358. La sublevación de los campesinos en el terreno del espíritu.
Los europeos nos encontramos frente a un inmenso conjunto de ruinas, en el que se alzan aún varias obras elevadas, en el que subsisten muchas cosas carcomidas y de aspecto inquietante, mientras que la mayor parte se ha hundido y cubre el suelo plagado de malezas, grandes y pequeñas, produciendo en su totalidad un efecto muy pintoresco. ¿Dónde hubo nunca ruinas más bellas? Esta ciudad en ruinas es la Iglesia. Observamos la sociedad religiosa del cristianismo sacudida hasta sus últimos cimientos. La fe en Dios ha sido derribada, demolida, mientras que la creencia en el ideal ascético cristiano libra precisamente su último combate. Un edificio tan paciente y sólidamente construido como el cristianismo —¡fue el último edificio romano!— no podía evidentemente ser destruido de un solo golpe; ha sido necesaria toda clase de temblores de tierra, toda clase de espíritus para perforar, cavar, roer, ablandar y desintegrar. Pero lo más extraño es que quienes se han esforzado en mantener el cristianismo, en conservarlo, se han convertido en sus mejores destructores: los alemanes. Parece que los alemanes no entienden la esencia de una iglesia. ¿Será que no son lo suficientemente espirituales y desconfiados? El edificio de la Iglesia descansa en todo caso sobre una libertad y una generosidad espirituales propiamente meridionales y, a la vez, sobre una desconfianza también austral hacia la naturaleza, el hombre y el espíritu; descansa en un conocimiento del hombre, una experiencia de los hombres, absolutamente distintos de los que se tienen en el norte. La reforma luterana fue en toda su extensión la revolución indignada de la simplicidad contra lo «matizado», por hablar con prudencia; un malentendido tosco, ingenuo, donde hay mucho que perdonar. No se entendía la expresión de una Iglesia victoriosa y no se veía en ella más que corrupción; se juzgó mal el escepticismo aristocrático, ese lujo de escepticismo y de tolerancia, que se permite todo poder victorioso, seguro de sí mismo… Hoy vemos con toda claridad cómo Lutero, en todas las cuestiones cardinales del poder, actuó de forma nefasta, superficial, sin discernimiento, aturdido, como hombre de pueblo a quien le faltaba la herencia de una casta dominante, todo instinto de poder, hasta el extremo de que su obra, su voluntad de reconstruir el edificio romano, fue, involuntaria e inconscientemente en su origen, una empresa destructora. Se puso a desligar y a desgarrar con verdadera ira lo que la vieja araña había tejido con más laboriosidad y paciencia. Entregó a todo el mundo los libros sagrados, que llegaron a manos de los filósofos, es decir, de los destructores de toda creencia basada en libros. Al rechazar la fe en la inspiración de los concilios destruyó la idea de «Iglesia», la cual conserva su fuerza suponiendo previamente que el espíritu inspirador que la fundó continúa viviendo en ella, construyendo y prosiguiendo la edificación de su morada. Devolvió al sacerdote la relación sexual con la mujer; pero las tres cuartas partes del respeto que el pueblo, sobre todo la mujer del pueblo, es capaz de tener, se basa en la creencia de que un hombre que es excepcional en ese aspecto no lo será menos en otros puntos. Aquí precisamente la creencia popular en algo sobrehumano en el hombre, en el milagro, en Dios redentor en el hombre, había encontrado al defensor más sutil y fascinante. Lutero, después de haber devuelto la mujer al sacerdote, debía retirarle la facultad de escuchar confesiones, lo que psicológicamente era justo; con este hecho quedó, en definitiva, suprimido el sacerdote cristiano, cuya utilidad más profunda había sido siempre ser