¡Bien sabemos lo que significa «a toda costa», con la cantidad de creencias que inmolamos una tras otra en este altar! Por ende, «voluntad de verdad» no significa «no quiero dejarme engañar», sino —no hay otra alterativa— «no quiero engañar, ni quiero engañarme a mí mismo»; así, estamos en el terreno de la moral. Preguntémonos, entonces, seriamente, «¿Por qué no querer engañar?», cuando parece (¡y tanto que parece!) que la vida no está hecha más que para la apariencia, es decir, para el error, la impostura, el disimulo, el deslumbramiento y la ceguera voluntaria, cuando la vida se ha mostrado siempre de parte de los astutos menos escrupulosos. Semejante propósito podría ser explicado suavemente como una quijotada, como una pequeña locura entusiasta, aunque podría tratarse también de algo peor que un principio destructivo hostil a la vida… La «voluntad de verdad» podría ocultar una voluntad de muerte. De este modo, la pregunta «¿para qué la ciencia?», conduce a la cuestión moral «¿para qué sirve, en última instancia, la moral?», si la vida, la naturaleza y la historia son amorales. Sin duda alguna, el espíritu verídico, audaz y último que presupone la fe en la ciencia afirma al mismo tiempo otro mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia; si afirma ese «otro mundo», ¿no debe negar su contrario, este mundo, nuestro mundo?… Ya se habrá comprendido adónde quiero llegar; a que nuestra creencia en la ciencia sigue apoyándose también en una creencia metafísica, y a que quienes buscamos hoy el conocimiento, los sin dios y los antimetafísicos, encendemos nuestro fuego en la hoguera que ha levantado una creencia milenaria, que era también la de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, que la verdad es divina… Pero ¿qué decir si esta idea se va desacreditando cada vez más, si todo deja de presentar un carácter divino y se revela como error, ceguera, falsedad, y si Dios mismo se muestra como nuestra mentira más largamente mantenida?
345. La moral como problema.
Por todas partes se percibe la falta de personalidad. Una personalidad debilitada, raquítica, apagada, que se niega a sí misma y reniega de sí misma, no sirve para ninguna tarea humana, y menos para la filosofía. El «desinterés» no tiene valor alguno ni en el cielo ni en la tierra. Todos los grandes problemas exigen un gran amor y sólo son capaces de él los espíritus poderosos, enteros, seguros y firmes en sus cimientos. Constituye una diferencia considerable que un pensador se dedique a sus problemas hasta el punto de ver en ellos su destino, su angustia y también su felicidad, o que, por el contrario, los aborde de una forma «impersonal», es decir, que sólo sepa abordarlos y captarlos con las antenas de un pensamiento frío y simplemente curioso. En este último caso, podemos estar seguros de que no conseguirá nada, pues los grandes problemas, aunque se dejen captar, no se dejan retener por las ranas y los impotentes; en esto consiste el buen gusto de los problemas —gusto que, por lo demás, comparten con las mujerzuelas valientes—. ¿A qué se debe, entonces, que no haya encontrado aún a nadie, ni siquiera en los libros, que haya adoptado una posición personal de esta forma respecto a la moral, que haya visto la moral como problema y dicho problema como su angustia, su tormento, su deleite, su pasión personal? Es plenamente evidente que hasta ahora la moral no ha sido un problema, sino más bien el terreno en el que tras las desconfianzas, los disensos y las contradicciones acaban todos entendiéndose mutuamente, el lugar sagrado de la paz donde los pensadores, extenuados por su propia naturaleza, descansaban, respiraban, recobraban vida. No veo a nadie que se haya atrevido a criticar los juicios de valor; busco inútilmente en este campo intentos emprendidos por la curiosidad científica, por la imaginación veleidosa y mimada de los psicólogos y de los historiadores, que anticipa fácilmente un problema y lo capta al vuelo, sin saber muy bien lo que acaba de agarrar. Apenas he encontrado unos inicios rudimentarios de una historia de los orígenes de estos sentimientos y de estas valoraciones (lo que difiere de una crítica de éstos y por supuesto de una historia de los sistemas éticos). Sólo en un caso hice todo lo que fue apropiado para estimular la inclinación y el talento hacia este tipo de historia, aunque hoy creo que fue en vano. Estos historiadores de la moral (principalmente los ingleses) son mentirosos, pues suelen sufrir ingenuamente la exigencia de una moral determinada, convirtiéndose, sin advertirlo, en sus defensores y en su escolta. Admiten, de