En la pantalla se leía: «El instrumento va de camino. Reconocimiento positivo. Más problemas de los esperados. Los intermediarios eliminados. El paquete llegará al lugar convenido en veinticuatro horas».
Pawlak borró archivos, carpetas e historiales y pasó un programa de limpieza para eliminar cualquier rastro. Adicto a la seguridad más extrema, no le parecieron exageradas las medidas que tenía por costumbre adoptar su sicario al mandar mensajes.
Una vez apagada la CPU y recogidos el teclado y el ratón, Pawlak aguardó pacientemente sentado en el sillón con el móvil sobre la mesa. Diez minutos después un suave timbre, acompañado de un breve bailoteo del aparato, anunció la llegada de un mensaje.
Su sicario tenía un servicio de telefonía que le advertía cuándo era abierto el álbum de fotos. Había dado tiempo para que el anciano recuperara la información y se mandaba después el inocente mensaje que faltaba. Pawlak no lo leyó, memorizando tan sólo la quinta palabra, tal y como se indicaba en las instrucciones del descifrado correo fotográfico.
Se trataba de la clave para acceder a la taquilla de la estación de Niza donde guardaba el preciado stradivarius.
La Divinidad es un círculo cuyo centro se encuentra en todos los sitios y la circunferencia en ninguna parte
.
HERMES TRISMEGISTO
I
nspector jefe Herrero? —preguntó la voz de la telefonista de la comisaría—. Aguarde un momento, le paso una llamada de la oficina nacional de Interpol.
—¿Inspector jefe Herrero? —dijo la voz de otra mujer—. Soy la inspectora Amanda Sanmartín. ¿Qué tal está?
—Muy bien, inspectora —contestó gentilmente Herrero—, encantado de hablar con usted.
—Lo he estado llamando al móvil —dijo la policía—, pero no había manera. Todo el rato me daba fuera de cobertura.
—Lo tenía sin batería —mintió con descaro Herrero, acostumbrado a echar mano de esta excusa—. Siento causarle tantas molestias.
—No se preocupe, no ha sido ninguna molestia. Aquí tengo los resultados que me pidió. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Si no le importa, por Menasés Liebnitz.
—Menasés Liebnitz, nacido en Rzeszów, ciudad situada al sureste de Polonia, capital del voivodato del mismo nombre, junto al río Wislok, en 1925, posiblemente en el mes de junio. Su familia murió durante el internamiento en el gueto de Varsovia. Desde los dieciséis años estuvo internado en campos de concentración, de los que visitó tres, protagonizando varias fugas. Del último de ellos, el de Mauthausen, fue liberado en 1945 por los americanos. Matemático y cabalista, además de rabino. Se le respeta como un
Hakam
, un sabio en su religión. Durante años colaboró con Simon Wiesenthal, el famoso cazanazis. Se le atribuye haber tomado parte en la detención y secuestro de Adolf Eichmann, un nazi fugado que vivía en Argentina, considerado el padre de la «solución final». De ser verdad, habría trabajado con el Mossad. Se casó, pero su mujer murió. Al cumplir cuarenta y tres años lo dejó todo y se exilió en Israel, donde ha llevado una vida tranquila, como rabino, a las afueras de Jerusalén.
—¿Tienen alguna fotografía reciente?
—Sí, se la mando ahora mismo por fax, junto con todo su historial. En realidad le mando tres fotos. Una de ellas está sacada en el campo de concentración de Mauthausen cuando fue liberado. Otra es de la boda con su mujer. La más reciente es de hace dos años. Es un hombre pequeño, lleva la cabeza afeitada, viste siempre de negro y tiene una cojera, probable consecuencia de un accidente sufrido durante una de sus fugas de los campos nazis. ¡Ah! Carece de número tatuado, como es lo normal en los prisioneros judíos. Se lo hizo borrar de una manera muy dolorosa nada más quedar libre.
Todo aquello concordaba con la imagen que Herrero tenía del pequeño rabino.
—¿Qué me dice de los cuatro nombres alemanes que le facilité?
—No mucho. Sí le puedo adelantar que ha costado bastante esfuerzo que nos facilitaran la información. Parece evidente que hay interés en no remover viejas heridas. En cualquier caso le adelanto lo que luego le llegará por fax.
»Friedrich Hielscher. Fue miembro de una oscura organización racista en la que luego se inspiraría Hitler y a la que pertenecieron muchas celebridades de aquella época y miembros del Estado Mayor del ejército alemán. Parece ser que los nazis crearon un centro de estudios en el que entraban todas las ramas del saber, desde la física nuclear, en la que estaban bastante avanzados cuando fueron derrotados, gracias a Dios, hasta la medicina, pasando por la historia y la gramática. Este Hielscher se ocupó de dirigir, y no se asuste, la sección esotérica de ese instituto. ¿Ha visto usted la película de Indiana Jones? Pues realmente los alemanes estuvieron buscando el Arca de la Alianza, el Santo Grial, la lanza con la que atravesaron a Jesucristo en la cruz y todo tipo de cosas igual de extrañas. ¿Qué le parece? Hielscher fue detenido en septiembre de 1944 por la Gestapo, no se sabe bien por qué, y liberado tres meses después. Tras la guerra compareció en los juicios de Nuremberg como testigo a favor de un tal Sievers. Él no fue encausado. Después desapareció. Se cree que se marchó a Costa Rica y murió en 1956.