un oído santo, un pozo de silencio, una tumba para los secretos. Bajo fórmulas como «cada uno es sacerdote de sí mismo» y su astucia de campesino se escondía el odio profundo de Lutero al «hombre superior» como lo había concebido la Iglesia. De este modo, destruyó un ideal que no había podido alcanzar, mientras parecía que estaba combatiendo y aborreciendo la degeneración de dicho ideal. En realidad, este monje imposible rechazó lejos de sí el dominio de los hombres religiosos, con lo que hacia el interior del orden eclesiástico no hizo otra cosa que suscitar lo que con tanta intolerancia combatía en el orden civil: una «sublevación de campesinos». En cuanto a todo lo bueno y lo malo que haya surgido a partir de su Reforma, que puede más o menos valorarse hoy, ¿quién será lo bastante ingenuo para pretender simplemente alabar o censurar a Lutero por semejantes consecuencias? Él es inocente de todo, no sabía lo que hacía. El aplanamiento del espíritu europeo, principalmente en el norte, su exceso de bondad, si se prefiere decirlo con un término moral, dio un prodigioso paso hacia delante gracias a la Reforma luterana, eso está fuera de duda. También se desarrollaron, en virtud de ella, la movilidad y la inquietud del espíritu, su sed de independencia, su creencia en el derecho a ser libre, su «naturaleza». Si, como último aspecto, queremos concederle el mérito de haber preparado y favorecido lo que hoy honramos como «ciencia moderna», hay evidentemente que añadir que la Reforma contribuyó a la degeneración del sabio moderno, a su falta de respeto, de pudor y de profundidad, a toda esa confianza y bondad en las cosas del conocimiento, en última instancia, a ese espíritu plebeyo que caracteriza a los dos últimos siglos y del que no nos ha redimido aún en modo alguno el pesimismo reciente. También las «ideas modernas» demuestran aún esa sublevación de campesinos en el norte contra el espíritu más frío, más equívoco, más desconfiado del sur, cuyo monumento más grandioso es la Iglesia cristiana. No olvidemos, en definitiva, lo que representa una Iglesia, principalmente por oposición a cualquier «Estado»; una Iglesia es ante todo una estructura de dominio que asegura al hombre más espiritual el rango supremo y que cree en el poder de la espiritualidad, a fin de prohibirse todo recurso a medios de violencia más toscos; sólo por eso, la Iglesia es, en todos los sentidos, una institución más noble que el Estado.
359. La venganza sobre el ingenio y otros motivos secretos de la moral.
¿Dónde creen que encuentra la moral sus defensores más temibles y audaces? Analicemos a un hombre descastado que no tiene el suficiente ingenio como para deleitarse con él, ni demasiada poca cultura como para ignorarlo; un hombre aburrido, asqueado, lleno de autodesprecio; un hombre que lamentablemente tiene algo de dinero, por lo cual se ve privado del último consuelo, de la «bendición del trabajo», del olvido de sí mismo en el «trabajo cotidiano»; ese hombre que se avergüenza de su existencia —que además tal vez esconda varios vicios pequeños— y que, por otra parte, se va corrompiendo sin poderlo remediar progresivamente, volviéndose de manera continua más susceptible por el contacto con libros que no tiene derecho a leer, o con una sociedad demasiado inteligente como para que él la pueda digerir; ese hombre totalmente envenenado —pues el ingenio, la cultura, la fortuna, la soledad, todo se vuelve veneno para tales seres descastados—, ese hombre, digo, acaba cayendo en un estado habitual de venganza, de voluntad de venganza…, ¿de qué creen que tiene necesidad, absoluta necesidad, para procurarse una apariencia de superioridad respecto a hombres más inteligentes, para darse