La fórmula Stradivarius (29 page)

Read La fórmula Stradivarius Online

Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La fórmula Stradivarius
9.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

El inspector guardó silencio un rato mientras digería aquellas palabras y después preguntó:

—¿Qué pretenden conseguir los nazis con todo esto?

—La higiene racial, la limpieza étnica —contestó Menasés—. ¿Qué otra cosa podrían pretender? Era su mayor y única obsesión. Lo intentaron todo. Esterilizaciones en masa de deficientes y no arios, exterminio, experimentos médicos. Prohibieron los matrimonios o relaciones entre arios y otras razas. La eugenesia, o lo que es lo mismo, el estudio de la herencia genética para el perfeccionamiento de la raza, no es algo nuevo. En
La República
, escrita por Platón, ya se hace mención de ella. No fueron los alemanes los únicos. Ingleses y americanos también se interesaron, siempre desde el sentimiento de superioridad blanca anglosajona. En Estados Unidos ya se habían aprobado en varios estados leyes de esterilización dirigidas a diversos
inadaptados
sociales como retrasados mentales, criminales y enfermos psíquicos, e incluso a los indios.

»En 1933 el gobierno nazi promulgó una ley para la prevención del nacimiento de niños con enfermedades genéticas, por la cual se obligaba a la esterilización de todos aquellos que padecían enfermedades físicas o psíquicas supuestamente hereditarias. Por este motivo fueron esterilizadas cuatrocientas mil personas. Entre esas enfermedades estaban la debilidad mental, la esquizofrenia, la epilepsia y el alcoholismo. Cuando los alemanes ocuparon Polonia secuestraron a los niños con sangre aria y los trasladaron a Alemania para ayudar en la reproducción de arios puros. A este secuestro en masa se le llamó proyecto Liebensborn, que en español se traduciría paradójicamente como «fuente de vida».

—Pero ¿qué función tienen los instrumentos en todo esto? No me imagino a los alemanes pidiendo a los dioses que exterminaran a los judíos.

—Los nazis se consideran descendientes de los dioses arios. Están convencidos de que la contaminación judía los ha alejado de ellos. Buscan la redención.

—¿Cómo pueden unos violines abrir las puertas al Reino de los Cielos? —preguntó Herrero—. No le veo ningún sentido.

—Los neonazis llevan décadas gastando cantidades ingentes de dinero y esfuerzos para dar con ellos. Eso quiere decir que lo creen posible.

—O que están locos.

—Es posible, pero… ¿usted se arriesgaría? Yo no.

A solas en su banco, Menasés gozaba de los últimos rayos de sol. Había disfrutado con la conversación. Herrero, por el que sentía aprecio, era un buen oyente: atento, paciente, empático.

Había sido una pena que la guapa policía hubiese venido a cortar la conversación, sujetando en la mano un móvil, tapado con la mano, que tendió al inspector mientras gesticulando con la boca le decía en silencio quién era el que llamaba.

Herrero había hecho un gesto de fastidio antes de coger el aparato. Menasés había sonreído al darse cuenta de la mentira que el policía le endosaba a su superior, al asegurarle que hasta ese momento había estado en un lugar sin cobertura y que por eso no había respondido a las llamadas.

—Bueno. Me parece que tendremos que continuar esta agradable conversación en otro momento —le dijo Herrero al devolver el teléfono a la agente—. Me reclaman en la oficina. Usted no tiene uno de esos dichosos aparatos, ¿verdad? No sabe cuánto lo envidio. Son invento del diablo. Por suerte, el mío casi siempre está sin batería o sin cobertura. En fin, qué le vamos a hacer. Ya nos veremos. Que pase una buena tarde.

—Igualmente, inspector. Ha sido un placer para mí conversar con usted. Espero no haberlo aburrido.

—En absoluto. Me ha parecido de lo más interesante. Espero con impaciencia la continuación. Mientras, hágame un favor, no se meta en más líos.

