105. Los alemanes como artistas.
Cuando el alemán es realmente presa de la pasión y, no sólo, como es costumbre, de la buena voluntad de apasionarse, se comporta como hay que comportarse, sin preocuparse por su conducta. La verdad es que en ese instante se maneja con tanta torpeza y fealdad, como si no tuviese ritmo ni melodía, y los espectadores se sienten molestos o conmovidos, pero nada más —a menos que se eleve a esa sublimidad y a ese encanto que pueden revestir muchas pasiones—. ¡Entonces hasta el alemán llega a ser hermoso! La facultad de presentir desde qué altura empieza la belleza a derramar sus encantos, incluso sobre los alemanes, lleva a sus artistas a la altura, e incluso a los excesos de la pasión, como una aspiración real y profunda a superar la fealdad y la torpeza, o al menos a contemplar por encima de éstas un mundo mejor, más ligero, más meridional, más soleado. Así, sus calambres a menudo no revelan sino la necesidad de bailar; pobres osos en quienes se agitan ocultos encantos y dioses de los bosques, ¡y a veces también divinidades más elevadas!
106. La música como Mediadora.
«Ansío tener un maestro en el arte de los sonidos —decía un innovador a su discípulo—, que sepa tomar de mí los pensamientos para expresarlos luego en su lenguaje, de modo tal de llegar mejor a los oídos y al corazón de los hombres. Los sonidos permiten persuadirlos tanto de todo error como de toda verdad; ¿quién puede refutar un sonido?». «¿Así que quieres pasar por irrefutable?», preguntó el discípulo. Replicó el innovador: «Me gustaría ver la semilla convertirse en árbol. Para que una doctrina se convierta en árbol, es necesario que antes crea en ella, que pase por irrefutable. La tempestad, las dudas, los gusanos, la maldad ponen a prueba al árbol para que se manifieste el género y la fuerza de la semilla; ¡y se quiebra si no es demasiado fuerte! Pero la semilla no puede ser nunca aniquilada, ni refutada». Cuando hubo dicho esto, exclamó el discípulo impetuosamente: «¡Pues yo, que creo en tu causa, la considero tan fuerte, que me atrevo a decir todo lo que tengo en el corazón contra ella!». El innovador se rió para sus adentros y amenazándolo con el dedo le contestó: «No podría tener un discípulo mejor, pero esta clase de discípulos es la más peligrosa, y muchas doctrinas no los soportan».
107. Nuestro agradecimiento último al arte.
Si no hubiésemos admitido las artes e inventado esa especie de culto a lo no verdadero no podríamos soportar la capacidad que nos proporciona ahora la ciencia de entender el espíritu universal de la no verdad y de la mentira. La probidad tendría como consecuencia el asco y el suicidio, pero ocurre que nuestra probidad dispone de un poderoso recurso para evitar esa consecuencia: el arte como aceptación de la apariencia. No siempre impedimos que nuestra mirada redondee y complete lo que imaginamos. Entonces, no es ya la eterna imperfección lo que llevamos por encima del río del devenir, sino que creemos llevar a una diosa y nos mostramos orgullosos e infantiles rindiéndole este servicio. Como fenómeno estético la existencia nos resulta siempre soportable, y en virtud del arte nos han sido dados los ojos, las manos y, sobre todo, la buena conciencia para poder transformarnos en semejante fenómeno. Es necesario que alternativamente descansemos de nosotros mismos a favor del arte que nos permite considerarnos a distancia y, desde arriba, reírnos de nosotros mismos o llorar sobre nosotros. Es preciso descubrir tanto al héroe como al payaso que se ocultan en nuestra pasión por el conocimiento, así como gozar siempre que podamos de nuestra locura, para seguir gozando de nuestra sabiduría. Como en el fondo somos precisamente espíritus graves y tenemos más la gravedad del peso que la de los hombres, nada podría hacernos tanto bien como el gorro de loco, lo necesitamos como un remedio contra nosotros mismos; necesitamos un arte petulante, flotante, bailarín, burlón, infantil y sereno, para no perder nada de esa libertad por encima de las cosas que espera de nosotros nuestro ideal. Sería para nosotros una recaída caer en la moral pues, a causa de nuestra irascible probidad y teniendo que satisfacer excesivas exigencias, acabaríamos convirtiéndonos en virtuosos monstruos y bestias. Debemos ser capaces también de mantenernos por encima de la moral, no sólo de mantenernos con la tensión ansiosa de quien teme constantemente resbalarse y caer, sino también de volar y jugar por encima de ella.
¿Cómo privarnos, entonces, del arte?, ¿cómo privarnos del loco? ¡Si todavía se avergüenzan de ustedes mismos, no son de los nuestros!
108. Nuevas luchas.
Después de muerto Buda, su sombra —enorme y espantosa— siguió proyectándose durante siglos en una cueva. Dios ha muerto, pero los hombres son de tal naturaleza que, tal vez durante milenios, habrá cuevas donde seguirá proyectándose su sombra. Y respecto a nosotros… ¡habremos de vencer también a su sombra!