este modo, ese prejuicio difundido en la Europa cristiana, tan ingenuamente repetido, según el cual la acción moral se caracteriza por el desinterés, la renuncia a uno mismo, el sacrificio personal, el sentimiento de solidaridad, la compasión, la piedad. El fallo habitual de sus hipótesis consiste en afirmar no sé qué pacto de los pueblos, al menos de los pueblos domesticados, respecto a ciertos preceptos de moral, y en concluir determinando la obligación absoluta de éstos para cada uno de nosotros; o, por el contrario, tras haber aceptado la verdad de que las valoraciones difieren necesariamente según los pueblos, concluir en la ausencia de obligación de toda moral; ambas conclusiones son pueriles. Los más sutiles de estos historiadores cometen el defecto consistente en que cuando descubren y critican las opiniones, tal vez insensatas, de un pueblo respecto a su propia moral o las de los hombres respecto a toda moral humana, o bien lo relativo al origen de ésta última, sus sanciones religiosas, la superstición del libre albedrío y otras cosas por el estilo, se imaginan que con eso han criticado a la moral misma. Pero el valor de un precepto como «debes» es muy diferente e independiente de semejantes opiniones acerca del mismo precepto y de la cizaña de error que haya podido invadirlo, del mismo modo que la eficacia de una medicina es totalmente independiente de las opiniones que el enfermo tenga de ella, de que posea conocimientos científicos o prejuicios de anciana. Una moral puede haber nacido muy bien de un error; esta constatación ni siquiera ha abordado el problema de su valor. Nadie hasta ahora ha examinado, entonces, el valor de la más famosa de las medicinas, llamada moral. Esto exigiría ante todo decidirse a poner en cuestión este valor. ¡Pues bien! ¡En esto precisamente consiste nuestra empresa!
346. Nuestro interrogante.
Pero ¿es eso lo que no entienden? Realmente costará trabajo entendernos. Buscamos palabras y quizás buscamos también oídos. ¿Quiénes somos, entonces? Si quisiéramos simplemente denominarnos con términos antiguos como ateos, incrédulos o incluso inmorales, estaríamos lejos de creer que nos hemos definido, pues somos esas tres cosas a la vez en una etapa demasiado tardía; así se comprende, comprenden ustedes, señores curiosos, lo que sentimos en el alma siendo eso. ¡No es la amargura ni la pasión del hombre desenfrenado que hace de su falta de fe una creencia, un fin y un martirio! Hemos sido afilados, nos hemos vuelto fríos y duros a fuerza de reconocer que nada de lo que sucede aquí abajo ocurre de forma divina y que, según los criterios humanos, ni siquiera pasa de un modo razonable, misericordioso y equitativo. Sabemos que el mundo en el cual vivimos no es divino, inmoral, «inhumano»; lo hemos interpretado durante demasiado tiempo de manera falsa y mentirosa, pero según nuestros deseos y nuestra voluntad de veneración, es decir, según una necesidad. ¡Pues el hombre es un animal que venera! Pero también es desconfiado. Lo más cierto de todo lo que captó nuestra desconfianza es que el mundo no vale lo que hemos creído que valía. Tanta desconfianza, tanta filosofía. Evitamos sin duda decir que el mundo tiene menos valor, hasta nos parece risible hoy que el hombre pretenda inventar valores que deban superar el valor del mundo real. Nos hemos desengañado de esto como de una aberración exuberante de la vanidad y de la sinrazón humanas, que durante mucho tiempo no ha sido reconocida en cuanto tal. Ha tenido su última expresión en el pesimismo moderno, y otra más antigua y más fuerte en la doctrina de Buda; pero también la contiene el cristianismo, bajo una forma más dudosa, es cierto, más equívoca, pero no por ello menos fascinante. En cuanto a esta actitud, «el hombre contra el mundo», el hombre como principio «negador del mundo», el hombre como medida de valor de las cosas, como juez del universo que llega a poner la vida misma en el platillo de su balanza y la calcula demasiado liviana; pues bien, hemos tomado conciencia del prodigioso mal gusto que supone toda esta actitud y nos repugna. Por eso nos reímos en cuanto vemos al «hombre y al mundo», puestos uno al lado del otro, separados por la sublime pretensión de la partícula «y». Pero ¿qué sucede? Al reírnos, ¿no habremos dado un paso de más en el desprecio del hombre y, por consiguiente, también en el pesimismo, en el desprecio de la existencia que nos es cognoscible? ¿No habríamos caído por ello mismo en la sospecha de una contradicción, de la contradicción entre este mundo donde hasta ahora teníamos la sensación de estar en casa con nuestras veneraciones —veneraciones en virtud de las cuales tal vez soportábamos la vida—, y un mundo que no es otro que nosotros mismos? Habríamos caído, así, en la sospecha inexorable, extrema, definitiva respecto a nosotros mismos; sospecha que ejerce de forma cada vez más cruel su dominio sobre los europeos y que podría fácilmente poner a las generaciones futuras ante esta espantosa alternativa: «¡O suprimen sus veneraciones, o se suprimen ustedes mismos!». El último término sería el nihilismo; ¿pero no sería nihilismo también el primero? Este es nuestro interrogante.