—Como le he dicho, no puedo prometérselo, inspector.

Herrero, tras lamentar que su nueva intentona hubiera caído en saco roto, se alejó tras la agente, sin apresurarse, hacia la salida del parque más cercana.

Media hora más tarde el rabino seguía los pasos de los dos policías, abandonando el parque, que, al no recibir el calor y la luz del sol, había quedado desierto. Con paso tranquilo llegó hasta la boca del metro, donde consultó el plano para indagar qué combinación debía tomar para llegar a la estación de Ríos Rosas. Aquella noche había quedado para cenar en casa de Sholem, algo que no le apetecía. El devoto hombre bebía de sus palabras como si cada frase estuviera cargada de un significado más allá de lo que, verdaderamente, había tratado de decir Menasés. A veces se preguntaba si no sería lo mismo que hacían los propios rabinos al interpretar la Torá.

Como había previsto, la cena resultó aburrida. La mujer de Sholem, Ruth, no abrió la boca, y de los hijos que tenía la pareja sólo estaba Zalman, al que la presencia de su importante huésped le agradaba tanto como a Menasés serlo. Tras la sobremesa, alegando un cansancio que estaba lejos de padecer pero que todos aceptaron, el rabino regresó al hostal, acompañado por el insistente Sholem en el coche de éste.

Allí lo aguardaba una sorpresa. El sobrino de Joseph, que esa noche estaba al cuidado del negocio, le tendió un hojita de papel en la que venía un número de teléfono y un nombre: Ludwig Dreifuss, seguido de una petición para que lo llamara cuando regresara al hostal. Menasés sabía quién era Dreifuss, así que, en cuanto subió a su habitación y se quitó los zapatos, que le apretaban sus atormentados pies, marcó el número del teléfono que le habían dado y esperó a que respondieran, mientras con la mano libre se daba un pequeño masaje en la pierna mala.


Ja
?


Herr Dreifuss
? —dijo Menasés en alemán—. Soy Menasés Liebnitz. Me ha dejado usted recado para que le llamara cuando regresara.

—¡Ah!, buenas noches, rabino —contestó Ludwig—. He llegado esta tarde de Viena y de camino a mi hotel me he pasado por el suyo para ver si podía charlar un rato con usted, pero me han dicho que había salido. Tenía que haber llamado antes.

—Hacía buena tarde y he ido a dar un paseo. Al final ha resultado doblemente provechoso, pues me he encontrado con el inspector jefe Herrero. Me encantaría tener esa charla con usted. Esta noche ya es un poco tarde, ¿no le parece? Si le viene bien mañana, podíamos quedar en algún sitio.

—Me viene bien. ¿Qué le parece la entrada del Real Jardín Botánico? Me han dicho que es un lugar tranquilo. ¿A las diez y media? De acuerdo. Hasta mañana entonces.

A la mañana siguiente Menasés se bajó en la estación de Atocha. Aún quedaban veinte minutos para las diez y media y el jardín estaba a menos de cinco. Levantándose el cuello del abrigo, pues el día había salido con viento, subió la calle hasta la entrada.

En la plaza de Murillo, entre el Museo del Prado y el Real Jardín Botánico, el anciano aguardó paciente, observando cómo un grupo de escolares, acompañados por dos profesores, hacían cola bajo el dintel de piedra, sujeto por las dos enormes columnas que recibían a los visitantes. Un mocoso de unos doce años, con una enorme mochila a la espalda, sujetaba entre las manos un pequeño aparato, una consola de juegos o un móvil, se dijo Menasés, y dos compañeros suyos le daban instrucciones, volcados los tres sobre la pantalla del artefacto, ante la desesperación de la profesora, que se desgañitaba para que pasaran por el torno de la entrada.

—¿Rabino Liebnitz? —preguntó en alemán un individuo que se le había acercado.