el placer de la venganza cumplida, al menos en la imaginación? Será siempre, sin temor a equivocarme, de la moral; siempre las grandes palabras moralizantes, siempre pronunciando con estridencia términos como justicia, prudencia, santidad, virtud, siempre la actitud estoica (¡qué bien oculta el estoicismo lo que no se tiene!); siempre la capa del silencio discreto, de la afabilidad, de la mansedumbre, y no sé qué otras capas de cosas ideales, bajo las cuales se pasean los autodespreciadores incurables y los vanidosos incurables. Que no se malinterprete lo que digo. De esta clase de enemigos natos del ingenio procede a veces ese raro tipo de hombres que el pueblo honra con el nombre de santos o de sabios; de este tipo de hombres surgen monstruos de la moral que causan alboroto, que hacen la historia —San Agustín es uno de ellos—. El miedo al ingenio, la venganza contra el ingenio —¡oh, cuántas veces estos vicios llenos de fuerza impulsora se han convertido en raíces de virtudes y hasta en la virtud misma!— Y ahora entre nosotros, preguntémonos si incluso esa pretensión de los filósofos por la sabiduría, que a veces se ha expresado en un lugar u otro de la tierra, como A la pretensión más loca y presuntuosa, ¿no ha sido siempre hasta hoy, tanto en la India como en Grecia, ante todo un escondite? A veces a lo mejor, desde el punto de vista pedagógico que santifica tantas mentiras, esa pretensión por la sabiduría era preconizada como una especie de tierna solicitud hacia seres que están creciendo y desarrollándose, hacia discípulos a los que a menudo hay que tratar de defender de sí mismos mediante la creencia en la persona (mediante un error)… Pero en los casos más frecuentes será el refugio donde se retira el filósofo, cansado, helado por la edad, endurecido, en la medida que esto traduce el sentimiento del fin próximo, la inteligencia de ese instinto que tienen los animales ante la muerte —se apartan, se quedan en silencio, se refugian en cuevas, se vuelven sabios—. ¿Cómo? ¿Será la sabiduría un refugio del filósofo para ocultarse… del ingenio?
360. Dos clases de causas que se confunden.
Creo que uno de mis adelantos y progresos más esenciales es que he aprendido a distinguir la causa de la acción de la causa de determinada forma de acción, de la acción con tal fin. La primera clase de causa es una cantidad de causas acumuladas que esperan ser empleadas de cualquier forma, con cualquier fin; la segunda clase, en cambio, comparada con esta fuerza disponible, es algo totalmente insignificante, una pequeña eventualidad por la que dicha cantidad «se descarga» de una determinada manera; el fósforo en relación con el barril de pólvora. Entre estas pequeñas casualidades, estos fósforos, incluiré todos los pretendidos «fines», así como las «vocaciones» mucho más pretendidas aún; son relativamente fortuitas, arbitrarias, casi indiferentes con relación a la inmensa carga de fuerza que, como he dicho, surge para ser usada de cualquier manera. Comúnmente se considera esto desde otro ángulo; se está acostumbrado a ignorar la fuerza impulsora más que en la meta misma (fines, profesiones, etc.) según un error muy antiguo, pero la meta no es más que la fuerza directiva, por lo que se ha confundido al piloto con el barco. Incluso no siempre el piloto es la fuerza directiva… ¿No son la «meta» y el «fin» a menudo una embellecedora excusa, una ceguera suplementaria de la vanidad, que no quiere saber que el navío no hace más que seguir la corriente en la que se ha metido por casualidad, que «quiere» ir en ese sentido porque se ve arrastrado hacia él, que tiene sin duda una dirección, pero de ningún modo alguno un piloto? Nos falta aún una crítica de la idea de «fin».
