Ludwig llegó a la conclusión de que su presa no tenía el mismo interés que él. Si la muchacha pretendía un cortejo en toda regla, Ludwig no estaba dispuesto a lucharlo. Con un gesto llamó al camarero y le pidió la cuenta. Cuando se la mostraron la revisó y la depositó sobre la bandejita de cristal en la que la habían traído, junto a una tarjeta bancaria y su pasaporte.
Con una sonrisa de despedida dedicada a la pelirroja, Ludwig aceptó su abrigo, que le ofrecía el camarero, y abandonó el restaurante. Fuera se encontró con que la fauna había cambiado. Mujeres, casi todas sudamericanas o de origen eslavo, se apostaban en las paredes. Ecuatorianos y peruanos extendían sobre las aceras sábanas llenas de fulares, pañuelos y pequeños juguetes de todo tipo. Altos africanos exponían de la misma manera discos compactos piratas, atentos por si de improviso se presentaba la policía.
Un par de magrebíes y luego una pareja de lo que seguramente eran yonquis lo evaluaron, terminando por dejarlo pasar sin meterse con él. Ludwig, por si acaso, apretó el paso. No necesitaba mirar el plano. Ya se lo había memorizado mientras aguardaba la cena. Optó por bajar hasta la calle de Alcalá y desde ahí, por la carrera de San Jerónimo para llegar hasta la plaza donde se encontraba su hotel.
Un cuarto de hora más tarde, tras lavarse a conciencia los dientes y quitarse las lentillas, Ludwig dormía plácidamente. En esa ocasión no soñó con ningún jinete guerrero al frente de sus hordas cabalgando a cámara lenta.
El rabino había sido uno de los que no lo había pasado bien en el avión. Con un suspiro de alivio, se soltó el cinturón cuando el aparato ya se había detenido al final de la pista.
A pesar de haber volado lo suficiente como para haber dado un par de vueltas alrededor del mundo, no conseguía acostumbrarse a la sensación de vacío en el estómago cuando el aparato se desplomaba. No había resultado el peor de sus viajes, pero ya hacía años que no se apartaba del suelo y suponía un alivio volver a tocarlo. El viaje de vuelta, que ya carecería de urgencia, lo haría en barco.
Si es que volvía, pensó de nuevo. Desde que decidió ir a Madrid, la sospecha de que era un viaje sin retorno lo había asaltado constantemente. Sin ser consciente de lo que hacía, en las últimas horas pasadas en Jerusalén se había despedido de los pocos amigos que tenía, de su sinagoga, de sus alumnos y lugares más queridos.
El adiós más doloroso había tenido lugar, como no, en casa de Sara.
—¿Estás seguro de lo que haces? —le preguntó su amiga.
Menasés no había sabido cómo sacar el tema. Después de una charla insustancial, la perspicaz mujer había intuido que el anciano tenía algo que decirle y que iba a resultar doloroso para los dos.
—Dime, ¿qué te preocupa?
—Sara, me tengo que ir —respondió el rabino tras un largo rato de dar vueltas entre sus manos al sombrero de ala ancha.
—¿Adónde irás?
—A España. A Madrid.
—¿Es por lo de…?
—Sí. En Madrid creo que está la clave para terminar con esto de una vez.
—Menasés —dijo Sara con una sonrisa triste en el rostro—. Eres un anciano. Ya no puedes ir por ahí tú solo como antes ocupándote de esas cosas. Deja que otros lo hagan. Puedes llamar al grupo de Simon. Son más jóvenes y —añadió con dulzura— han tenido un buen profesor.
—¿Y qué les cuento? Me tomarían por loco, lo sabes muy bien. Pensarían que son los delirios de un viejo que no se resigna a pasar a la Historia. No, Sara. He sido un perezoso demasiado tiempo. Ahora cada día que pasa el riesgo es más alto. Se acerca el momento.
Fue en ese instante, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado entre los dos, cuando ella hizo la pregunta que atormentaba a Menasés y que aún escocía: «¿Estás seguro de lo que haces?».
¿Lo estaba? ¿No era un gesto de orgullo? ¿Un intento de conjurar la fatalidad? ¿La tentativa de alguien, que desde niño se había convertido en un superviviente, para eludir la muerte, cada vez más cercana? ¿Un querer beber del Grial?
Se había hecho todas estas preguntas. Conocía el alma humana. Sabía que, a las puertas de la muerte, un hombre se siente vulnerable y trata de aferrarse a la vida. Pretender salvar a la humanidad era un motivo ideal para considerarse imprescindible, una razón de peso para convencer a la muerte de que retrasase su llegada.
Sara lo había estrechado entre sus brazos como nunca antes lo hiciera. Durante un buen rato los dos ancianos habían permanecido abrazados en silencio.
—Adiós, Menasés Liebnitz —fueron sus últimas palabras.
Menasés subió al autobús que recogía a los pasajeros al pie de la escalerilla. El vehículo arrancó y se encaminó hacia la aduana.
