301. Delirio de los contemplativos.
Los hombres superiores se distinguen de los inferiores en que ven y oyen infinitamente más, y sólo ven y oyen reflexionando. Esto diferencia al hombre del animal, y a los animales superiores de los inferiores. A los ojos de quien se desarrolla elevándose cada vez más hacia las alturas de lo humano, el mundo se va enriqueciendo cada vez más; se le ofrecen en número mayor los incentivos del interés; aumenta constantemente la cantidad de sus excitaciones y sus formas diferentes de placer y de dolor; el hombre superior se vuelve al mismo tiempo más feliz y más infeliz. Continuamente lo acompaña, además, un delirio: cree estar efectivamente situado, como espectador y como oyente, ante el gran espectáculo sinfónico de la vida; llama contemplativa a su naturaleza, sin ver que él es también el poeta de la vida, quien prosigue la elaboración poética. Sin duda se distingue del actor de ese drama, del denominado hombre de acción, pero se diferencia más del simple observador invitado a la fiesta para que se siente en el palco frente al escenario. Al él, al poeta, le corresponde evidentemente la capacidad de contemplar, la mirada retrospectiva sobre su obra, pero sobre todo la capacidad de crear que le falta totalmente al hombre de acción, a pesar de las apariencias y de lo que comúnmente se cree. Nosotros, los que percibimos reflexionando, I somos quienes en realidad producimos sin cesar algo que todavía no existe: el universo eternamente creciente de apreciaciones, colores, pesos, perspectivas, grados, afirmaciones y negaciones. Esta creación poética que inventamos es de modo incesante estudiada y repetida para que nuestros propios actores, los llamados hombres prácticos, la representen, encarnen y realicen, es decir, para que la traduzcan a la trivialidad cotidiana. Todo lo que tiene algún valor en el mundo actual, no lo tiene en sí, no lo tiene por naturaleza —la naturaleza carece siempre de valor—, sino que le fue dado un día como un don, ¡y nosotros fuimos los donantes! ¡Nosotros fuimos los creadores del mundo que interesa al hombre! Aunque no tengamos conciencia de ello. Cuando alguna vez lleguemos a tenerla, nos olvidaremos de inmediato. Nosotros desconocemos nuestra fuerza, los contemplativos nos subestimamos demasiado; no somos tan orgullosos ni tan felices corno podríamos serlo.
302. Peligro del más feliz.
Todo el mundo desearía que su bien, su estado personal, tuviera sutiles sentidos y un gusto refinado; así como estar habituado a las cosas espirituales exquisitas y excelentes, al igual que a la dieta alimenticia más conveniente y natural; disfrutar de un alma fuerte, audaz, atrevida; ir por la vida con paso firme y ojos serenos; estar preparado tanto para los casos extremos como para una fiesta y ansiar mundos, mares, hombres y dioses desconocidos; oír cualquier música alegre como si señalara la proximidad de individuos valientes, soldados o navegantes, que en el placer del breve instante de descanso que se conceden quedan subyugados por la melancolía purpúrea de la vida hasta derramar lágrimas. ¡Así era la felicidad de Homero, la situación de quien inventó los dioses de los griegos —¿qué digo?—, de quien se creó sus propios dioses! Pero no lo ocultemos; con esta felicidad de Hornero en el alma ¡se es también la criatura más proclive a sufrir que podamos encontrar bajo el sol! ¡Sólo a ese precio puede conseguirse la cubierta más preciada que hasta hoy hayan arrojado las olas de la existencia a la orilla! Quien la posee acabará siendo demasiado sensible al dolor. Le bastó a Homero un pequeño contratiempo, un leve disgusto, para que la vida llegara a asquearlo; ¡no supo descifrar un enigma tonto e insignificante que le plantearon unos muchachos pescadores! Efectivamente, ¡los enigmas insignificantes constituyen un peligro para los más felices!
303. Dos seres felices.
A decir verdad, ese hombre, a pesar de su juventud, sabe muy bien improvisar en la vida y sorprende hasta al observador más perspicaz; efectivamente, parece que no da un paso en falso, aun cuando juega las partidas más arriesgadas. Nos recuerda a esos maestros de la improvisación en el arte de la música, a quienes el oyente se cree en la obligación de atribuirles unas manos infalibles y divinas, aunque alguna vez se equivoquen, como todo mortal. Pero están tan ejercitados y son tan inventivos que en todo momento se encuentran dispuestos a integrar de inmediato en la estructura temática su humor o el capricho de sus dedos, infundiendo, así, al azar, un alma y un hermoso significado. Ahora tenemos delante a un hombre completamente distinto, pues termina fracasando en todo lo que acomete o proyecta. Las cosas en las que, en su día, más puso el corazón, lo han llevado más de una vez a dos pasos de la ruina, y si escapaba, sólo sacaba un «ojo morado». ¿Creen que es desdichado por eso? Hace mucho tiempo que decidió no conceder demasiada importancia a sus deseos o proyectos. Se dice a sí mismo: «Si esto no me sale, tal vez otra cosa me saldrá; y, en última instancia, no puedo afirmar si les debo más a mis fracasos que a cualquier éxito. ¿No estaré hecho para ser testarudo y llevar unos cuernos de toro? Lo que para mí constituye el valor y el beneficio de la vida se encuentra en otra parte; mi orgullo, al igual que mi miseria, reside en otra parte. Conozco mejor la vida por haber estado tan a menudo a punto de perderla; ¡por eso precisamente la vida me ha dado más que a ninguno de ustedes!».
