Diez minutos después ambos coches se detenían a la entrada de la mansión Hybris. En esa ocasión a Ludwig no le hizo falta bajarse del coche. El prevenido pasante estaba atento para franquearles el paso.
—Buenos días, míster Aldrich —saludó Ludwig en inglés—. Le presento al señor Espinosa. Su dominio del inglés es mejor que mi español, así que si les parece nos comunicaremos en ese idioma.
—Por mí, perfecto —dijo el pasante—. Encantado de conocerlo, señor Espinosa. Tenga —añadió mostrándole unos tubos de cartón—. Éstos son los planos de la mansión y de los jardines. Espero que esté todo.
—Me vendría bien una mesa un poco amplia para extender los planos.
—Por supuesto —contestó el anciano, retirándose de la entrada y haciendo un gesto de invitación con la mano—. Pasemos al despacho de la derecha. Creo que será el lugar idóneo.
Espinosa extendió sobre la enorme mesa los diferentes planos. Escogió los alzados de las tres plantas y de los cimientos, que sujetó en sus extremos con varios libros para que no se volvieran a enrollar. Después, calándose unas minúsculas gafas para miopes, se inclinó sobre las enormes hojas y durante un cuarto de hora no profirió palabra ni levantó la vista.
—Bueno, creo que me hago una idea. Si le parece, doctor Dreifuss, comenzamos la visita. Podríamos empezar por la planta baja e ir subiendo, dejando la base y el tejado para el final, ¿está de acuerdo?
Con el plano de la planta baja y una cámara de fotos en las manos, Espinosa fue sacando fotos, midiendo con un metro láser, calibrando estructuras y materiales, comprobando que todo se ajustara al plano y se mantuviera en óptimas condiciones. De vez en cuando se detenía y tomaba unas ininteligibles notas en un cuaderno con un lápiz que se había colocado en la oreja. El detalle del lápiz le había gustado a Ludwig. Daba la impresión de que aquel hombre conocía su trabajo y estaba acostumbrado a andar por las obras y no sólo por los despachos.
Lo mismo hicieron con la segunda y tercera plantas. Espinosa cambiaba los planos y los informes de calidades según ascendían. En la tercera planta dio la impresión de tener problemas.
—¿Sucede algo, señor Espinosa? —preguntó Ludwig al ver que el arquitecto volvía a medir una sala por tercera vez con el moderno aparato.
Espinosa comparó las lecturas del aparato con el plano que portaba. Después se colocó en mitad de la sala y estudió el pasillo por la puerta abierta con expresión abstraída. No contento, abrió un ventanal y salió al balcón para examinar la fachada. Después volvió adentro e hizo más anotaciones.
—Señor Espinosa —dijo Ludwig, que se estaba irritando por las evoluciones autistas del arquitecto—, ¿podría decirnos, por favor, qué ocurre?
—Disculpe, doctor Dreifuss, pero es que esto es muy extraño.
—¿Qué es tan extraño?
—A esta planta le faltan unos cuantos metros cuadrados.
—¿Cómo dice? —preguntó Ludwig, extrañado—. ¿Que le falta qué?
—Veintidós metros cuadrados.
—¿Y dónde se supone que están? —preguntó el médico.
—Detrás de esta pared —contestó el arquitecto, señalando con el lápiz un muro.
—No lo entiendo —dijo Ludwig, mirando sorprendido al pasante, que le devolvía la misma mirada—. ¿Quiere decir que hay veintidós metros de la casa ocultos detrás de esa pared y que no podemos acceder a ellos? ¿Con qué finalidad? ¿Es algo estructural?
—No, si lo fuera quedarían reflejados en los planos. Yo diría que alguien se ha molestado en disimularlos y le aseguro que con gran habilidad. Es más, de no haber tenido los planos me hubiese costado dar con el engaño. Un trampantojo.
—Perdone ¿qué es eso de un trampantojo? —quiso saber el administrador.
—Una ilusión mediante la que se engaña a una persona haciéndole ver lo que no es. Algo así como un truco de magia.
—¿Me está diciendo que alguien ha hecho juegos de magia para hacer desaparecer un trozo de la planta? —preguntó Ludwig.
—Yo diría que sí. ¿Le parece que busquemos la entrada? Pudiera ser que estuviera tapiada, en cuyo caso quizá sería oportuno llamar a la policía, por si acaso. ¿No creen?
Los tres se pusieron a mirar la forma de acceder a aquella zona oculta, siguiendo las instrucciones del arquitecto. Descontando una de las paredes, que estaba desnuda salvo por dos cuadros de pintores expresionistas, las otras cuatro estaban cubiertas por librerías desde el suelo al techo.
Les llevó casi una hora dar con la entrada y fue de una manera casual. El pasante, subido a una escalera de mano, estaba retirando uno a uno los libros para mirar detrás por si encontraba un resorte escondido, cuando uno de los tomos cayó de costado, ocasionando un efecto dominó que se llevó por delante un montón de libros e hizo que varios cayeran al suelo. Los otros dos hombres llegaron corriendo desde donde estaban registrando, pensando, por el estrépito, que el anciano se habría caído.
