La gaya ciencia (26 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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349. Más sobre el origen de los sabios.

Querer autoconservarse es la expresión de una situación angustiosa, de una limitación del impulso vital que aspira, por naturaleza, a extender su poder y, a causa de ello, pone en peligro la autoconservación hasta sacrificarla. Rasgo sintomático de esto es el hecho de que algunos filósofos consideren, como el tísico Spinoza, que el instinto de conservación es un principio decisivo; se trata precisamente de hombres en una situación muy extrema. El hecho de que nuestras modernas ciencias de la naturaleza estén tan influidas por el dogma spinozista (y más recientemente, y de la forma más vulgar en la línea del darwinismo con su doctrina incomprensiblemente unilateral de la «lucha por la existencia») se debe probablemente al origen social de la mayoría de estos sabios. Desde este punto de vista, pertenecen al «pueblo», sus ascendientes eran pobres, personas insignificantes muy familiarizadas con las dificultades que exige la subsistencia. Todo el darwinismo anglosajón exhala un aire similar al de las ciudades británicas superpobladas, un hedor de pobres, hecho de miseria y estrechez. Pero como sabio en el terreno de las ciencias de la naturaleza, debería saber salir de su reducto humano; en la naturaleza no reina la estrechez, sino la abundancia, el despilfarro hasta el absurdo. La lucha por la existencia no es sino una excepción, una limitación provisional de la voluntad de vivir; la lucha grande y pequeña por la existencia gravita en todos los sentidos en torno a la preponderancia, el crecimiento, la expansión, de acuerdo con la voluntad de poder que es justamente voluntad de vida.

350. En honor de los hombres religiosos.

La lucha contra la Iglesia es sin duda, entre otros aspectos, —pues significa mil cosas diversas— la lucha de las naturalezas más vulgares, más livianas, más confiadas, más superficiales contra el dominio de los hombres más graves, más profundos, más contemplativos, es decir, más malvados y más desconfiados, que estuvieron largo tiempo examinando con profunda suspicacia tanto el valor de la existencia como su propio valor; el instinto vulgar del pueblo, su alegría sensual, su «buen corazón» se rebelaron contra ellos. Toda la Iglesia romana se apoya en la suspicacia meridional hacia la naturaleza humana, que en el norte se prestó siempre al malentendido. Esta suspicacia constituía para el sur de Europa la herencia del Oriente profundo, de la antigua y misteriosa Asia y de su espíritu contemplativo. Ya el protestantismo constituyó una sublevación popular en favor de la gente buena, ingenua, confiada, superficial (en el norte se da siempre más benevolencia y simpleza que en el sur); pero fue la Revolución Francesa quien entregó por fin solemnemente y sin reservas el cetro al «buen hombre» (al cordero, al asno, a la oca, en suma, a todo lo que es de una simpleza irremediable, a todo el que vocifera y está maduro para el manicomio de las «ideas modernas».).