Menasés estudió al hombre que le estrechaba la mano. Alto, rubio, de pelo pajizo, piel y ojos claros, mirada arrogante y severa, impecablemente vestido con ropa cara de sport. Menasés no tuvo duda de que, sesenta años atrás, el médico hubiese pertenecido a la élite alemana. ¿Se habría convertido ese hombre en uno de esos carniceros inhumanos?, se preguntó como hacía cada vez que conocía a un alemán o a un exponente de la raza
superior
. Mirando dentro de los ojos del médico llegó a la conclusión de que sí.


Shalom aleichem
, doctor Dreifuss —repuso intencionadamente el anciano y, cambiando del hebreo al alemán, añadió—: ¿Qué tal está usted?

—Muy bien, rabino —contestó Ludwig sin reaccionar ante el saludo judío—. ¿Le parece que entremos? Ayer, después de hablar con usted, me llamó el inspector Herrero y me contó por encima la charla que habían mantenido.

Lo que Ludwig no dijo es que el inspector lo había llamado para interesarse por su estancia en Viena y ver si había conseguido averiguar algo, y que había sido Ludwig el que preguntó al policía sobre su conversación con el rabino.

—¿Y qué opinión le merece?

—No creo en esas cosas —contestó Ludwig—. Lo mismo que no creo en la Cábala, en la resurrección de un hombre, en la virginidad de una madre, ni en plagas divinas.

Mientras hablaba, los dos se habían acercado a las taquillas del jardín. Ludwig abonó el importe de las entradas y a cambio le dieron dos tíquets de cartón que guardó distraídamente en el bolsillo.

—¿No profesa usted ninguna fe? preguntó con amabilidad el anciano, examinando los paneles donde se detallaba el itinerario y contenido de los jardines, en los que pudo leer, sin especial interés, que habían sido erigidos por Carlos III en 1781.

—No. Pienso que son engaños, destinados a mantener un sistema de castas por medio de la ingenuidad humana. Todavía estoy por encontrar una religión que no me pida
a priori
una fe absoluta en algo que no se puede demostrar.

—¿Cree usted que el Universo es cuanto conocemos y que no tiene ningún fin?

—No lo sé. Pienso que puede haber algo que no alcanzo a entender, pero no creo que sea ni el Dios cristiano, ni Yahvé, ni Alá, ni tampoco Thor, Zeus, Júpiter, Ra, Mitra, Tezcatlipoca o como quiera llamarlo.

—Es usted un agnóstico, por lo que veo. ¿O quizá un panteísta?

—¿Se refiere a si identifico el Universo con Dios? —preguntó Ludwig pensando la respuesta—. No. Eso implica aceptar que Dios existe y no encuentro ningún motivo para llegar a esa conclusión. Tengo entendido que los nazis sí lo eran, ¿no?

—Algo así —repuso el rabino, sin mostrarse molesto por el recordatorio—. ¿Le parece que empecemos por aquí? —añadió mostrando un sendero con la mano—. Tenían una idea más sutil. Consideraban la sustancia divina como una forma de energía o un estado de vibración de la materia. Pensaban que los arios, que en sánscrito significa «noble», descendían de los dioses, mientras que las demás razas, a lo que llamaban pueblos inferiores, lo hacían de las bestias. Por eso estaban convencidos de que el cruce entre razas los debilitaba. Así, los seres superiores podían transmitir a los arios puros sus facultades parapsíquicas. Pero sí es cierto que pretendían deshacerse del cristianismo, algo que les iba a costar un gran esfuerzo, pues estaba muy arraigado en toda Europa, y sustituirlo por un culto a la naturaleza.

»De hecho Himmler, ministro del Interior de Hitler, trató de contrarrestar la festividad cristiana del día veinticinco de diciembre por la pagana del
Julfesta
, propia de los pueblos del norte, durante la cual se queman grandes troncos de árboles para que el invierno se aleje y el sol brille con fuerza y se regenere. Piense que esa fecha coincide con el solsticio de invierno y que a partir de ella el día se va alargando y llega la luz y el calor, algo muy necesario en esos países fríos.