109. Puesta en guardia.
Dejemos de pensar que el mundo es un ser viviente. ¿Hacia dónde iba a extenderse? ¿De qué se iba a alimentar? ¿Cómo iba a crecer y a multiplicarse? Por otra parte, sabemos qué es lo orgánico; ¿cómo íbamos a interpretar en términos esenciales, universales y eternos, al igual que los que llaman organismo al todo, aquello que percibimos de infinitamente derivado, tardío, raro, fortuito en la corteza terrestre? Esto me repugna. Dejemos por lo pronto de creer que el todo es una máquina. Desde luego no ha sido construido con vistas a un fin, y le hacemos demasiado honor llamándolo «máquina». Dejemos de presuponer que algo tan perfecto como los movimientos cíclicos de los astros cercanos a nosotros se da de una forma absoluta y en todo lugar imaginable; sólo una mirada a la Vía Láctea nos hace dudar de ello, sugiriéndonos movimientos mucho más bruscos y contradictorios, así como astros que se precipitan en una caída eternamente rectilínea y otras cosas así. El orden astral en el que vivimos es una excepción; este orden y la duración relativa que determina han hecho de nuevo posible la excepción de las excepciones, la formación de lo orgánico. Por el contrario, el carácter del conjunto del mundo es desde toda la eternidad el del caos, en razón no de la ausencia de necesidad, sino de la falta de orden, de articulación, de forma, de belleza, de sabiduría y cualesquiera que sean nuestras categorías estéticas humanas. Desde el punto de vista de nuestra razón, los lances desafortunados representan, a lo sumo, la regla; las excepciones no responden a un fin secreto y la totalidad del mecanismo repite eternamente su retorno sin que pueda merecer nunca el nombre de melodía, —y para acabar, la propia expresión de «lance afortunado» no es sino una humanización que implica una censura—. Pero ¡cómo nos íbamos a atrever a criticar o a alabar al todo! Librémonos de reprocharle falta de corazón o de racionalidad, o lo contrario a esto, pues no es ni perfecto, ni bello, ni noble, ¡y no quiere serlo, ni aspira de ningún modo a imitar al hombre! ¡No lo afectan ninguno de nuestros juicios estéticos o morales! No tiene instinto de conservación ni ningún otro impulso, desconoce toda clase de ley. Dejemos de afirmar que hay leyes en la naturaleza. No hay más que necesidades; en ella nadie manda, nadie obedece, nadie transgrede. Si saben que no hay ningún fin, saben también que no hay azar. Pues la palabra azar sólo tiene sentido en un inundo de fines. Dejemos de decir que la muerte es lo opuesto a la vida. El ser vivo no es sino un género de lo muerto, y un género muy raro. Dejemos de pensar que el mundo está creando eternamente algo nuevo. No hay sustancias que duren eternamente; la materia es un error como el Dios de los eleatas.
¿Cuándo acabarán, entonces, nuestra preocupación y nuestros cuidados? ¿Cuándo dejarán de oscurecernos todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo dejaremos de atribuir a la naturaleza un carácter divino? ¿Cuándo nos será permitido a los hombres volvernos naturales, reencontramos con la naturaleza pura, nuevamente descubierta, nuevamente liberada?
110. Origen del conocimiento.
Durante mucho tiempo el intelecto no ha producido más que errores. Algunos de ellos resultaron útiles y acertados para la conservación de la especie, pues quien los adoptaba o los heredaba podía luchar con más ventaja por sí mismo y sus descendientes. Tales errores, que al igual que tantos artículos de fe no dejaron de transmitirse por herencia, hasta llegar a ser el fondo común de la especie humana, son, por ejemplo, los siguientes: hay cosas duraderas, cosas idénticas; existen efectivamente objetos, materias, cuerpos, las cosas son lo que parecen ser; nuestro querer es libre, lo que es bueno para mí tiene también una bondad intrínseca. Sólo muy tarde aparecieron quienes desmintieron y pusieron en duda semejantes opiniones; sólo muy tarde la verdad se reveló como la forma menos apremiante del conocimiento. Pareció que no se podía vivir con ella y que nuestro organismo estaba constituido para contradecirla, ya que todas sus funciones superiores, las percepciones sensibles y todo tipo de sensación en general actuaban con estos vetustos errores fundamentales desde los orígenes. Aún más, estas proposiciones, incluso en el interior del conocimiento, se habían convertido en normas a partir de las cuales se determinaba qué era lo «verdadero» y lo «no verdadero», incluso hasta en las regiones más alejadas de la lógica pura. De este modo, la fuerza de los conocimientos no reside en su grado de verdad, sino en su antigüedad, en su grado de asimilación, en su carácter de condición vital. Cuando parecían entrar en contradicción la vida y el conocimiento, no se libraba nunca una lucha seria; la negación y la duda se consideraban entonces una locura. Unos pensadores excepcionales como los eleatas, aunque establecieron y defendieron las antinomias de los errores naturales, creyeron que era posible vivir también esta antinomia; así, inventaron al sabio como al hombre de la inmutabilidad, de la impersonalidad, de la universalidad