—¿Y eso por qué? —preguntó Ludwig—. No creo que esa gente tenga reparos en matar.
—Está claro que no. Pero suelen preferir los trabajos limpios. Traen menos complicaciones, ¿sabe? Rehúyen todo lo que sea llamar la atención sobre sus actividades.
»No, yo creo que el anciano les habló de su sobrino en la capital suiza. El registro de su domicilio es apresurado, lejos de la planificación con la que entraron en casa de su tío. He cotejado las horas. Me inclino a creer que los asaltantes desconocían su existencia y que Tsaldharis les habló de usted.
—¿Y adónde nos lleva eso?
—Si convenimos que en casa de Tsaldharis los asaltantes no encontraron nada, sólo nos quedan dos posibilidades: una, que tampoco encontraron lo que buscaban en la casa de usted y dos, que sí lo encontraron.
Al llegar a este punto Herrero calló y se quedó mirando de manera plácida a Ludwig.
—¿Espera usted que yo diga algo? —preguntó Ludwig al cabo de un larga pausa.
Entre tanto Estévez había llegado con el café y el chocolate, los había dejado sobre la mesa de su superior y se había vuelto a marchar sin que nadie pareciera darse cuenta.
—Ya le he dicho que en mi casa no faltaba nada y que tampoco recuerdo que guardara nada de valor.
—¿Su madre de usted, no le dejó alguna herencia, un recuerdo que para usted pueda no tener demasiado valor pero que sí lo tuviera para otras personas?
—¿Y cómo sabría yo que lo que para mí pueda tener sólo un valor sentimental, pudiera ser tan importante para alguien? Pero no. He revisado lo poco que me quedé de mi madre y no hay nada que justifique todo esto.
—Si los asesinos pensaban que usted estaba en posesión de lo que buscaban y no lo encontraron en su domicilio, resultaría lógico pensar que lo abordarían a usted como hicieron con Tsaldharis o registrarían otras pertenencias suyas, no sé, por ejemplo, su consulta, ¿no está de acuerdo? ¿Le molesta que haga esto? Estupendo. Me aclara la mente y me ayuda a pensar con más claridad.
Herrero había sacado de un cajón sus tijeras con mango de plástico azul y recortaba triángulos de un folio ya usado.
—La verdad —empezó a decir despacio Ludwig, tras pensarlo un momento— es que mi consulta también fue registrada y de una manera muy discreta, tal y como apuntaba usted. No dije nada a la policía suiza porque no quería enredarlo todo aún más. No se llevaron nada tampoco.
—Bueno —dijo animadamente Herrero—. Eso ya está mejor. La verdad es que me tenía preocupado. ¿Le importa que dé aviso a mis colegas suizos? Me temo que, dadas las circunstancias, es necesario, y quién sabe, quizá encontremos alguna pista. Hará falta que me firme una autorización para que puedan acceder a su consulta pero ya la prepararemos luego.
Si Herrero pensaba que Ludwig ocultaba algo, o podía estar implicado en los crímenes, lo disimulaba muy bien. En ningún momento había cambiado la expresión amable de su rostro.
La conversación no daba para más. Quedaba claro que el policía no había esperado conseguir demasiada información y que Ludwig o no sabía o no iba a admitir saber nada. Aún permanecieron hablando diez minutos más de generalidades sobre el caso, mientras Estévez redactaba la autorización de registro para que la firmara Ludwig. En ella se facultaba de forma voluntaria a la policía suiza para entrar en su consulta y registrarla en presencia de dos testigos escogidos por Ludwig. Una vez hechos los trámites, el inspector Estévez acompañó a Ludwig a la salida. En esta ocasión el policía no abrió la boca hasta la misma puerta, donde masculló un inaudible adiós.
En la calle, Ludwig se abrochó la cazadora. Quedaba ya poca luz. En la cabeza daba vueltas a la reunión mantenida con el chocante policía. No habían sacado nada en claro, algo con lo que el inspector parecía contar. Debía admitir que éste le había causado impresión. Aún podía sentir sus húmedos ojos mirándolo con curiosidad.
Tratando de despejar la mente decidió comenzar la noche con un aperitivo antes de decidir adónde ir a cenar.
Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella
.
Génesis 28; 12
H
errero observó con resignación el almuerzo que tenía delante. Era mediodía, estaba hambriento y como siempre que se daban ambas circunstancias había abierto la bolsa donde su mujer le ponía la comida con la secreta y nunca cumplida esperanza de que aquella mañana se hubiera apiadado de él.
Sobre la mesa de su despacho aguardaban, impertérritos, dos sándwiches, uno de atún y el otro de pollo a la plancha, sin una pizca de mayonesa o cualquier otro aliño, y una manzana de postre. Para beber, la perenne botella de litro y medio de agua que tenía que vaciar al menos dos veces al día por culpa de los cálculos de riñón que se le formaban periódicamente.