»En realidad Himmler intentó hacer lo mismo que san Juan Crisóstomo y san Gregorio Nacianceno siglos atrás, pero a la inversa. Estos santos, viendo la dificultad para imponer la doctrina cristiana, optaron por absorber, en vez de reprimir, los ritos de la llegada de la primavera, y la Iglesia proclamó el día veinticinco como el día en que había nacido Jesús, algo sumamente improbable si nos atenemos a los Evangelios.

—¿Es eso cierto? —preguntó extrañado Ludwig—. Siempre había pensado que la elección venía dada por la interpretación de algún Evangelio.

El anciano, con las manos entrelazadas a la espalda, observaba un magnífico ejemplar de olmo de más de cien años de edad, según reflejaba el cartel situado en su base, al que la imaginería popular había bautizado con el nombre de «Pantalones» por los dos troncos que lo formaban y que, efectivamente, aparentaban ser las perneras de un pantalón colocado del revés, con la cintura en el suelo, como si pertenecieran a un gigante enterrado en tierra con los pies hacia el cielo.

—No —repuso Menasés sin dejar de admirar el frondoso árbol—. Fue fruto de una jugada maestra de la Iglesia católica. Como otras muchas. ¿Recuerda que antes me ha dicho que no cree en la virginidad de una madre, ni en la resurrección de un hombre? Pues bien, ¿sabía que Jesús no es el primero ni el único que lo ha logrado? Casi la totalidad de los pueblos con culturas desarrolladas, desde los egipcios a los persas, de los griegos a los romanos, los fenicios, los aztecas y otros muchos, han celebrado durante lo que hoy es Navidad el nacimiento de un hijo de la Reina de los Cielos.

»En los mitos solares ocupa un lugar especial la figura del joven dios solar que cada año muere y resucita, metáfora de los ciclos de la vida en la naturaleza, que nace con la primavera y muere con el invierno. ¿Le sorprende? Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna, el escandinavo Balder, perteneciente a la mitología adoptada por los nazis, y luego Jesús. Todos comparten la misma historia.

»En Egipto, Horus, hijo de Osiris e Isis, nacía a finales de diciembre, concebido milagrosamente, ya que Osiris había muerto despedazado antes de la concepción. Horus se representaba acostado en un pesebre, con un dedo en la boca y el disco solar sobre la cabeza. ¿Le recuerda eso algo? Mitra, dios persa del sol, llevado por el general Pompeyo a Roma, donde el mitraísmo se convirtió en una importante religión, cargaba con los pecados de los hombres y dispensaba la Luz. Según sus seguidores algún día volvería como juez. También le suena, ¿verdad?

»Todos estos dioses expían los pecados de la humanidad, son asesinados violentamente y resucitan, algunos al cabo de tres días, igual que Jesús. Todos son dioses que bajaron al Infierno y regresaron vigorosos, como la naturaleza, al acabar el invierno. La Iglesia católica lo único que hizo es despojar a Jesús de su humanidad, y vestirlo con los ropajes de la divinidad, convirtiéndolo en un dios que los paganos pudieran aceptar. La noche que los romanos, y el resto de los pueblos con religiones solares, festejaban como el
Natalis Solis Invicti
, la Iglesia católica la tomó como fecha del nacimiento de Jesús. ¿Qué le parece?

Other books

Parallel Desire by Deidre Knight
Daisy Lane by Pamela Grandstaff
Boy Out Falling by E. C. Johnson
Henry Hoey Hobson by Christine Bongers
Shatter by Michael Robotham
Homer’s Daughter by Robert Graves
Virus by Sarah Langan
Eye of the Raven by Eliot Pattison
Fairs' Point by Melissa Scott
Ghost House by Carol Colbert