351. En honor de las naturalezas sacerdotales.

Creo que los filósofos se han sentido siempre muy alejados de lo que el pueblo entiende por sabiduría (¿y quién no es «pueblo» hoy?), esa amabilidad compasiva de sacerdote rural que descansa en los campos con una tranquilidad de alma prudente y bovina, y mira pasar la vida con seriedad de rumiante. Puede que ello se haya debido a que los filósofos no se sentían lo bastante «pueblo», lo bastante «sacerdotes rurales». También serán los últimos en admitir que el pueblo pueda comprender alguna vez eso que les es más extraño, esa gran pasión del que busca el conocimiento, que vive continuamente en la nube tormentosa de los problemas supremos y de las responsabilidades más pesadas, que debe vivir ahí (ya que no lo satisface una mirada externa, indiferente, segura, objetiva…). El pueblo venera a otra clase de hombres con los mayores honores, a quienes tienen una naturaleza sacerdotal, dulces, castos y serios, sencillos de espíritu, con todo lo que les es semejante. A ellos se dirige la alabanza del pueblo en su forma de venerar la sabiduría, pues con ellos iba a tener el pueblo el mayor motivo de reconocimiento en tanto estos hombres le pertenecen y han salido de él, como hombres consagrados, apartados y sacrificados a su salvación —ya que ellos se creen sacrificados a Dios—. Esos son hombres en cuya alma puede el pueblo vaciar impunemente su corazón, descargarse de sus secretos, de sus preocupaciones y de cosas peores (pues el hombre que «se comunica», se descarga de sí mismo; y el que «se confiesa», olvida). Se trata de una imperiosa necesidad, pues el alma necesita también cloacas para sus desperdicios y aguas limpias que la purifiquen, así como rápidas oleadas de amor y corazones fuertes, humildes y puros que estén dispuestos a inmolarse a este servicio de higiene privada —dado que efectivamente se trata de una auténtica inmolación, en la que el sacerdote es y sigue siendo la víctima—. El pueblo considera sabios a estos hombres inmolados y secretos, a estos hombres graves de la «fe», es decir, como los que han adquirido el saber, como hombres «seguros» frente a su propia inseguridad; ¿quién puede, entonces quitar al pueblo esta confianza y este respeto? Entre los filósofos, en cambio, incluso a un sacerdote se lo considera «pueblo», y de ningún modo un hombre de «saber», ante todo porque los propios filósofos no creen que pueda haber hombres de «saber» y porque este género de creencia y de superstición les huele a pueblo. Fue la modestia quien inventó entre los griegos la palabra «filósofo», dejando a los comediantes del espíritu la presunción y la soberbia de llamarse sabios, la misma modestia de naturalezas de un orgullo tan impetuoso y una independencia tan soberana como Pitágoras y Platón.

352. ¿En qué sentido es casi imprescindible la moral?

El hombre desnudo ofrece por lo general un aspecto vergonzoso —me refiero a los europeos (¡no a las europeas!)—. Si por la travesura de un mago, un grupo muy alegre de comensales se viera de pronto destapado y desnudo, no sólo se desvanecería su buen humor, sino que hasta perdería el apetito —por lo que parece, los europeos no podemos prescindir de ese enmascaramiento que se llama ropa—. Pero ¿no habría razones válidas también para disfrazarnos de «hombres morales», para cubrirnos de fórmulas morales y de nociones de decencia, en resumen, para esta forma benevolente de ocultar nuestros actos bajo las nociones de deber, de virtud, de espíritu cívico, de honorabilidad, de renuncia a uno mismo? No intento con esto que se trate de enmascarar la maldad y la bajeza humanas, la bestia feroz que hay en nosotros; mi tesis es todo lo contrario: que como animales amaestrados ofrecemos un aspecto vergonzoso y necesitamos un disfraz moral, que en Europa el «hombre interior» está lejos de ser lo bastante malvado para tener la osadía de «dejarse ver» (y para ser bello así). Convertido en un animal enclenque y enfermo, el europeo se disfraza con la moral; como es casi un aborto débil y torpe, resulta muy razonable que se «domestique»… Y este disfraz no es la ferocidad del animal de presa quien lo crea, sino el animal gregario con su profunda mediocridad, su angustia y su aburrimiento de sí mismo. Ataviado con la moral, el europeo —reconozcámoslo— tiene más garantías de distinción, de importancia, de respetabilidad. Se convierte casi en un «objeto de devoción».