Una vez cumplimentados los trámites, algo que le llevó más tiempo que a Ludwig, que ya había tomado el taxi para cuando Menasés aún no había recogido su maleta, el rabino salió a la zona de espera y buscó con la mirada.
A su alrededor los pasajeros sonreían y saludaban con la mano a aquellos que habían venido a recogerlos. Menasés se sumó a aquellos que aún no habían encontrado a los que esperaban y buscó entre aquel mar de brazos y rostros sonrientes.
No conocía a la persona que debía acudir a buscarlo, sólo sabía que se llamaba Sholem. Había contactado con él por mediación de un colega cabalista que durante años había vivido en Madrid y tenido mucho contacto con toda la comunidad judía de la capital española. El cabalista había llamado al tal Sholem, buen amigo suyo, pidiéndole encarecidamente una cálida acogida para Menasés. Sholem había insistido en que, durante lo que durara la estancia de Menasés en Madrid, éste se alojara en su casa.
Pero Menasés había rechazado categóricamente tal posibilidad. Necesitaba plena libertad de movimientos y no quería estar atado a celebraciones, reuniones y vida familiar con toda clase de tíos, primos y demás parientes de Sholem, que se mostraría muy orgulloso de acoger en su casa a una leyenda viviente. Para no contrariar demasiado al desilusionado Sholem, había accedido a dar un par de charlas en el centro principal de la comunidad.
Por un hueco que se hizo entre la multitud apiñada en la zona de llegada del aeropuerto, Menasés vio a un hombre de mediana edad, de poblada y arreglada barba, acompañado por un aburrido adolescente que, desde el fondo, también estaba buscando a alguien.
—¿
Hakam
Liebnitz? —preguntó el hombre cuando el rabino se acercó.
—
Shalom aleichem
—contestó el anciano rabino y, recordando su oxidado castellano aprendido en Argentina, añadió—: Por favor, llámame Menasés. Te estoy muy agradecido por venir a buscarme. ¿Este hombretón es tu hijo?
—Así es, Menasés —repuso el hombre, orgulloso de la confianza que le ofrecía su huésped—. Se llama Zalman. Permite que lleve tu maleta.
—Vaya, le quedaré muy agradecido. No sé muy bien qué he metido dentro, pero pesa mucho.
Manteniendo la informal conversación, los tres salieron del aeropuerto y se montaron en un Opel Vectra estacionado en el aparcamiento. Sholem no se había enterado del accidente del que le había hablado el taxista a Ludwig y se metió de lleno en la M-30, sin entender las indicaciones de la policía de tráfico, que intentaba encauzar el máximo de vehículos por otras vías.
Dos horas más tarde, sumidos los dos adultos en una conversación teológica de la que Sholem parecía disfrutar mucho, no tanto Menasés y desde luego en absoluto Zalman, llegaron a un hostal en la zona de Trafalgar, cerca de la sinagoga Beth Yaacov. El dueño del hostal, Joseph Beguin, un madrileño descendiente de judíos afincados en España un siglo atrás, estaba esperando al que iba a ser su ilustre huésped. Le proporcionó la mejor habitación y entre él y Sholem lo convencieron de que la estancia sería pagada por la comunidad, teniendo la delicadeza de no preguntar qué urgente problema le había traído de forma tan precipitada a Madrid.
Menasés, destrozado por el viaje, aún debió conversar un rato con sus anfitriones para no herir su sensibilidad. Sholem le brindó repetidas veces la ayuda de su hijo para que le sirviese de guía durante su estancia en la capital, declinando Menasés amablemente el ofrecimiento. Cuando al final se marcharon el anciano respiró aliviado. Ya era tarde para él. Aquella noche no habría cena. Instantes más tarde dormía.
—
Shalom aleichem
, Joseph —saludó Menasés a la mañana siguiente cuando, tras ducharse, bajó a la recepción.
A pesar de que en el hostal no daban de desayunar, el dueño le tenía preparado un termo con café, una jarra de leche y unas magdalenas, que Menasés comió con mesura. Mientras lo hacía, Joseph le entregó, tal y como se lo pidiera el rabino la víspera, un plano de Madrid con los horarios y recorridos de los diferentes servicios públicos de transporte y le recordó que los servicios religiosos eran a las ocho de la tarde, y que estarían muy contentos de poder contar con su presencia.
Media hora más tarde Menasés y su plano caminaban por la calle en dirección a la comisaría más cercana que, según había podido ver, se encontraba a unas tres manzanas.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo?
La policía que se encontraba en la recepción miró con curiosidad a aquel anciano enjuto, calvo y bien afeitado, que se había descubierto, al entrar, de su sombrero de fieltro de ala ancha. Vestido con un usado traje también negro, el hombrecillo la miraba a través de unas gafas de cristales redondos con determinación.
—Buenos días, señora. Deseaba hablar con alguien sobre un asesinato cometido hace unos días.
—¿A qué asesinato se refiere usted?
