría en sí; de hecho los pocos hombres que se atrevieron a obrar así necesitaron siempre ante sus ojos una apología cuyo sentido solía ser: «¡No soy yo, no soy yo, sino un dios quien interviene a través de mí!». Ese impulso, que en su origen era vulgar e inapreciable y se confundía con el egoísmo, la desobediencia y la envidia, pudo descargarse, purificándose, perfeccionándose y enalteciéndose, merced al arte y a la fuerza admirables de crear dioses —el politeísmo—. Luchar contra ese impulso hacia un ideal propio fue antiguamente la ley de toda moral. Sólo había en aquellos tiempos una norma: «el hombre», y cada pueblo creía poseer la forma única y definitiva de éste. Pero estaba permitido imaginar una pluralidad de normas por encima de uno mismo, en el exterior, en un lejano más allá; ¡un dios no negaba a otro dios ni blasfemaba contra él! De este modo se atrevió la imaginación, por primera vez, a considerar la existencia de individuos y a respetar los derechos de éstos. La invención de dioses, de héroes, de toda clase de seres sobrehumanos, al margen o por debajo de lo humano, de enanos, hadas, centauros, sátiros, demonios y diablos constituyó el preludio inestimable de la justificación de las aspiraciones del yo y de la soberanía del individuo; la libertad que se reconocía a un dios determinado frente a otros dioses acabó concediéndosela el individuo a sí mismo frente a las leyes, las costumbres y su prójimo. Por el contrario, el monoteísmo, esa consecuencia rígida de la doctrina de un hombre normal único —la creencia, en realidad, en un dios normal fuera del cual sólo existen divinidades falsas y engañosas— ha sido tal vez el mayor peligro de la humanidad hasta hoy, pues en este punto se veía amenazada por esa fijación prematura que, por lo que podemos ver, ha afectado a otras especies animales desde hace mucho tiempo; en cuanto tales, todas creen, efectivamente, en un animal normal único y en un ideal de su especie y han asimilado definitivamente en su carne y en su sangre la moral de las costumbres. El politeísmo había prefigurado el libertinaje y la pluralidad del pensamiento humano, la fuerza de crearse unos ojos nuevos y personales, cada vez más nuevos y más personales; de manera que, de entre todos los animales, sólo el hombre escapa a la fijación de perspectivas y de horizontes eternos.
144. Guerras religiosas.
Las guerras religiosas han representado hasta hoy el mayor progreso de las masas, ya que constituyen la prueba de que éstas han empezado a considerar las ideas con respeto. Las guerras religiosas sólo nacen cuando las más sutiles querellas entre sectas dan como resultado una agudización de la razón general, hasta el punto de que el populacho se vuelve puntilloso y concede importancia a los pequeños detalles, llegando a acariciar la posibilidad de que «la salvación eterna del alma» dependa de pequeñas diferencias de ideas.
145. Peligro de los vegetarianos.
El consumo excesivo de arroz conduce al uso de opio y de estupefacientes, al igual que el consumo excesivo de papas lleva al alcoholismo; su efecto más sutil es inclinar a formas de pensar y de sentir que actúan como narcóticos. Según ello, los promotores de tales formas de pensar y de sentir, como los maestros hindúes, recomiendan precisamente una dieta vegetariana estricta, que tratan de convertir en ley para las masas. De ese modo, intentan suscitar e incrementar la necesidad que ellos pueden satisfacer.
146. Esperanzas alemanas.
No olvidemos que los nombres de los pueblos son generalmente apodos ofensivos. Los tártaros, por ejemplo, a juzgar por su nombre, son «los perros», tal como fueron bautizados por los chinos. En cuanto a los alemanes,
die Deutschen
significaba originariamente «los paganos»; de este modo fue cómo los godos convertidos llamaron a la gran masa de sus hermanos de raza no bautizados, refiriéndose a su propia traducción de la versión griega de los setenta en la que los paganos son designados con el término que significa «los pueblos», en idioma griego (consúltese a Urfilas). Cabe pensar también que los alemanes convirtieron, después, su nombre calumnioso en un nombre honorífico, al llegar a ser el primer pueblo de Europa no cristiano.