de la intuición, a la vez como uno y todo, y dotado de una particular facultad para ese conocimiento invertido. Creyeron, de esta forma, que su conocimiento era a la vez el principio de la vida. Pero para poder afirmar todo eso, fue preciso que se engañaran sobre su propia condición y que se atribuyeran impersonalidad y duración sin cambio alguno, ignorando la naturaleza del sujeto cognoscente, negando la violencia de los impulsos en el conocimiento, concibiendo de forma absoluta la razón como actividad perfectamente libre y engendradora de ella misma, y cerrando los ojos ante el hecho de que no habían llegado a sus tesis sino contradiciendo lo válido, aspirando al reposo, a la propiedad exclusiva, al dominio. El desarrollo más sutil de la probidad y del escepticismo hizo imposibles a tales hombres; se puso de manifiesto que sus vida y sus juicios dependían de unos impulsos y unos errores fundamentales que desde los orígenes afectan a toda existencia sensible. Esta probidad y este escepticismo más sutiles se desarrollaron siempre que dos proposiciones contradictorias parecían aplicables a la vida, puesto que ambas eran compatibles con los errores fundamentales, cuando era posible discutir sobre el grado de utilidad mayor o menor parada vida; lo mismo sucedía cuando se formulaban nuevas proposiciones que, sin ser útiles para la vida, tampoco perjudicaban a ésta, como expresión de un instinto de juego intelectual que revelaba el carácter al mismo tiempo inocente y feliz de todo juego. Poco a poco se fue llenando el cerebro humano de convicciones y juicios de este tipo, y esta masa en fermentación engendró la lucha y el ansia de poder. Toda clase de impulsos, y no sólo el sentido de la utilidad y el placer, participaron y tomaron partido en la lucha por la «verdad»; la lucha intelectual se convirtió en ocupación, deleite, profesión, deber, dignidad; el acto de conocer y la aspiración a lo verdadero acabaron siendo una necesidad entre otras. A partir de aquí no sólo la creencia y la convicción, sino también el examen, la negación, la desconfianza y la contradicción constituyeron un poder; todos los «malos» instintos quedaron subordinados al conocimiento y puestos a su servicio, y adquirieron el prestigio de lo lícito, de lo venerado, de lo útil y, por último, el aspecto y la inocencia del Bien. El conocimiento llegó, entonces, a ser parte integrante de la propia vida y, como vida, fue adquiriendo un poder continuamente creciente, hasta que los conocimientos y aquellos antiguos errores fundamentales acabaron chocando entre sí, los unos con los otros, como vida y poder que eran, en el seno del mismo individuo. El pensador es ahora el ser en el que el impulso de aspiración a la verdad se ha revelado a su vez como poder que conserva la vida. En comparación con la gravedad de esta lucha, todo lo demás resulta indiferente. Lo que aquí se plantea es la cuestión última respecto a la condición vital y el primer intento a realizar para responder experimentalmente a esta, pregunta: ¿en qué medida la verdad tolera ser asimilada? Esta es la pregunta, ésta es la experiencia por realizar.
111. Origen de la lógica.
¿De dónde surgió la lógica en la cabeza de los hombres? Sin dudas de algo ilógico, cuyo campo debió ser inmenso en los orígenes. Pero desaparecieron innumerables seres que transitaban de un modo diferente a como lo hacemos ahora; ¡puede que esto sea más cierto de lo que se cree! Quien, por ejemplo, no sabía discernir con bastante frecuencia lo «idéntico» respecto a la alimentación o a los animales que eran peligrosos para él; quien, por lo tanto, era demasiado lento para clasificar o demasiado minucioso en la clasificación tenía menos oportunidades de sobrevivir que quien captaba inmediatamente lo idéntico entre todas las clases de realidades semejantes. Pero la tendencia predominante a considerar la semejanza como lo idéntico —tendencia ilógica, pues no hay nada que sea idéntico en sí—, esa tendencia, digo, creó el fundamento mismo de la lógica. Del mismo modo, para que pudiera desarrollarse la noción de sustancia, que es indispensable en lógica aunque no se corresponde con nada real, fue preciso que durante mucho tiempo no se advirtiese ni se captara la mutabilidad de las cosas; los seres no dotados de una visión precisa tenían ventaja sobre quienes percibían todas las cosas inmersas «en un flujo perpetuo». Toda precaución extrema a la hora de sacar conclusiones, toda tendencia escéptica constituyen por sí solas un gran peligro para la vida. Ningún ser vivo podría conservarse si no hubiere sido estimulada de forma extraordinariamente fuerte la tendencia contraria a afirmar y no suspender el juicio, a errar y a imaginar y no a esperar, a aprobar y no a negar, a juzgar y no a ser equitativo. El proceso de pensamientos y de conclusiones lógicas que se da en nuestro cerebro actual corresponde a un proceso y a una lucha de impulsos que en sí mismos son sumamente ilógicos e inofensivos; en la actualidad, el antiguo mecanismo funciona en nosotros de forma tan rápida y tan callada que sólo percibimos el resultado de la lucha.