—Al de un hombre griego que mataron en su domicilio. Tengo información que podría ser de interés.
La policía no mostró demasiado empeño por saber qué información podía tener un anciano tan extraño pero, por si acaso, tomó el teléfono. Les habían advertido sobre este asunto. Cualquier persona que insinuara tener algún tipo de información sobre el salvaje asesinato del armador griego debería ser entrevistada por los investigadores de homicidios. El problema era que la brigada de homicidios estaba en la comisaría de otro barrio.
Tres llamadas más tarde, la policía hablaba en persona con el inspector Estévez. Éste, que estaba solo, pretendía escaparse para hacer una visita a un amigo con el que tomar un trago y la inoportuna llamada lo puso de mal humor. Preguntó a la agente si el individuo tenía pinta de estar loco, como casi todos los que entrevistaba en relación con el crimen, pero la agente no cayó en la trampa. Si por algún motivo la entrevista no se llevaba a cabo y resultaba después que habría sido importante, el inspector alegaría que la agente había catalogado de loco al hombre y se lavaría las manos.
Soltando una maldición, Estévez dio orden de que un
búho
, coche sin distintivos de la policía, recogiera al informante y lo acercara al despacho. Calculó que si no había mucho atasco y resolvía pronto la entrevista aún estaría a tiempo para esa copa.
—¿Cómo dice que se llama? —preguntó el inspector Estévez.
—Menasés Liebnitz.
Al rabino no se le escapaba la incomodidad del policía sentado con indolencia tras la mesa del despacho. Acostumbrado a tener que catalogar a las personas, no tardó en calificar al policía de incompetente.
—¿Dice que tiene información sobre el asesinato del señor Nikolaos Tsaldharis? —preguntó levantando una esquina de una carpeta para leer el apellido del griego, con el que se hizo un lío—. ¿Lo conocía usted?
—No, no lo había visto nunca. Realmente no sé quién lo ha matado, pero sí por qué.
—¿Sabe por qué han matado a ese hombre? —preguntó socarrón el policía—. Vaya, me alegra oírlo. ¿Y por qué cree usted que lo hicieron?
—Para robarle un violín.
Estévez se incorporó un poco en la silla y prestó atención. Hasta ese momento todas los entrevistados le habían manifestado móviles a cada cual más incongruente. Amantes despechados, deudas millonarias con gente que no tenía dónde caer muerta, misteriosas tramas políticas…
Pero el griego tenía una variada colección de piezas de arte, muchas de ellas relacionadas con la música, y entre ellas había varios valiosos violines.
—¿Qué le hace pensar que querían robar un violín?
—El señor Tsaldharis poseía un violín que sus asesinos buscaban. Un stradivarius de 1732.
Estévez abrió la carpeta, en cuya tapa se podían apreciar varios círculos oscuros, sin duda por haber servido de posavasos, y revisó el contenido mientras Menasés guardaba silencio.
—Encontramos en casa del señor Tsaldharis varios violines —dijo el inspector, tras releer parte del dossier en silencio—. Dos eran de Antonius Stradivarius. Uno fabricado en 1703 y el otro en 1715. Ninguno coincide con el año que usted dice y créame, hemos buscado a fondo. No falta ninguno. El servicio doméstico y su pasante coinciden en ello. Hemos hablado con la aseguradora que cubría cualquier eventualidad de los instrumentos y sólo tenía estos dos, aparte de otros fabricados por diferentes artesanos.
—El señor Tsaldharis tenía en su poder ese violín. No podía asegurarlo porque lo había adquirido ilegalmente. Ese violín fue robado hace dos años y los ladrones se lo vendieron a Tsaldharis.
Estévez mostró una sonrisa de autosuficiencia. Ahí estaba. Por fin había aparecido la teoría conspirativa. Miró el reloj de pared situado detrás del rabino y pensó que aún estaba a tiempo para quedar con su compañero de juergas.
Ante la mirada impaciente del policía, el hombrecillo desglosó su intriga, hasta que de pronto se interrumpió bruscamente. Había llegado a la conclusión de que aquel desagradable policía no iba a suponer ninguna ayuda. Estaba perdiendo el tiempo hablando con un majadero.
—Bueno. Veo que usted no cree nada de lo que digo —dijo Menasés poniéndose en pie—. Imagino que tendrá usted cosas mucho más importantes que hacer que atender los desvaríos de un loco. Creo que será mejor que me vaya.
Un confundido inspector Estévez, cogido en renuncio, trató de convencer a Menasés de que en absoluto pensaba que estuviera loco. A pesar de ello el rabino se dirigió con resolución a la salida.
En la calle, una vez recuperado el pasaporte y devuelto la tarjeta que lo identificaba como visitante, Menasés se detuvo ante la puerta de la comisaría y respiró profundamente. Había previsto desde el primer momento que no lo tomarían en serio, así que había contado la parte de la historia más creíble con la esperanza de despertar la curiosidad de la policía.