347. Los creyentes y su necesidad de creer.
El grado de fuerza de un individuo (o de debilidad, por decirlo más claramente) se manifiesta en la necesidad que tiene de creer para prosperar, de contar con un elemento «estable» lo más sólido posible para apoyarse en él. Me parece que en Europa el cristianismo sigue siendo hoy necesario para la mayoría, porque en él se encuentran todavía creencias. Así es el hombre; si necesita un artículo de fe, aunque se lo desmientan de mil maneras, no dejará de considerarlo «verdadero», de acuerdo con aquella célebre «prueba de fuerza» de la que habla la Biblia. Algunos siguen necesitando la metafísica; pero está también ese impetuoso deseo de certeza que hoy estalla en las masas, bajo la forma científico positivista, ese deseo de querer poseer algo absolutamente estable (mientras que con el calor de ese deseo preocupa muy poco contar con argumentos propios para fundar la certeza). Todo esto manifiesta igualmente la necesidad de apoyo, de sostén, de ese instinto de debilidad que, en definitiva, no da origen a las religiones, a las metafísicas, a las convicciones de todas clases, pero las conserva. Por otra parte, todos estos sistemas positivistas están envueltos en humaredas de un negro pesimismo, que tienen algo de cansancio, de fatalismo, de desilusión, de miedo a una nueva desilusión, o manifiestan visiblemente también resentimiento, malhumor, anarquismo exasperado, junto a todos los otros síntomas o disfraces del sentimiento de debilidad. Incluso es siempre una muestra de la necesidad de una creencia, de un apoyo, de un asidero, de un sostén, la violencia con la que nuestros más inteligentes contemporáneos se pierden en miserables sectas como el patrioterismo (por designar lo que hoy en Francia llaman
chauvinisme
, en Alemania
deutsch
) o en las doctrinas de grupos estéticos, como el
naturalisme
parisién (que no pone en evidencia más que el aspecto de la naturaleza que inspira asco y estupor —a este aspecto se lo llama hoy la verdad verdadera; o en el nihilismo según el modelo de San Petersburgo, es decir, en la creencia en la virtud de la falta, llevada hasta el martirio—). La creencia es siempre anhelada con más urgencia cuando falta la voluntad, pues la voluntad como pasión de mando representa el signo distintivo de la soberanía y de la fuerza. Es así cuando menos se sabe mandar y más se experimenta con urgencia el deseo de una realidad, de un ser o de una autoridad que ordene con energía, ya sea un dios, un príncipe, un estado social, un médico, un confesor, un dogma o una conciencia de partido. De este modo, es lícito concluir que las dos religiones universales, el budismo y el cristianismo, podrían deber su nacimiento y su rápida propagación a un extraordinario agotamiento de la voluntad. Y así ha sido en realidad, si estimamos que las dos religiones mostraron el deseo de un «debes» exaltado desesperadamente hasta el absurdo por la enfermedad de la voluntad. Al predicar el fanatismo en los tiempos del debilitamiento de la voluntad, ofrecieron a innumerables almas un sostén, una nueva posibilidad de querer, un placer en el ejercicio de la voluntad. Pues el fanatismo es la única «fuerza de voluntad» a la que pueden tener acceso también los débiles y los inseguros; en la medida en que hipnotiza de algún modo la totalidad del sistema intelectual que descansa en la percepción del mundo sensible, provoca la hipertrofia de un punto de vista conceptual y afectivo particular que predomina en adelante; el cristianismo lo llamará su fe. En cuanto un hombre llega al convencimiento extremo de que ha de recibir una orden, se convierte en creyente. Por el contrario, se podría concebir una autodeterminación alegre y fuerte, una libertad en el querer, ante la cual un espíritu desecharía toda creencia y todo deseo de certeza, por haberse ejercitado manteniendo el equilibrio sobre el ligero alambre de la posibilidad, incluso bailando al borde del abismo. Un espíritu así sería el espíritu libre por excelencia.