»Oswald Dönitz. De origen austríaco. Un genio matemático y musicólogo. Trabajó en la sección matemática del instituto, pero fue trasladado a la sección esotérica de manera fulminante, sin conocerse los motivos. Tras la guerra fue llevado a Argentina, como la mayoría de los nazis fugados. En 1963 falleció de una trombosis y fue enterrado en Buenos Aires, sin ceremonias, ya que nadie se quiso hacer cargo del cuerpo.
»Friedrich Schäuble. Un joven y prometedor físico captado por el instituto y llamado a colaborar en el proyecto de la bomba atómica. Al igual que Dönitz fue trasladado al departamento esotérico. Tampoco se sabe el motivo. Cuando estaba terminando la guerra fue sacado del país a través de Suiza, pasando por Italia. De allí a Egipto, donde estuvo un par de años para terminar en Brasil. Al cabo de un año de llegar a Brasil murió en un accidente de avión.
»El último: Martin Eichhorts, historiador y teólogo. No se sabe cuáles son sus orígenes, ni cómo llegó hasta el instituto. El caso es que junto a los anteriores y otros cinco especialistas en distintos campos, trabajó, bajo la dirección de Hielscher, en sus absurdos proyectos. Éste fue detenido por los aliados cuando trataba de abandonar Italia a bordo de un barco mercante. Lo llevaron a Nuremberg para ser juzgado. Pero los aliados bastante tenían con los juicios a los carniceros nazis como para ocuparse de un historiador. Lo dejaron libre y, cuando se dieron cuenta del posible error, el hombre había desaparecido. De cualquier forma, se le da por muerto y enterrado en Panamá.
—Dígame, inspectora —preguntó Herrero tratando de asimilar el chorro de información—. ¿Qué edad tendrían hoy en día estos hombres?
—Hielscher posiblemente andaría por la centena. Dönitz y Schäuble ochenta y tres. Eichhorts ochenta y uno.
—¿Pudiera estar alguno de ellos vivo?
Al otro lado de la línea se hizo el silencio durante unos instantes. Cuando Herrero iba a preguntar si se había cortado la comunicación, se oyó de nuevo la voz de la inspectora:
—Verá. Sobre los nazis que tuvieron cierta relevancia, y éstos la tendrían si tenemos en cuenta las molestias que se tomaron para sacarlos de Europa, es difícil saber qué ha pasado. No es el primer caso en que un antiguo nazi es dado por muerto y sigue andando por ahí. ¿Pudiera ser el caso de alguno de éstos? No sabría decírselo a ciencia cierta. Personalmente creo que no eran tan importantes como para molestarse en falsificarles los certificados de defunción una vez que ya se encontraban a salvo fuera de Europa. Me inclinaría a pensar que realmente fallecieron. En todo caso no les quedaría mucho tiempo de vida, ¿no cree?
—Eso parece. ¿Qué me cuenta del violín por el que le pregunté?
—¿El stradivarius conocido como el Mesías? Fabricado en 1716. Parece ser que ha tenido una existencia un tanto azarosa, pasando por varias manos. Actualmente se encuentra expuesto en el Museo Ashmolean, en Oxford, Inglaterra. El acceso a la sala donde se halla está muy restringido y las condiciones de seguridad son extremas. A pesar de ser el violín más conocido de Stradivarius y una de sus mejores obras de arte, no ha sido tocado nunca en un concierto. Existen algunas dudas sobre si fue fabricado por Antonius Stradivarius o uno de sus hijos. Los peritos que lo han examinado no se ponen de acuerdo. Hay quienes consideran que la madera empleada en la parte superior del violín es posterior a la fecha de fallecimiento del artista. De cualquier forma su valor actual es, aproximadamente, de unos veinte millones de libras, unos trece millones de euros.
—Perdone que le pregunte —dijo con voz suave Herrero—, ¿el violín expuesto en el museo de Oxford pudiera tratarse de una imitación?
Al otro lado de la línea se hizo de nuevo el silencio.
—Inspector Herrero. Estoy acostumbrada a responder las preguntas más insólitas que pueda imaginar. Pero la investigación que usted está llevando a cabo se lleva la palma. ¿Tiene motivos para pensar que el Mesías ha sido suplantado? No es mi especialidad. Tendría que llamar a la Sección Internacional de Arte, pero debería explicarles un poco de qué va esta historia.
—No, no se moleste. Era una pequeña idea. Un palo de ciego, por así decirlo. Bueno, inspectora Sanmartín, me ha ayudado usted mucho. No sé cómo agradecérselo.
—¿Quizá contándome un poco de qué va todo esto? —repuso la policía, que no se dejaba engañar por la súbita pérdida de interés de Herrero—. Me ha despertado la curiosidad.