En las otras mesas sus subalternos, aquellos que no tenían un sitio mejor adonde ir a comer y no querían dejarse parte del sueldo en un restaurante, se aprestaban a dar cuenta también de sus comidas.
Ponte y Cuéllar habían pedido unos platos chinos por teléfono que les habían llegado cinco minutos antes, en manos de una adolescente con un
piercing
en el labio y un tatuaje que le recorría la mejilla hasta el párpado.
Herrero nunca había probado la comida china. No le llamaba la atención comer una cosa totalmente desconocida que, fuese lo que fuese que hubieses pedido, siempre olía igual. Pero debía reconocer que tanto el inspector Ponte como el agente Cuéllar parecían disfrutar más que él con su almuerzo. Armados con unos palillos, que Cuéllar dominaba como un maestro, remojaban los rollitos de primavera en una salsa anaranjada contenida en un pequeño envase de plástico y se los metían en la boca. A Ponte, no tan ducho en el manejo de los cubiertos orientales, de vez en cuando se le resbalaba su trozo y caía sobre un papel absorbente dispuesto a modo de mantel, obtenido del rollo para secarse las manos que había en los aseos.
En otra mesa y para mayor tortura de Herrero se encontraba Estévez. Al parecer aquel día no había encontrado compañía más agradable y se había encargado una enorme pizza de cuatro quesos cuyo olor agredía los sentidos de Herrero.
No sólo le asqueaba el olor. Era también la forma en la que Estévez se introducía en la boca un desmesurado y deforme triángulo de pizza, al que le colgaban hilos de queso semifundido y goterones de tomate. A continuación la masticaba a medias, se limpiaba con una servilleta del mismo material que los manteles de sus compañeros, sorbía de una lata de cerveza, traída del bar, ya que las de la máquina de la comisaría eran sin alcohol, y seguía hablando con la boca llena.
Otros dos miembros de la brigada, que se encontraban más cerca del maleducado inspector, eran involuntarios receptores de la intermitente charla de éste.
—No te jode que ayer me vino un loco y me empieza a contar una historia de un violín que querían robarle al griego y que por eso se lo habían cargado.
Viendo que sus dos compañeros más jóvenes no tenían más remedio que hacerle caso, mientras comían sus almuerzos, consistentes en sendos bocadillos, uno vegetal y el otro de jamón con tomate, Estévez continuó:
—Cuando yo le contesté que en la casa habíamos encontrado varios violines y que no faltaba ninguno, el tío me respondió que el que él decía estaría escondido porque era un violín robado que el griego había comprado en el mercado negro «¿Y cómo sabe usted eso?», le pregunto y el tío no sabe responder, así que le vuelvo a preguntar: «¿Se trata de algún violín especial?». El judío, porque, no os lo perdáis, el viejo loco era un enano rabino que aseguraba haber venido expresamente desde Jerusalén para contarnos esa historia, ahí estaba, frente a mí, todo vestido de negro, con un sombrero como los que salen en las noticias de Palestina, pero sin esos churros colgando, pues tenía la cabeza monda y lironda.
«Total, que me contesta que era muy valioso, aunque me reconoce que su valor económico sería parecido al de los otros violines que vimos. «¿Y porqué iban a robar ese violín oculto, si podían coger mucho más fácilmente los otros?». El judío se me queda mirando y me dice al cabo de un rato que el ladrón necesitaba ese violín en concreto. «Ese violín pertenece a una colección muy especial». Pero no me sabe decir por qué la colección esa es tan especial ni me da más datos…
Herrero, que no había prestado atención al principio al monólogo, aceptándolo como una penitencia añadida a la que suponía el insípido almuerzo, ayudaba a pasar los sándwiches con el agua, abstraído con la mente puesta en algo que había oído.
Según Estévez el rabino había dicho «el ladrón». ¿Era una casualidad, una forma de hablar o el rabino sabía que había sido una sola persona la que había entrado en la casa de Tsaldharis y asesinado a éste y a la enfermera?
Aún no tenían la certeza, pero Herrero sospechaba que realmente el asaltante había actuado solo. ¿Por qué el rabino se había referido a él en singular?
Otro pensamiento, aún más curioso, se le cruzaba. Él conocía al viejo loco del que hablaba el inspector Estévez.
Masticando mecánicamente un trozo de pollo reseco, el inspector jefe recordó el incidente del día anterior cuando llegaba a comisaría para entrevistar al doctor Dreifuss. Venía distraído, preparando la cita, cuando, al doblar la esquina, se tropezó con un hombrecillo todo vestido de negro, con el sombrero típico de los rabinos, que venía en la otra dirección. A consecuencia del encontronazo el anciano se había ido al suelo, rodando el sombrero y mostrando una cabeza «monda y lironda» como había dicho Estévez.
Al ayudar al hombre a levantarse, sus miradas habían coincidido un instante. Aquel momento le había bastado a Herrero para sentir la poderosa serenidad que emanaba de aquel anciano. El inspector jefe, tras recogerle el sombrero, le había entregado una tarjeta por si necesitaba algo, a pesar de entender que los dos habían sido por igual responsables del topetazo.