Mientras recogían los valiosos ejemplares entre las disculpas de Aldrich, Espinosa se encontró con un ejemplar que tenía las hojas centrales recortadas de tal manera que formaban un hueco donde había un mando a distancia. Sorprendido por el hallazgo, el arquitecto pulsó el único botón. Al momento se oyó un resorte y la enorme y pesada biblioteca se levantó mediante unos poderosos brazos hidráulicos como si fuera la puerta de un garaje.
Ante los atónitos ojos de los tres espectadores apareció una sala sin ventanas, lujosamente vestida con caros tapices, gruesas alfombras y una luz artificial pensada para no dañar las obras de arte que allí descansaban, alojadas en impolutas vitrinas de cristal. Cuadros, esculturas, papiros, libros ricamente encuadernados, monedas, jarrones, instrumentos de cuerda, porcelana, cerámicas y tallas ocupaban cada rincón de la sala.
Como si de un sueño se tratara, Ludwig avanzó hasta una de las vitrinas de cristal, dentro de la cual se exponían diversos objetos sobre una cama de terciopelo rojo. Una de las baldas se encontraba vacía y la tela tenía distinto color allí donde había descansado un objeto de mediano tamaño. Una nota manuscrita por una mano temblorosa identificaba la pieza retirada: Diamante rojo.
—Creo que deberíamos llamar a la policía —dijo el anciano pasante.
—Bueno, al final parece que la historia del rabino Liebnitz tiene parte de verdad —dijo Herrero sin entrar en la sala escondida, donde los técnicos de la policía científica estaban aplicando sus dispositivos y herramientas. Rayos de luz ultravioleta provenientes de los
polilight
barrían las vitrinas en busca de huellas dactilares. Un especialista examinaba con un extraño aparato parecido a un osciloscopio el lecho de terciopelo donde supuestamente había estado durmiendo el violín robado.
—Sigo negándome a creer ese cuento —repuso Ludwig, moviendo la cabeza—. Admito que el robo de ese violín haya sido la causa del asesinato de Tsaldharis, pero no puedo aceptar la idea de un complot nazi.
—Al menos tenemos el móvil del asalto —dijo Herrero, encogiéndose de hombros—. Eso nos dará algo con lo que continuar. Hasta ahora sólo habíamos dado palos de ciego.
—No quisiera inmiscuirme en su trabajo, inspector —dijo Ludwig, apartándose para dejar pasar a otro técnico con un extraño aparato entre las manos—. Pero creo que ese rabino sabe más de lo que aparenta. ¿Tiene pensado interrogarlo de nuevo?
—Deje eso en mis manos —repuso Herrero, haciendo un gesto vago con la mano—. Dígame, ¿qué piensa hacer usted?
—Tenía idea de consultar con un perito en arte para saber qué hacer con todo esto. Pero me intriga esta historia. ¿Qué tenía tan importante ese violín como para justificar semejante barbarie? Y no me diga que es la clave para visitar a Odín.
—No lo sé —repuso Herrero—. Para mí lo importante es atrapar al asesino e impedir que vuelva a matar. Me temo que no tengo tiempo para indagar sobre los instrumentos, salvo en la medida en que sirva para capturar a los culpables.
—Mientras usted busca a esos criminales, yo buscaré un especialista en instrumentos de cuerda para ver si él puede arrojar alguna luz a este misterio. Espero que no tenga ninguna objeción.
—Ninguna, ninguna —respondió el policía—. Pero recuerde: Sea o no una fantasía la historia del rabino, si los asesinos siguen las pautas que nos ha dicho el señor Liebnitz, tratarán de hacerse con el resto de los instrumentos muy pronto. Han demostrado no tener reparos en deshacerse de aquellos que puedan suponer un estorbo para sus planes, así que no se descuide y ande con tiento, doctor.
A punto de perder la paciencia, Ludwig miró la pantalla en la que se indicaban los vuelos. De forma intermitente aparecía la lista de los que estaban por llegar y de los que iban a salir.
Su avión llevaba media hora de retraso. Una tormenta en el norte de Francia había obligado al aparato a permanecer en tierra, a la espera de que mejoraran las condiciones atmosféricas.
Ahora, en los monitores se indicaba que la puerta de embarque era la número siete, cuando media hora antes era la quince. Los pacientes pasajeros se habían levantado al conocer el cambio, recorriendo el largo pasillo hasta la puerta correcta.
Frente a un monitor, Ludwig se sentó y abrió un periódico alemán que había comprado en la librería del aeropuerto. De cuando en cuando echaba un amenazador vistazo a la pantalla como para avisar a ésta de que un nuevo retraso o cambio de puerta sería mal recibido.