—Tal vez más adelante, inspectora —repuso evasivo Herrero—. Créame que lo siento, pero por ahora no puedo ser más explícito. Muchas gracias otra vez. La llamaré algún día.
—Estaré esperando con ganas esa llamada, inspector —contestó la mosqueada inspectora, antes de interrumpir la conversación.
Dejando el teléfono sobre su base, Herrero se quedó mirando al techo. Las averiguaciones parecían confirmar la tesis de Estévez sobre la inestabilidad psíquica del rabino. Pero Herrero, por principios, no se fiaba de las hipótesis fáciles de su subalterno. Le gustaba dejarse guiar por su instinto y éste le decía que el rabino no estaba loco.
Si los cuatro sospechosos del rabino Liebnitz estaban muertos y los instrumentos sobre los que había reunido información se hallaban a salvo, la trama del judío era irreal. Podía ser incluso que tuviera razón en que al griego lo hubiesen matado para robarle un violín. Al fin y al cabo se trataba de un objeto de extraordinario valor y no resultaría extraño que un conocedor de su existencia quisiera hacerse con él. Un estrafalario coleccionista, algún perturbado mitómano. Preferir el violín oculto y dejar otros más accesibles e igual de valiosos podía tener una explicación más racional que la propuesta por Liebnitz.
Al cabo de un rato de profunda meditación, ajeno al paso de sus ayudantes y al jaleo de teléfonos y pulsaciones en teclados de ordenadores y anticuadas máquinas de escribir, Herrero tomó de nuevo el auricular a la vez que abría un manoseado cuaderno con números de teléfono.
—Buenas tardes, soy el inspector Herrero. ¿Se acuerda de mí? ¿Qué tal se encuentra?… estupendo, yo también, muy bien, gracias. Tenía interés en hablar con su marido… no, no hace falta. Si le viene bien, preferiría pasar por allí y hacerles una visita… Estupendo, ¿le parece bien dentro de media hora? ¿Sí? Estupendo. Muchas gracias, nos vemos enseguida. Sí, me acuerdo de la dirección… hasta ahora, adiós.
Herrero dejó el teléfono y miró su reloj de pulsera, regalo de su mujer el día de su boda, hacía miles de años. Hizo un rápido cálculo mental. Todavía podía encontrar en su despacho al inspector de Scotland Yard al que había conocido en un congreso de policías y con el que había entablado amistad.
Poniéndose de pie cogió el odiado móvil y se lo metió en el bolsillo del abrigo. De la percha tomó el sombrero, se aseguró de llevar las llaves y la placa, se recolocó el revólver corto para que ni molestase ni quedase a la vista y abandonó la oficina en dirección a la calle, tras advertir a sus compañeros que estaría localizable en el móvil.
De camino a la boca de metro, sacó el aparato del bolsillo, examinó la agenda, eligió un número y pulsó el botón verde. Al cabo de veinte segundos, una conocida voz chapurreó en castellano.
—Vaya, cuánto tiempo sin saber de ti, Pablo. ¿Qué tal va esa vida? ¿Alguna figurita que no aparece?
Ted Rendell era especialista en arte de Scotland Yard y en alguna otra ocasión Herrero le había consultado acerca de alguna pieza, sobre todo cuando tenía relación con la escultura, la debilidad del policía español.
—Muy bien, Ted. Me alegro de oír tu voz. ¿Qué tal Elizabeth y los niños?
—Fantástico. Todos muy bien. ¿Cómo es que me llamas desde el móvil? ¿Por fin entras en el mundo moderno?
—No, no temas. Es que no quería llamarte desde la oficina.
—Caramba, qué misterioso. ¿Todo bien?
—Sí, estupendo —tranquilizó Herrero a su amigo—. No te preocupes. Sólo quería hacerte una pequeña consulta. Estoy con un caso en el que ha asomado un violín expuesto en un museo de Oxford.
—¿Cuál de ellos? preguntó el policía británico.
—Uno de Stradivarius.
—¿El Mesías de Antonius Stradivarius?
—El mismo. No pretendo hacerte perder el tiempo. Sólo quería preguntarte si ese instrumento es realmente de Stradivarius.
—¿Te refieres a la teoría de que fue uno de sus hijos el que lo hizo? ¿O a esa otra de que se trata de una imitación del tratante francés Vuillaume que le dio el cambiazo hace más de un siglo? Cualquiera de las dos es infundada.
—Me refería a una tercera posibilidad. Que el violín haya sido sustituido en los últimos tiempos.
Silencio.
—Dime, Pablo —dijo Rendell articulando despacio las palabras—, ¿vas a estar en este número el resto del día? Ahora tengo un poco de trabajo. ¿Qué te parece si te llamo luego?
Antes de que un sorprendido Herrero tuviera opción a contestar la línea estaba muerta.
—Encantado de volver a verlo —dijo Herrero extendiendo la mano—. ¿Qué tal resultó la visita a la mansión de su tío? Una propiedad magnífica, ¿no le parece? Me gustó especialmente una serie de figuras armenias. Me temo que de pintura no sé nada, aunque me han asegurado que las colecciones del señor Tsaldharis son extraordinarias.