348. Sobre el origen de los sabios.
El sabio crece en Europa en el terreno de cualquier Estado y de cualquier clase social, como una planta que no precisa un suelo específico; por eso pertenece esencial e involuntariamente a quienes tienen ideas democráticas. Pero este origen lo traiciona. Si se está un tanto ejercitado en identificar y descubrir la idiosincrasia del sabio al leer un libro o una disertación científica, —pues todo sabio tiene su propia idiosincrasia— se descubrirá en ella casi siempre la «prehistoria» del sabio, su familia y más particularmente el género de profesión y de oficio que ésta practica. Cuando expresa el sentimiento que dice «esto está ya demostrado, para mí es una cuestión resuelta», usualmente es el antepasado quien habla en la sangre y el instinto del sabio, y el que aprueba desde su punto de vista el «trabajo cumplido». En el sabio, la creencia en la prueba no es más que el síntoma de lo que una raza laboriosa consideró siempre «un buen trabajo». Pondré un ejemplo: los hijos de escribanos o de burócratas de cualquier clase, cuya tarea principal consista en clasificar un material variado, en ordenarlo en estantes y en esquematizarlo de una manera general, si llegan a sabios, muestran una especial inclinación a considerar que un problema está casi siempre resuelto cuando lo han esquematizado. Hay filósofos que no son, en última instancia, más que cerebros esquemáticos —el aspecto formal del oficio paterno se ha convertido en ellos en el contenido mismo—. El talento para clasificar y elaborar tablas de categorías revela algo; no somos impunemente hijos de nuestros padres. El hijo de un abogado seguirá siendo abogado, aunque se convierta en un hombre de ciencia, eso sí, intentará que le den la razón en sus sentencias y, en segundo lugar, quizás tener razón. Los hijos de pastores y de maestros protestantes se reconocen por la ingenua seguridad con la que, cuando son sabios, consideran que su causa está demostrada previamente, aunque no han hecho otra cosa que exponerla con osadía y con ardor; es que están acostumbrados a que les crean —lo que evidentemente formaba parte del «oficio» de sus padres—. En cambio, a lo que menos acostumbrado está un judío es a que le crean, dados su actividad de carácter comercial y el pasado de su pueblo. No hay más que considerar desde esta perspectiva a los sabios judíos; todos ellos se aplican extraordinariamente a la lógica, es decir, a lograr el consentimiento con la fuerza de argumentos convincente; saben que así vencerán, incluso cuando la repugnancia racial y social hace que no se los crea gustosamente. Nada es, indudablemente, más democrático que la lógica, la cual no hace acepción de personas y considera iguales las narices aguileñas y las rectas. (Dicho sea de paso, Europa, y en primer lugar los alemanes, raza lamentablemente insensata, que aún hoy necesita que le «laven el cerebro», debe bastante a los judíos en lo que se refiere a la lógica y a una mayor limpieza en los hábitos intelectuales. Allí donde los judíos han ejercido influencia, han enseñado a distinguir con más sutileza, a concluir con más rigor, a escribir con más claridad y precisión. Su tarea fue siempre llevar a un pueblo «a la razón».).