—Bien —siguió Ludwig, viendo que nadie aportaba nada mejor—. De la lista hay diez que ya están, supuestamente, en manos de los conspiradores —dijo esto último haciendo con los dedos el signo de «comillas»—, y son: Ayleford, Sandars, McDonald, Betts, Rey Maximiliano, Alard, Messia, Chevillard, Diamante rojo y el Canto del cisne. Faltarían dos para completar la docena y hay varios posibles. Como conocemos la fecha de fabricación de los instrumentos, los elegidos tienen que ser uno de los construidos en 1713 y otro de 1720. Este último, según el rabino, tiene que ser el Piatti, pues ha sufrido un intento de robo no hace tanto. El otro, de 1713, tiene que ser uno de estos cuatro: Gibson, Boissier, Viotti o La Pucelle. ¿Qué opinas, Martha?
—Que todo esto es una locura —dijo ésta con un suspiro. Pero, alargando la mano, agregó—: Déjame ver un momento.
Ludwig miró al silencioso anciano que, a su vez, observaba cómo la profesora se concentraba en los cuatro nombres, buscando entre sus recuerdos alguna pista que les pudiera conducir al violín que completaría el cuadro. Al cabo de un rato, y mientras Ludwig despachaba de nuevo al insistente camarero con una mirada, la profesora señaló un nombre con el dedo y dijo:
—El Gibson.
—¿Estás segura? —preguntó Ludwig, echando una mirada rápida al anciano, que se había aproximado un poco más a la mesa y miraba con atención a la profesora.
—¿Cómo podría estarlo? También pudiera ser el Viotti. Yo descartaría La Pucelle y el Boissier. Sobre el primero no está muy claro si se fabricó en 1709 o en 1713. Es el primero del llamado
período de oro
de los violines. Sus piezas son las originales, algo sumamente raro en instrumentos tan antiguos. Es muy hermoso y está considerado como uno de los mejores stradivarius. El nombre le viene de la talla que lleva en su extremo: una imagen de
la Pucelle
, Juana de Arco. El año pasado fue adquirido por un tal David Fulton a un vendedor anónimo, después de llevar medio siglo en paradero desconocido. Es de suponer que si éste fuera uno de los elegidos, lo hubieran comprado cuando salió a la luz. Pero no hubo ninguna puja extraña y Fulton lo compró públicamente, aunque firmando un contrato por el que se compromete a no desvelar quién se lo ha vendido hasta dentro de diez años.
—Eso es muy extraño, ¿no? —preguntó Ludwig.
—No en este mundillo —contestó la profesora sin darle mayor importancia—. El Boissier es un legado del violinista Pablo Sarasate, que lo legó al Conservatorio Superior de Música de Madrid, aunque en un principio se lo había donado al Museo South Kensington, de Londres. A pesar de destacar por su belleza, no está considerado como una de las grandes obras de Stradivarius. De hecho Sarasate no lo utilizó. En los conciertos usaba otro, también de Stradivarius, que ahora lleva su nombre y que cedió al Conservatorio de París a su muerte.
»Sin embargo, el Gibson sí se corresponde con la categoría que se le presupone a una gran obra de Stradivarius. El nombre le viene de un famoso violinista británico, George Alfred Gibson. Este violín perteneció después al virtuoso polaco Bronislav Huberman. A Huberman se lo robaron dos veces, una en Viena, junto con otro violín. El ladrón se lo ofreció a un marchante por un precio ridículo que despertó las sospechas de éste, que lo denunció. La segunda vez fue en Nueva York. Mientras Huberman tocaba en el Carnegie Hall con un
Guarneri
, alguien se lo llevó. Durante cincuenta años el ladrón, un mediocre violinista de cabaret, lo estuvo usando hasta que, a punto de morir, se lo confesó a la que se convertiría en su viuda. Ésta lo ofreció a la casa de subastas Lloyd’s y, tras su restauración, fue adquirido a principios de 1988 por el británico Norbert Brainin, primer violinista del cuarteto Amadeus. Posteriormente éste se lo vendió por cuatro millones de dólares a su actual propietario, el violinista Joshua Bell, que da sus conciertos con él. Precisamente no hace mucho Bell estuvo aquí, en Madrid.
—Pero esos robos de los que usted habla son muy antiguos y no se corresponden con lo que buscamos —dijo el rabino.
—Es cierto —reconoció la profesora—. Los he mencionado para que vieran lo habitual que es el robo de instrumentos valiosos. Sin embargo, Bell ha sufrido un asalto en su casa hace poco más de un año. Los ladrones revolvieron su domicilio pero no se llevaron nada. En otra ocasión, hace unos meses, en Washington, los vigilantes de la sala de conciertos donde ofrecía un recital detuvieron a un individuo que quería entrar en su camerino. El asaltante hirió con un cuchillo a uno de los vigilantes y consiguió escapar. Nunca pudieron averiguar su identidad.
—¿Y el Viotti? —preguntó Menasés.