353. Sobre el origen de las religiones.

La invención esencial de los fundadores de religiones consiste principalmente en establecer un determinado modo de vida, una cierta práctica moral diaria, que actúa como una disciplina de la voluntad, evitando a la vez el aburrimiento; en segundo lugar, brinda a esa vida una interpretación en virtud de la cual aparece iluminada por un valor supremo, de manera que este género de vida se convierte en un bien por el cual se lucha y al que se le ofrece la propia vida, en caso necesario. De estas dos invenciones, la segunda es, a decir verdad, más esencial; en la primera, la forma de vivir existía generalmente antes, pero entre otros géneros de vida, y sin tener conciencia de su valor implícito. La importancia y la originalidad del fundador de una religión se muestra generalmente en el hecho de que distingue esta manera de vivir, la elige, es el primero en adivinar de qué modo puede practicarse e interpretarse. Jesús (o Pablo), por ejemplo, se encontró en presencia de la vida de la gente insignificante de Roma; era ésta una vida modesta, virtuosa y llena de inquietudes; así, interpretó esa vida, otorgándole el valor y el sentido más elevados; con ello le concedió fuerza y valor para despreciar cualquier otro modo de vida, el fanatismo callado de los hermanos moravos, la confianza secreta y subterránea en uno mismo que no deja de aumentar hasta estar dispuesta a «vencer al mundo» (es decir, a Roma y a las clases superiores del Imperio). Buda encontró también a esa clase de gente, dispersa en todos los estratos de la jerarquía social de su pueblo, gente que es buena y benevolente por pereza (sobre todo inofensiva), que practica la abstinencia y vive casi sin necesidades por pereza también. Comprendió cómo esa clase de seres, en virtud de la fuerza de la inercia, debe entregarse insensiblemente a una creencia que prometa evitar la vuelta de las tribulaciones terrestres (es decir, el trabajo y la actividad en general). Su virtud consistió en «comprender» eso. El fundador de una religión se caracteriza por tener un conocimiento psicológico infalible de una determinada categoría media de almas que esperan tomar conciencia de lo que hay de común entre ellas. Él es quien las reúne mediante dicha conciencia; en este aspecto, la fundación de una religión da siempre lugar a una inmensa fiesta en la que las almas se reconocen mutuamente.