361. A propósito del problema del actor.
El problema del actor es uno de los que más han preocupado desde hace mucho tiempo. Yo dudaba (y a veces continúo haciéndolo) de si éste es el único punto de partida que permite llegar a la peligrosa idea de «artista» —idea que ha sido tratada hasta ahora con una benevolencia imperdonable—. La falsedad con buena conciencia, el placer de simular estallando como una fuerza, haciendo retroceder a lo que llamamos «carácter», sumergiéndolo a veces hasta acabar con él; el deseo interior de tomar una máscara y entrar en un papel, en una apariencia; un excedente de facultades de adaptación de toda clase que ya no puede satisfacerse sirviendo estrictamente a la utilidad inmediata… ¿no es todo esto únicamente lo que constituye al actor en sí? Este instinto se desarrollará con más facilidad en aquellas familias pobres del pueblo que, por presiones y complicaciones diversas, deben asegurarse el sustento en rigurosa servidumbre, administrar su alimentación según sus bolsillos, adaptarse con flexibilidad a circunstancias siempre cambiantes, mostrar actitudes nuevas, llegar de a poco a ser capaces de «llevar la capa al capricho del viento», hasta convertirse incluso en capa como maestros de ese arte asimilado y encarnado del eterno juego del escondite que en los animales se llama mimetismo, etc.,… hasta que al fin toda esta capacidad acumulada durante generaciones se hace tiránica, irrazonable, indomable y aprende instintivamente a mandar a los otros instintos, engendrando al actor, al «artista» (comenzando por el bufón, el charlatán, el payaso, el clon, la clásica figura del criado, de Gil Blas —pues en estos tipos se encuentra la prehistoria del artista y bastante a menudo incluso la del «genio»—). En condiciones sociales más elevadas se desarrolla igualmente bajo presiones semejantes una clase de individuo análoga, con la excepción de que en este caso el instinto histriónico es frenado frecuentemente por otro instinto, el «diplomático» —aunque me inclino a creer que, si le estuviera permitido, un buen diplomático haría un buen papel como actor—. En lo que respecta a los judíos, el pueblo del arte de la adaptación por excelencia, estamos predispuestos en este orden de ideas a ver en ellos por encima de todo una empresa, por así decirlo, de alcance histórico universal para la formación de actores, un semillero propiamente dicho de actores. Esta cuestión tiene plena actualidad; ¿qué buen actor no es hoy judío? El judío, del mismo d modo, como escritor de nacimiento, como dominador efectivo de la prensa europea, ejerce este poder que le es propio en virtud de su capacidad de actor, pues el escritor es esencialmente actor —representa el papel de «competente», de «especialista»—. Por último, las mujeres. Pensemos en toda la historia de la mujer, que supuestamente deben ser actrices por sobre todas las cosas. Oigamos a los médicos que han hipnotizado a mujeres para acabar constatando que amarlas es ¡dejarse hipnotizar por ellas! ¿Qué resulta siempre de esto? Que hasta cuando se entregan están «representando». ¡Es tan artista la mujer!
362. Nuestra creencia en una virilización de Europa.
Debemos a Napoleón (y de ningún modo a la Revolución Francesa que buscaba la «fraternidad» de los pueblos y el florecimiento de efusiones afectivas universales) que debamos esperar de ahora en más una sucesión de siglos bélicos sin precedente en la historia; en pocas palabras, le debemos haber entrado en la era clásica de la guerra, de la guerra científica y popular al mismo tiempo, de la mayor envergadura (en cuanto a medios, talentos, disciplina). Este período será estudiado por los siglos futuros con envidia y respeto, como un ejemplar perfecto; el movimiento nacional del que procederá esta gloria bélica no es sino un contragolpe de la acción misma de Napoleón, por lo que sin él no habría podido producirse. Algún día se reconocerá a Napoleón el mérito de haber restituido al hombre en Europa, la superioridad sobre el hombre de negocios y el filisteo; quizás incluso sobre «la mujer», a quien el cristianismo, el espíritu entusiasta del siglo XVIII y las «ideas modernas» no han dejado de halagar. Napoleón, que considera a la civilización con sus ideas modernas como una enemiga personal, se consagró mediante esta hostilidad como uno de los mayores continuadores del Renacimiento; él fue quien reveló un fragmento entero de naturaleza antigua, el fragmento decisivo quizás, el fragmento de granito. Y quién sabe si este fragmento de naturaleza antigua no llegará a superar igualmente al movimiento nacional, para heredar y continuar en sentido afirmativo el esfuerzo de Napoleón, quien, como sabemos, quería una Europa unida que fuese dueña del mundo.