Tenía intención de viajar a Viena. En Madrid poco podía hacer. Entre tanto durase la investigación sobre la violenta muerte de su tío, el juez había decretado que sus bienes fuesen retenidos. La policía no precisaba de su ayuda y no tenía sentido permanecer en un hotel de la capital española a la espera de acontecimientos.
Además, la extraordinaria historia del rabino había despertado su curiosidad. El descubrimiento de la sala secreta donde el viejo Tsaldharis escondía aquellas piezas obtenidas de forma fraudulenta había confirmado la idea del rabino acerca del motivo por el que habían asesinado al griego.
Claro que de ahí a tomar en serio toda la extravagante idea de un complot nazi mediaba una buena distancia. En ningún momento había creído Ludwig que la explicación que daba el rabino tuviera algún asomo de verdad, pero no podía negar que, efectivamente, el violín sustraído había sido el motivo del asesinato.
Decidido a descubrir cuánto de todo aquel absurdo encerraba alguna lógica, había acudido al Conservatorio Superior de Música, donde se había entrevistado con su director. Éste, un hombre sumamente serio y capaz, le había contado algo de la historia de Antonius Stradivarius, de su fama, de su misteriosa calidad inigualada, de algunos instrumentos por él fabricados, de un precio fabuloso, de los cuales el conservatorio poseía uno.
El director había lamentado no poderlo enseñar al distinguido médico, aduciendo que esos días el violín permanecía aislado en el laboratorio para someterlo a una exhaustiva revisión. Tras la poco aclaradora charla, el director, que no tenía demasiada intención de responder las preguntas que le planteaba Ludwig, había aconsejado a éste que visitara a un especialista en el tema, pensando que era la mejor forma de terminar con aquella entrevista. Para su asombro, el estirado otorrinolaringólogo había aceptado visitar la capital de Austria con el fin de consultar a un experto en instrumentos de cuerda cremonenses.
—Por favor, señor, abróchese el cinturón.
La azafata, una morena de grandes ojos castaños y melena negra rizada, le sonrió mientras hacía una demostración de cómo se cerraba el cinto de seguridad.
Ludwig hizo como le decían y volvió a sumirse en la lectura del diario. Instantes después, el aparato, que había rodado despacio hasta el comienzo de la pista, donde habían cobrado potencia los motores, salió disparado, impulsando a los pasajeros contra sus asientos. Enseguida el morro y después la cola se separaron del asfalto y el aparato cogió altura.
En el asiento de al lado del de Ludwig, un niño repeinado y vestido como un pequeño adulto, comentaba con la señora que posiblemente era su madre, sentada a su lado, tratando de concentrarse en una revista de interiorismo, que las nubes que quedaban atrás, por debajo del enorme pájaro, tenían la consistencia de fabulosas montañas de algodón.
A la altura a la que volaban, el cielo se encontraba despejado, aumentando la belleza del espectáculo, hasta que el morro del avión descendió, entrando en las nubes, que pasaban como sedas rozando las ventanillas. Momentos más tarde unas furiosas gotas golpeaban con fuerza los cristales, aumentando la sensación de frialdad y tristeza, al pasar del cielo azul a uno casi negro.
—Por favor, permanezcan sentados en sus asientos y con el cinturón abrochado mientras el aparato siga en movimiento.
Al descender para realizar la maniobra de aproximación, el avión se sacudió a causa de las turbulencias por la tormenta que habían estado sobrevolando.
La advertencia de la azafata fue unánimemente ignorada en cuanto todas las ruedas del pájaro tocaron tierra y se estabilizó.
Cerca de la terminal el avión se detuvo. Un enorme tubo, similar al de un aspirador, se adhirió como una sanguijuela a la portilla de salida para que los pasajeros pudieran acceder al edificio.
Tras pasar los trámites, Ludwig abandonó el aeropuerto internacional de Schwechat y se aproximó al primer taxi de la fila.
—Hotel Albatros, por favor —dijo en alemán.
El taxista metió la marcha y se incorporó al tráfico en dirección al centro. Ludwig ya había estado varias veces allí, bien de turismo, bien por algún congreso médico. En tales ocasiones siempre había cogido una habitación en el Albatros.
Veinte minutos después subía en el ascensor del hotel con su pequeña bolsa de viaje colgando en bandolera del hombro, dispuesto a darse una buena ducha. Tenía una entrevista con el experto al día siguiente, en un conservatorio. Ludwig se había sorprendido de que el especialista no trabajara en el principal conservatorio de Austria o, al menos, en alguno de los más reputados.
Tras la ducha y el cambio de ropa, había bajado para cenar y después había acudido a su tradicional cita, cuando visitaba la ciudad, con el café Kleines en la Franziskanerplatz. Como siempre, el local se hallaba atestado de gente. Mientras Ludwig miraba la carta de cafés y se decidía entre un
turkischer
, un café turco, solo y fuerte, servido a la manera tradicional, o un
einspanner
, un gran vaso de café cubierto de nata montada, estudiaba la parroquia, que conversaba distendida.