La entrevista con el médico suizo y el caso que lo ocupaba le habían hecho olvidar el incidente. Recordaba perfectamente la mirada del anciano. Para Herrero, aquel hombrecillo no tenía nada de loco.
Tras el almuerzo, los miembros de la brigada salieron de la oficina para tomar un café en la máquina de la sala de estar. Todos menos Estévez, que salió de la comisaría con una excusa que nadie se molestó en escuchar, y el propio Herrero, que se quedó en su mesa.
Una vez solo, el inspector jefe se acercó a la mesa de Estévez y con cuidado de no desordenar el caos imperante, revisó los papeles hasta dar con lo que buscaba: «Menasés Liebnitz». El rabino se alojaba en un hostal en Trafalgar. Cerca de la sinagoga, recordó Herrero.
Rápidamente, por si regresaba alguno de sus hombres, Herrero echó un vistazo a la declaración del anciano. No había mucho más de lo que había contado Estévez. Lo más llamativo era que la entrevista se cortaba de golpe.
El inspector jefe volvió a su mesa, abrió el cajón, extrajo las descomunales tijeras, tomó de la bandeja de reciclaje una hoja, emborronada por la impresora, y comenzó a hacer triángulos de papel.
—¿
Hakam
Liebnitz? —preguntó un poco preocupado el dueño del hostal por el teléfono—. Un inspector de la policía pregunta por usted… de acuerdo, se lo digo.
—Enseguida baja, inspector. Me ha pedido que tenga la amabilidad de aguardar un momento.
El policía, sin quitarse su sempiterno abrigo y dando vueltas al sombrero entre las manos, se dedicó a echar un vistazo a los cuadros que colgaban de las paredes. Eran todos unas marinas bastante vulgares pintadas por el mismo autor. Cuando estaba examinando la que parecía más prometedora, oyó una voz a sus espaldas.
—
Shalom aleichem
, inspector. Soy el rabino Liebnitz. ¿A qué debo esta agradable sorpresa?
—Buenos días, rabino —dijo el inspector extendiendo la mano—. ¿Se acuerda de mí? ¿Qué tal se encuentra?
—Cómo olvidarlo —respondió Menasés con una sonrisa—. ¡Ahora me doy cuenta de que hacía tiempo que no tenía un encontronazo con la justicia!
Los dos se echaron a reír ante el juego de palabras.
—Pero no se preocupe. Me encuentro perfectamente. Así que es usted inspector jefe de policía —dijo Menasés echando un vistazo por primera vez a la arrugada tarjeta de visita que le había entregado el policía el día anterior, cuando chocaron en la calle, en la que se podía leer: «Inspector Jefe Pablo Herrero, Brigada de Homicidios»—. ¿Y qué lo trae por aquí?
—Ayer, antes del tropezón que tuvimos, usted había estado en comisaría. Se entrevistó con uno de mis hombres. Según tengo entendido, aseguraba tener información sobre un terrible crimen cometido hace unos días en una mansión a las afueras de Madrid.
Herrero se dio cuenta de que el hombrecillo que tenía enfrente echaba un vistazo por el rabillo del ojo hacia donde se encontraba el dueño del hostal, que fingía ocuparse del libro de entradas.
—Joseph —dijo el rabino—, ¿sería tan amable de dejarnos una salita donde pueda conversar con el inspector?
El aludido se apresuró a guiarlos a su propio despacho y, tras preguntarles si deseaban tomar algo, se marchó cerrando la puerta a sus espaldas.
—En efecto —dijo el rabino, sentado en una pequeña butaca frente a Herrero, que se había acomodado en el ajado sofá en el que, sin duda, se tumbaba Joseph a descansar cuando las noches eran tranquilas—. Ayer tuve la oportunidad de conocer a uno de sus inspectores. Creo recordar que se llamaba Estévez. ¿Me equivoco?
—En absoluto —contestó Herrero—. He estado examinando su declaración. En ella afirma conocer el motivo por el que asesinaron al señor Tsaldharis. ¿Es eso cierto?
—Sí. Como le expliqué al inspector Estévez, el señor Tsaldharis estaba en posesión de un valioso violín hecho por el mejor
luthier
de todos los tiempos, Antonius Stradivarius. Violín que su atacante robó.
Herrero miraba directamente a los ojos de su interlocutor. La mirada decidida, limpia y sincera, no ofrecía lugar a dudas.
—Cuando el inspector Estévez le explicó que en la mansión encontramos varios instrumentos, tanto de Stradivarius como de Giuseppe Guarneri, Andrea Amati y Jacob Stainer, todos ellos reconocidos violeros, pero que no hallamos indicios de que faltase ninguno, usted le dijo que el violín del que hablaba no estaría expuesto porque había sido adquirido por el señor Tsaldharis de manera irregular.