354. Sobre el «genio de la especie».

El problema de la conciencia (más exactamente, del hecho de llegar a ser consciente) se nos presenta realmente cuando empezamos a darnos cuenta en qué medida podríamos escapar de ella; en este comienzo de la comprensión acaban de situarnos la fisiología y la zoología, las cuales han tardado dos siglos en dar alcance a la sospecha premonitoria de Leibniz. Podríamos, efectivamente, pensar, sentir, querer, recordar, e incluso «actuar», en todos los sentidos de la expresión, sin necesidad de que todo ello «entre en nuestra conciencia» (como se dice metafóricamente). Sería posible la vida entera sin que se viera reflejada, y así sucede realmente, pues, para nosotros, la mayor parte de la vida transcurre sin ese reflejo —incluyendo nuestra vida pensante, sensible y volitiva— por muy ofensivo que pueda sonar esto a los oídos de un filósofo antiguo. ¿Para qué se necesita, entonces, la conciencia, si es superflua en todo lo esencial? Pues bien, a quien quiera prestar atención a la respuesta que voy a dar aquí y al supuesto tal vez ambiguo que implica, le diré que la sutileza y la fuerza de la conciencia están siempre en función, a mi juicio, de la capacidad de comunicación de un hombre (o de un animal), y que esta facultad está en función de la necesidad de comunicarse. No quiero decir con esto que el hombre particular, que es precisamente un maestro en el arte de comunicar y explicar sus necesidades, deba verse al mismo tiempo reducido así nomás a la asistencia de sus semejantes. Pero creo que respecto a razas enteras y a generaciones sucesivas, cuando la necesidad y la penuria han forzado a los hombres a comunicarse y a entenderse mutuamente con rapidez y sutileza, termina por darse un excedente de esa fuerza y de ese arte de la comunicación, algo así como un tesoro progresivamente acumulado que aguarda que el heredero haga de él un uso derrochador. Los llamados artistas son esos herederos, lo mismo que los oradores, los predicadores, los escritores; todos ellos son los últimos eslabones de una larga cadena, «nacidos tardíamente» en el mejor sentido de la palabra, derrochadores (por naturaleza). Si se considera correcta esta observación, se me permitirá continuar en el sentido de mi supuesto; la conciencia, en general, sólo ha podido desarrollarse bajo la presión de la necesidad de comunicación; desde un principio la conciencia sólo era necesaria y útil en las relaciones interpersonales, sobre todo entre el que mandaba y el que obedecía, llegando a desarrollarse en función del grado de dicha utilidad. La conciencia no es, en definitiva, más que una red de vínculos entre los hombres, y sólo en cuanto tal debió desarrollarse (si hubiera vivido aislado como un animal salvaje, el hombre habría podido pasar muy bien sin ella). El hecho de que nuestros actos, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y hasta nuestros movimientos se nos hagan conscientes no es sino el resultado del imperio espantosamente largo que un «debe» ha ejercido en el hombre; él, el animal más amenazado, necesitaba ayuda, protección, necesitaba a sus semejantes, era preciso que supiera ser inteligible para expresar su angustia —y para todo esto necesitaba antes que nada la «conciencia», incluso para «saber» lo que le hacía falta, para «saber» lo que experimentaba, para «saber» lo que pensaba—. Es que, por decirlo una vez más, el hombre, como toda criatura viviente, piensa constantemente, aunque lo ignora; el pensamiento que llega a ser consciente no es sino una ínfima parte, y podríamos decir que la más superficial y más mediocre —pues sólo este pensamiento consciente se da a conocer con palabras, es decir, con signos de comunicación, por lo que se revela el origen de la conciencia misma—. En pocas palabras, el desarrollo del lenguaje y el desarrollo de la conciencia (no de la razón) se dan la mano. A esto se agrega que no es sólo el lenguaje quien tiende un puente entre un hombre y otro, sino también la mirada, la presión, el gesto. La toma de conciencia de nuestras impresiones sensibles, la capacidad de fijarlas y de situarlas, por así decirlo, fuera de nosotros han aumentado en proporción a la necesidad creciente de transmitirlas a otro mediante signos. El hombre, inventor de signos, es a la vez el hombre que adquiere una conciencia cada vez más aguda de sí mismo. Sólo en cuanto animal social aprendió el hombre a ser consciente de sí mismo, y sigue aprendiéndolo aún de forma creciente. Mi opinión, como puede verse, es que la conciencia no pertenece al fondo de la existencia individual del hombre, sino más bien a todo lo que hace de él una naturaleza comunitaria y gregaria; que la conciencia se ha desarrollado, de esta manera, sutilmente en relación con la utilidad comunitaria y gregaria, y que cada uno de nosotros, sí o sí, a pesar de la mejor voluntad de comprenderse individualmente todo lo posible, de «conocerse a sí mismo», no haremos sino llevar a nuestra conciencia lo no individual, lo que es «medio». Nuestro pensamiento se ve más valorado por el carácter de la conciencia —por el «genio de la especie», que reina en ella— y vuelve a traducirse según la perspectiva del rebaño. Nuestros actos son, en el fondo, íntegra e incomparablemente personales, únicos, individuales en un sentido ilimitado, eso está fuera de duda; pero ni bien los traducimos a la conciencia, dejan de parecerlo… Tal es, a mi juicio, el fenomenalismo, el perspectivismo propiamente dicho. La naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo del que podemos llegar a ser conscientes no es más que un mundo superficial, un mundo de signos, un mundo generalizado, vulgarizado; todo lo que llega a ser consciente se vuelve al mismo tiempo chato, endeble, reducido hasta la estupidez del estereotipo gregario; toda toma de conciencia remite a una operación de generalización, de banalización, de falsificación, a una operación profundamente corruptora. Para acabar, la conciencia, por su nacimiento mismo, constituye un peligro, y quien viva entre los europeos más conscientes sabrá que es también una enfermedad. No es, como puede adivinarse, la oposición entre el sujeto y el objeto lo que aquí me preocupa; dejo esta distinción a los teóricos del conocimiento que se han dejado atrapar en los nudos corredizos de la gramática (esa metafísica para el pueblo). Menos aún es la oposición entre la «cosa en sí» y el fenómeno, pues estamos lejos de conocer lo suficiente para poder hacer esta distinción. El hecho es que no disponemos de ningún órgano propio para el conocimiento, para la «verdad»; no «sabemos» (o creemos o imaginamos) sino lo que puede ser útil al interés del rebaño humano, de la especie, y lo que aquí llamamos «utilidad» no es a fin de cuentas más que creencia, imaginación, tal vez hasta esa estupidez tan sumamente funesta por la que un día moriremos.

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