Schopenhauer les concedió el mérito de estar dispuestos para ello en sumo grado. Alcanzaría así su plenitud la obra de Lutero, que les enseñó a no ser romanos y a decir: «¡Aquí estoy! ¡Yo no puedo ser otra cosa!».
147. Pregunta y respuesta.
¿Qué es lo primero que toman de los europeos los pueblos salvajes? La respuesta no es otra que el alcohol y el cristianismo, estupefacientes propios de los pueblos europeos. ¿Y con qué perecen más rápidamente? Pues con los estupefacientes europeos.
148. Sobre el origen de la Reforma.
En los tiempos de su gran corrupción, donde menos corrompida estaba la Iglesia era en Alemania. Por eso fue allí donde nació la Reforma, síntoma de que se consideraba intolerable el simple inicio de la degradación. Efectivamente, ningún pueblo ha sido más cristiano, en comparación, que los alemanes de la época de Lutero; su cultura cristiana estaba a punto de alumbrar un esplendoroso origen de múltiples facetas; sólo había que esperar una noche, pero esa fue la noche, de la tormenta que lo devastaría todo.
149. Fracaso de las reformas.
Es un honor para la elevada civilización de los griegos, aun en una época relativamente primitiva, la sistemática frustración de los intentos de crear nuevas religiones helénicas. Honra a esa civilización el que, desde antes en el tiempo, hubiese en Grecia una multitud de individuos de muy diversas clases, cuyos diferentes grados de miserias no podían resolverse con una fórmula única de fe y de esperanza. Pitágoras y Platón —de almas y aptitudes tan apropiadas para fundar una religión que no podemos sino asombrarnos de su fracaso, pues no llegaron más allá de la creación de sectas— —quizás también Empédocles—, y mucho tiempo antes los entusiastas devotos de Orfeo, todos ellos trataron de fundar nuevas religiones. Siempre que fracasan las reformas de todo un pueblo, no consolidándose más que las sectas, es lícito concluir que el pueblo se encuentra desde entonces en un estado de diferenciación múltiple y que empieza a emanciparse de los burdos instintos gregarios así como de la moral de las costumbres; este estado de fluctuación, muy significativo, se suele calificar de decadencia y corrupción de las costumbres; mientras que, por el contrario, anuncia que el huevo ha madurado y que pronto se romperá la cáscara. El hecho de que la reforma luterana tuviera éxito en los países nórdicos es un índice del retraso de éstos últimos respecto a los pueblos meridionales y, además, de que el norte seguía teniendo necesidades análogas y poco matizadas, ya que no se habría producido en modo alguno la cristianización de Europa, si la antigua civilización meridional no hubiese sido progresivamente embrutecida mediante una asimilación excesiva de sangre bárbara germánica, y no hubiese perdido así su dominio cultural. Para que un individuo o un pensamiento individual puedan actuar de forma general y absoluta, la masa sobre la que se ejerce esa acción tiene que ser homogénea y pareja; mientras, unas aspiraciones opuestas revelan necesidades opuestas que también tratan de satisfacerse y afirmarse. Por el contrario, cabe siempre afirmar que estamos ante una cultura realmente superior, cuando naturalezas poderosas y ansiosas de dominar sólo consiguen ejercer una acción sectaria y limitada, lo que vale también para los diferentes campos del arte y del saber. Allí donde alguien domine, no hay sino masas; donde hay masas, predomina la necesidad de librarse de la esclavitud. Donde hay esclavitud, no encontramos más que un pequeño número de individuos que tienen en su contra los instintos gregarios y la conciencia.
150. Para la crítica de los santos.
Para tener una virtud, ¿es preciso querer poseerla en su forma más cruel, como pretendían y necesitaban tenerla los santos del cristianismo? Como tales, sólo soportaban la vida con la idea de que la simple contemplación de su virtud llevaría a las demás a despreciarse a sí mismos. Pero yo considero brutal una virtud que actúa de este modo.
151. Sobre el origen de la religión.
La necesidad metafísica no está, corno procuró Schopenhauer, en el origen de las religiones, sino que es un vástago tardío de éstas últimas. Bajo el imperio de los pensamientos religiosos, se está habituado a la representación de «otro mundo» (posterior, inferior o superior a éste), pero la desaparición del delirio religioso hace que se experimenten una privación y un vacío inquietantes; es entonces cuando nace de ese sentimiento de enfermedad «otro mundo» metafísico que ya no es religioso. Ahora bien, lo que en tiempos primitivos llevó a admitir, por lo general, la realidad de «otro mundo» no fue ni un impulso ni una necesidad, sino un error en la interpretación de ciertos fenómenos naturales y, por consiguiente, una confusión del intelecto.