—Podría ser —contestó Martha—. Éste perteneció originalmente al virtuoso Giovanni Battista Viotti, que lo obtuvo como regalo, según la leyenda, de Catalina la Grande, en muestra de su amor. Viotti hizo por lo menos una copia de este violín. Después pasó por muchas manos, hasta llegar a la familia Bruce, en teoría su actual propietaria.
—¿En teoría? —preguntó interesado Ludwig.
—En realidad el violín se encuentra en la Royal Academy of Music de Londres, que está gestionando su compra. El problema es el dinero. La familia Bruce lo ha tasado en tres millones y medio de libras esterlinas y no está dispuesta a bajar de ahí. La academia no puede pagar tanto, pero el gobierno está muy interesado en que el violín no salga de la isla. Además, los Bruce tienen que pagar casi millón y medio en concepto de impuestos por la herencia de todos sus bienes, y están dispuestos a que el violín sea parte del trato, siempre y cuando se les abonen los dos millones restantes. Pero han aparecido más pujadores interesados, ninguno de los cuales ha querido desvelar su identidad. Alguno de ellos ha presionado a John Bruce, con discreción pero de forma nada diplomática, lo que puede reforzar la idea de que sea uno de los elegidos.
»Este violín apenas ha sido tocado en los dos últimos siglos. Es uno de los que mejor se conservan. Su espalda, la trasera del instrumento, está hecha con una única pieza de arce, lo cual no es frecuente. Esto le da un aspecto como si fuera la piel de un tigre. He tenido la oportunidad de verlo y es realmente hermoso.
—¿Qué le parece, rabino? —preguntó Ludwig, haciendo una seña al camarero para que les trajera la cuenta—. Parece significativo, ¿no cree?
—Así es —repuso el interpelado—. Ignoraba que el Viotti estuviera en esa academia de música londinense. Creía que seguía en manos de los Bruce. Del Gibson conocía los robos sufridos y a su propietario actual, Joshua Bell, al que, con ocasión de una visita a la Ciudad Santa, fui a ver para echar un vistazo al violín. No estaba al corriente tampoco de los asaltos sufridos por el músico.
—Es algo habitual, rabino —dijo la profesora, algo más calmada—. No siempre se denuncian estas cosas. Para un músico con una agenda apretada supone una costosa y lamentable pérdida de tiempo. Yo misma he sido objeto de un intento de robo de mi violín y ni mucho menos es tan valioso como el Gibson.
El camarero apareció con discreción y depositó sobre el mantel una cajita de madera oscura en cuyo interior estaba la minuta. Ludwig, sin echar un solo vistazo, depositó una tarjeta dorada de crédito y dejó que el camarero cotejara los datos de la misma con los de su pasaporte. Cuando hizo las comprobaciones, el camarero se llevó la cajita. Volvió al cabo de un momento para que Ludwig estampara su firma, cosa que el médico hizo de manera mecánica.
—¿Qué les parece si vamos a tomar algo? —preguntó Ludwig cuando salían del restaurante.
—Lo lamento —dijo el anciano, abotonándose el abrigo—. Me tendrán que perdonar pero he de hacer unas gestiones. Debo pasar por el hostal para recoger unos papeles. Esta noche tengo una reunión con unos amigos que han tenido la gentileza de invitarme para una larga y aburrida conversación teológica.
—Me temo que yo también voy a estar ocupada esta tarde —dijo Martha—. Se me había olvidado comentarte que he quedado con un profesor del Conservatorio de Madrid al que hace tiempo que no veo.
—Vaya —dijo Ludwig, al que el tono aparentemente desenfadado de la profesora no había engañado. Esa repentina reunión con un colega parecía más consecuencia de su enfado que otra cosa—. Veo que me voy a quedar solo. En fin, aprovecharé para dar un paseo. Encantado de haberlo visto, rabino Liebnitz. Espero que nos volvamos a encontrar pronto. ¿Tú y yo nos vemos luego?
—No lo sé —repuso Martha—. No tengo ni idea de los planes de mi colega. Es posible que haya sacado entradas para algún concierto. Me comentó la posibilidad cuando le dije que venía.
Más claro no podía ser. El enfado de Martha era descomunal y el perdón por su apoyo al anciano no se lo daría ese día. Mientras Ludwig trataba de aparentar normalidad, la muchacha, manteniendo las formas, se despidió del rabino.
Al poco, Ludwig se quedó solo en mitad de la calle.
Etzel caminaba despacio. En una mano llevaba una bolsa de un céntrico supermercado. En su interior, tres litronas de San Miguel, dos de ellas ya vacías, y un spray de pintura negra adquirido en una tienda de todo a cien.
Los transeúntes con los que se cruzaba iban demasiado ocupados para prestarle atención, pero aunque lo hubiesen hecho nada habría despertado su curiosidad.
Vestía ropa sencilla e informal: zapatos cómodos de cordones, Levi’s Strauss clásicos, una camisa azul de rayas amarillas con los faldones por fuera y un abrigo. En la cabeza, un gorro de lana que le tapaba hasta las orejas y en las manos guantes a juego. Unas lentes de contacto daban un tono castaño a sus acerados ojos.