304. Actuando, omitimos.
Me horrorizan profundamente esas morales que dicen: «¡No hagas eso! ¡Renuncia! ¡Véncete!». Por el contrario, obedeceré con gusto a las morales que me impulsan a actuar una y otra vez, aunque tenga que estar mañana, tarde y noche considerando sólo eso y no pensando más que en actuar bien, de un modo que únicamente yo sea capaz de hacerlo. Quien vive así siempre está abandonando aquellas cosas que no encajan con semejante modelo de vida; sin odio ni repugnancia ve que se separan de él hoy esto, mañana aquello, como las hojas amarillentas a las que el menor soplo de aire desprende del árbol. Es probable que ni detenga su atención en esta separación, por tener la mirada puesta exclusivamente en el objetivo, así como no mirará más que lo que tiene delante, y no hacia los lados, ni hacia atrás, ni hacia abajo. Me complace afirmar: «Nuestro actuar debe determinar lo que omitimos; actuando, omitimos». Pero me niego a aspirar conscientemente a mi empobrecimiento, no me gustan esas virtudes negativas que en realidad consisten en renunciar y negarse a uno mismo.
305. Autodominio.
Los moralistas, que sobre todo incitan al hombre a dominarse, le provocan una enfermedad singular; una constante susceptibilidad contra toda inclinación y contra todo movimiento natural, y una especie de comezón. Cualquiera que sea el móvil que lo impulse, arrastre, atraiga o arrebate, ya sea que provenga del exterior o del interior, siempre le parecerá a este ser tan susceptible que pone en peligro su autodominio. Ya no debe abandonarse a ningún instinto ni volar libremente, sino mantenerse siempre a la defensiva, armado contra sí mismo, con la mirada penetrante y desconfiada, como el guardián eterno de la fortaleza en la que se ha convertido voluntariamente. Pese a todo, ¡puede tener indudablemente grandeza! Pero ¡qué insoportable resulta para los demás, qué difícil para él mismo, qué empobrecida y falta de hermosas aventuras y de nuevas enseñanzas se encuentra su alma! Hay que saber desaparecer durante largo tiempo, si queremos aprender algo de las realidades ajenas.
306. Estoicos y epicúreos.
El epicúreo escoge la situación, las personas e incluso los acontecimientos que convienen a su constitución intelectual, extremadamente excitable, renunciando a todo lo demás —es decir, a casi la mayoría de las cosas—, ya que sería para él un alimento demasiado fuerte y pesado. Por el contrario, el estoico se ejercita tragando piedras y gusanos, trozos de vidrio y escorpiones, sin sentir asco alguno, para que su estómago termine siendo indiferente a todo lo que el azar de la existencia le ponga delante —esto nos recuerda a la secta árabe de los aissauas que encontramos en Argelia—. Asimismo, le agrada también contar con un público invitado a contemplar el espectáculo de su insensibilidad, cosa que el epicúreo rechaza gustosamente, ¡pues él tiene su «jardín»! El estoicismo puede ser muy recomendable para hombres sometidos a la improvisación del destino y para quienes viven en épocas violentas, dependiendo de hombres bruscos e inconstantes. Pero quien prevé en cierto modo que el destino le permitirá hilar un largo hilo hará bien en adoptar disposiciones epicúreas; ¡todos los que se han dedicado al trabajo espiritual lo han hecho hasta hoy! Para ellos, efectivamente, la mayor de las pérdidas sería verse privados de su fina sensibilidad y recibir a cambio la dura piel de los estoicos, erizada de púas.
307. En favor de la crítica.
Hoy te parece un error lo que antes amabas como algo verdadero o como verosímil; de esta manera, lo apartas lejos de tu lado y te imaginas que así ha vencido la razón. Pero es posible que antes, cuando eras otro —siempre eres otro—, ese error fuera para ti necesario como todas tus verdades «actuales», de la misma manera que una piel ocultaba y envolvía muchas cosas que no tenías derecho a ver aún. Ha sido tu nueva vida, no tu razón, quien ha matado a favor tuyo esa antigua opinión; ya no la necesitas, y ahora se ha derrumbado, para salir arrastrándose de sus ruinas a plena luz del día el gusano de la sinrazón. Cuando ejercitamos nuestro espíritu crítico, no hay nada en ello de arbitrario ni de impersonal —al menos con frecuencia constituye la prueba de que actúan en nosotros fuerzas activas que están preparadas para hacer que estalle una corteza—. Negamos, debemos negar, porque hay algo en nosotros que quiere vivir y afirmarse, algo que tal vez nos es desconocido, que no vemos aún. Esto dicho en favor de la crítica.