152. El mayor cambio.
¡Qué cambio se ha producido en la iluminación y en los colores de todas las cosas! Ya no estamos en condición de entender plenamente cómo percibían los antiguos las realidades más inmediatas y constantes, como por ejemplo el día y el estado de vigilia; en tanto creían en los sueños, la vida de vigilia se encontraba situada bajo otras luces. Y lo mismo la vida entera con el reflejo de la muerte y su significación; nuestra «muerte» es una muerte totalmente diferente. Toda experiencia esparcía otro resplandor, dado que en ella brillaba un dios. Lo mismo sucedía con toda decisión y toda perspectiva del futuro lejano, pues contaban con oráculos y advertencias secretas, además de creer en las predicciones. La «verdad» era percibida de otro modo, pues antiguamente el loco podía ser considerado su vocero —lo que a nosotros nos hace estremecer o reír—. Cualquier injusticia afectaba al alma de diferente forma, puesto que temían la venganza divina, no sólo los castigos y el deshonor civiles. ¿Qué carácter tenía la alegría cuando se creía en el diablo y en el seductor? ¿Qué carácter tenía la pasión cuando se veía a los demonios acechando a la sombra? ¿Qué carácter tenía la filosofía, cuando se consideraba que la vida era la culpa más terrible, por suponer un sacrilegio frente al amor eterno, una desconfianza hacia todo lo bueno, elevado, puro y digno de misericordia?
Nosotros hemos dado un nuevo tinte a las cosas, no deja m o s de volver a pintarlas, pero ¿qué hemos sido capaces de hacer hasta ahora frente al espléndido colorido de aquellos viejos maestros? Estoy hablando de la humanidad antigua.
153. Horno poeta.
«Yo, que particularmente he compuesto hasta acabar esta tragedia entre las tragedias; yo, que he sido el único en unir al seno de la existencia el nudo de la moral y lo he apretado tanto que sólo Dios podría deshacerlo —¡cómo lo deseaba Horacio!—. Yo, por moralidad, acabo de degollar a todos los dioses en el cuarto acto ¿De qué se tratará, entonces, el quinto acto? ¿De dónde sacar un desenlace trágico? ¿Tendría, más bien, que pensar en un desenlace cómico?».
154. Sobre la vida con diversos peligros.
No se dan cuenta de lo que realmente significa vivir, corren como ebrios por la vida, a riesgo de caerse más de una vez por una escalera. Sin embargo, sus miembros siguen intactos gracias a su borrachera, sus músculos son demasiado blandos y la cabeza permanece demasiado obnubilada para sentir, como nosotros, la dureza de esos peldaños. Para nosotros, vivir es infinitamente más arriesgado, somos de cristal. ¡Pobres de nosotros si apenas chocamos! Una caída, ¡y todo se acabó!
155. Lo que nos falta.
Amamos a la gran naturaleza, la hemos descubierto porque nuestras cabezas están vacías de grandes hombres. A los griegos les pasaba lo contrario; su sentimiento de la naturaleza era completamente distinto al nuestro.
156. Lo más influyente que hay.
Que un hombre se oponga a toda su época, que la deje en la puerta y le exija cuentas, ¡es algo que debe ejercer una influencia! ¡Poco importa que lo quiera o no; lo decisivo es que sea capaz de ello!
157. Mentir.
¡Ten cuidado! Se ha puesto a reflexionar; a continuación va a decir una mentira. Este es un desarrollo cultural que han alcanzado pueblos enteros. Piénsese sólo en todo lo que los romanos expresaban con el verbo
mentiri
.
158. Cualidad incómoda.
Considerarlo todo en profundidad es una cualidad incómoda porque obliga a forzar constantemente la vista y a que se acabe encontrando más de lo que se deseaba.
159. Cada virtud tiene su momento.
A quien ahora se muestra inflexible, su honradez le produce remordimiento, pues la inflexibilidad es una virtud que corresponde a otra época que no es la de la honradez.