En la acera de enfrente, veinte metros por delante, su próxima víctima, ajena a lo que le esperaba, caminaba sin prisas, sorteando inconscientemente a los viandantes con los que se cruzaba.
Etzel había esperado pacientemente en la calle a que el anciano volviera a salir del edificio. No tenía instrucciones de matarlo, pero sentía una terrible premonición. Estaban corriendo demasiados riesgos innecesarios. Si su cliente, absorto como estaba en sus propios planes, no valoraba el peligro, era su problema.
Fingiendo seguir su camino, no perdía ojo de los movimientos de su presa. De vez en cuando se detenía a mirar un escaparate, siguiendo en su reflejo los pasos del anciano.
Las paradas del anciano cada vez eran más frecuentes, lo que aumentaba su irritación. Deseaba acabar de una vez con el asunto. Algo le decía que debía darse prisa. Pero no podría hacer nada hasta que llegaran a algún lugar más discreto.
En la dirección que llevaban no tardarían en cruzar un pequeño parque mal cuidado. En él, los arbustos y árboles de pequeño tamaño crecían sin orden. Las farolas, las que quedaban en pie, tenían los cristales rotos por pedradas y perdigonazos. Algunas de ellas conservaban la bombilla, lo que hacía que, a la noche, cuando se encendía el alumbrado, la oscuridad no fuese total.
Era un parque olvidado que no tardaría demasiado en caer en manos de alguna poderosa inmobiliaria que se enriquecería levantando un enorme edifico de apartamentos y oficinas. Mientras, servía para que se dieran cita las parejas más jóvenes, para que los mayores que habitaban los alrededores sacaran a sus mascotas para que se aliviaran, de vez en cuando para que un toxicómano se adentrara entre los matojos y se inyectara su dosis y, últimamente, como lugar de encuentro para pandilleros sudamericanos, que tomaban a partir de la media tarde el parque, amedrentando a los escasos paseantes.
Etzel conocía bien el parque y le parecía un buen lugar para sus fines. Cerca de la estropeada fuente, en la que un niño esculpido en piedra abrazaba un delfín de cuya boca, años atrás, brotaba un chorro de agua, unos maltrechos bancos arrancados de su base y colocados en círculo, donde se acomodaban los pandilleros, ofrecían la suficiente discreción para llevar a cabo sus planes con relativa seguridad. Al menos si se daba prisa y se esfumaba antes de que alguna vieja con su perrito diera la alarma.
Mientras perfilaba su plan, el anciano continuaba su camino. Sólo le quedaban un par de manzanas para que llegara a la entrada al parque y, de pronto, se detuvo una vez más, justo en la esquina de la calle. Se quedó quieto, pensativo, como si tratara de recordar algo que se le resistía, ante la alarma de Etzel, que veía peligrar su empresa.
Con alivio, observó que las dudas del anciano se desvanecían y que echaba a andar hacia la ratonera.
Diez minutos más tarde el anciano entraba en el parque seguido, unos pasos por detrás, de Etzel, que trataba de no hacer ruido al pisar la gravilla. Como previera, el parque se hallaba vacío. Las desvencijadas papeleras estaban llenas o tiradas en el suelo. Bolsas, latas, mondas de naranja, rodajas exprimidas de limón usadas por los yonquis para las «insulinas» junto con excrementos, no todos de animales, adornaban el suelo.
Etzel salió del sendero, adelantó al anciano y corrió entre los arbustos hasta llegar a la fuente, para comprobar que no había nadie por los alrededores.
Entre tanto, por el camino de gravilla, el anciano avanzaba, sin ser consciente, hacia su propia muerte.
—
Baruj atá, Adonai Elohenu, melej ha-olam
. Bendito eres tú, Señor Dios nuestro, rey de la eternidad —recitó Menasés cuando, de detrás de la inutilizada fuente, surgió un extraño que le cerró el paso.
Sumido en oscuros pensamientos que no conseguía concretar pero que lo turbaban profundamente desde que había abandonado la compañía de Martha y Ludwig, caía por primera vez en la cuenta de dónde se encontraba y en qué tesitura.
Una inmensa paz cubrió al antiguo preso de los campos de concentración. La premonición que había tenido durante la noche, cuando había soñado con aquel insólito desfile de soldados alemanes armados con violines, estaba cerca de materializarse.
Nunca había tenido miedo a la muerte. Durante toda su existencia lo había rondado, llevándose a todos sus seres queridos y dejándolo solo en este mundo. Aún más, Menasés había esquivado tantas veces a ésta que estaba convencido de vivir un tiempo regalado que no le correspondía.
—Has venido a matarme —dijo con voz tranquila, mirando a su asesino a los ojos—. No te será difícil. Pero no ganarás nada con mi muerte. Dios no permitirá que unos demonios invoquen su nombre. Seréis destruidos por su ira.
—No me das miedo, viejo —repuso Etzel—. Más te hubiese valido morir en las cámaras de gas.
A la vez que decía esto levantó por el cuello una litrona vacía y golpeó la cabeza del anciano, que cayó al suelo con una brecha abierta.