308. La historia de todos los días.
¿Qué conforma la historia de todos los días? Las costumbres que la componen: ¿son el producto de numerosos e insignificantes actos de cobardía y de pereza, o son el resultado de la valentía y de la ingeniosa razón? Por diferentes que sean esas dos eventualidades, es posible que los hombres tributen las mismas alabanzas y que, de un modo u otro, presten la misma utilidad. Pero a lo mejor las alabanzas, la utilidad y el respeto son suficientes para quien se contenta con tener la conciencia tranquila, aunque no pueden alcanzar a quien examina las entrañas y tiene una ciencia de la conciencia.
309. Sobre la séptima soledad.
Un día el caminante cerró violentamente una puerta tras de sí, se detuvo y se puso a llorar. Luego dijo: "¡Estoy harto de esta inclinación, de este impulso a lo verdadero, a lo real, a lo no aparente, a lo cierto! ¿Por qué me persigue precisamente a mí este acosador sombrío y apasionado? Me gustaría tomarme un descanso, ¡pero no me lo permite! ¡Y cuántas cosas me sugieren la seducción del descanso! Por todas partes veo jardines de Armida; ¡por eso sufre mi corazón nuevos desgarrones y nuevas amarguras! He de seguir avanzando, levantar estos pies cansados y heridos; a medida que avanzo, suelo tener para las cosas bellas que no han logrado retenerme más que una mirada furiosa… ¡porque no lograron retenerme!"
310. Voluntad y ola.
¡Con qué desesperación avanza esa ola, como si tratara de alcanzar algo! ¡Con qué inquietante precipitación se introduce en los más íntimos recovecos de las cavidades rocosas! Parece que quisiera adelantarse a alguien, que hay algo ahí escondido, ¡algo muy apreciado! Luego retrocede un poco, más lenta, blanca aún de emoción… ¿probará decepcionada? ¿Finge estarlo? Pero ya se acerca otra ola más ávida, más salvaje que la anterior y cuya alma parece llena de misterios, ¡llena de ansia de tesoros ocultos! Así viven las olas… ¡y así vivimos los seres que tenemos voluntad! No digo más. ¿Qué es eso? ¿No confían en mí? ¿Están encolerizados conmigo, soberbios monstruos? ¿Temen que revele todo su secreto? ¡Pues bien! ¡Enfurézcanse, entonces! ¡Eleven todo lo que puedan esos terribles cuerpos verdosos, formen una muralla entre el sol y yo, como lo están haciendo ahora! Ya no queda, realmente, del mundo más que un verde crepúsculo y unos verdes relámpagos. Bailen todo lo que tengan ganas, bellas tumultuosas, rujan de placer y de maldad. Sumérjanse de nuevo, arrojen sus esmeraldas en el fondo del abismo y tiren hacia arriba sus blancos e infinitos bordados de espuma. Yo aplaudo todo eso; ¿cómo las voy a traicionar, con todo lo que les debo? Porque, sépanlo bien, las conozco, a ustedes y su secreto, ¡conozco de qué raza son! ¡Ustedes y yo somos de una misma y única raza! ¡Ustedes y yo tenemos un mismo y único secreto!
311. Luz refractada.
No siempre se dan pruebas de valentía y cuando llega el cansancio, más de uno de nosotros se lamenta diciendo: "¡Qué difícil es no hacer daño a los hombres!
¿Por qué ha de ser así? ¿De qué sirve vivir ocultos si no queremos callar lo que produce escándalo? ¿No sería más prudente vivir en el tumulto y considerar en la persona de cada uno los pecados que deben cometerse, que es preciso cometer entre todos?, ¿ser insensato con los insensatos, vanidoso con los vanidosos, entusiasta con los entusiastas? ¿No sería esto lo equitativo, teniendo en cuenta nuestra impetuosa divergencia respecto al conjunto? Cuando me entero que otro me calumnia, ¿no es mi primera reacción exigir reparación? ¡Está bien!
—me parece decirles—, no tengo nada en común con ustedes, y hay tanta dosis de verdad de mi parte, ¡qué pueden divertirse a costa de mí todas las veces que quieran! ¡Ahí tienen mis defectos y mis errores, mi delirio, mi falta de gusto, mi confusión, mis lágrimas, mi vanidad, mi estar escondido como un búho, mis contradicciones! ¡Ahí tienen de qué reírse! ¡Pues ríanse y pónganse contentos! ¡No me rebelaré contra la ley ni contra la naturaleza de las cosas que convierten las faltas y los desprecios en objeto de diversión! Sin duda que supo haber épocas más bellas en las que cada vez que se concebía una idea un tanto nueva, podía considerarse indispensable salir a la calle y gritarle a la gente: «¡El reino de Dios está cerca de ustedes!». Pero en lo que a mí respecta, si no existiera, no notaría mi falta. ¡Ninguno de nosotros es indispensable!" Pero, como he dicho, no razonamos así cuando somos valientes; no pensamos en eso.
312. Mi perro.
«Perro» es el nombre que le he puesto a mi dolor. Es tan fiel, tan inoportuno y sinvergüenza, tan divertido e inteligente como cualquier perro. Puedo retarlo y descargar en él mi mal humor como hacen otros con sus perros, sus empleados o sus mujeres.