Lo normal era que la vieja lesión no diera más guerra que la leve cojera, pero cuando se avecinaba un cambio de tiempo notaba como si le clavaran largos alfileres. Menasés confiaba sin mucha convicción en que aquel dolor presagiara esta vez un aumento de temperaturas. Ya había olvidado el frío de su Polonia natal y su cuerpo agradecía el clima más benigno de la ciudad de David.
El olor del tomate requemado alertó al rabino. Con cuidado para no tirar nada levantó el plato de la estufa y se sentó a la mesa, no sin haber colocado la estufa de forma que le calentara las piernas, en especial la que lo martirizaba. Quitando el papel de aluminio que envolvía el guiso y armado con un tenedor en una mano y un gran trozo de pan en la otra, se dispuso a dar buena cuenta del gulasch.
Estaba delicioso, muy tierno. Sara sabía de sobra que la dentadura de Menasés no respondía bien ante los grandes retos y siempre cuidaba que la carne se deshiciera en la boca sin que fuera necesario masticar demasiado. El rabino, centrado en la tarea, untaba golosamente el pan en la salsa de tomate, sin preocuparse porque algunos trozos de carne estuviesen más bien fríos. Al terminar rebañó con esmero el plato y apuró el pequeño vaso de vino que se había servido. La botella que le habían regalado debería durar al menos una semana y, teniendo en cuenta que la climatología no parecía ofrecer tregua, le sería necesario como reconstituyente.
Cuando terminó de cenar fregó plato, vaso y tenedor, y quitó las migas de pan, que dejó con cuidado en el alféizar de la ventana para que comieran los pájaros que solían venir a visitarlo. Orientando la estufa hacia el desvencijado sillón, se sentó dispuesto a estudiar la correspondencia, que prometía ser tan insípida como de costumbre.
Retiró del escuálido paquete unas fotocopias sobre un lavadero de coches cercano y un librillo con las ofertas del supermercado de la esquina. Siempre tenía duplicados de esos folletos. Aún no había logrado averiguar quién era el vecino que limpiaba de publicidad su buzón y la ponía en el de Menasés.
Una carta de un círculo de cabalistas en el que participaba casi desde que llegó a Jerusalén y al que ya no acudía mereció poca atención. Apartó otra más, en la que, por la letra, pudo reconocer a una devota que, al menos una vez a la semana, le escribía contándole sus sueños, en los que participaba en las vidas de los antiguos profetas. La mujer creía que podían tratarse de visiones premonitorias.
En sus manos sólo quedó un sobre color crema y sin remite. En el anverso, con mayúsculas, venía su nombre y dirección.
Sin abrirlo, Menasés supo lo que venía escrito.
La música es la armonía del cielo y la tierra
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Yuel-Ji, siglo II a.C.
MADRID. NOVIEMBRE DE 2003
C
ree que el pobre hombre se mantuvo consciente? —preguntó Herrero inclinándose sobre la mesa para examinar unas marcas en la ingle del cadáver.
Pululando alrededor, miembros de la policía científica vestidos con buzos blancos, guantes de látex y chalecos reflectantes, armados con pinzas, linternas y lámparas ultravioleta, recogían cuidadosamente en bolsitas de plástico todo tipo de briznas y restos.
—No me cabe la menor duda —contestó Dos Anjos—. Creo que su asesino tuvo la serenidad suficiente como para esperar a que recuperara la conciencia antes de seguir con su trabajo.
—¿Cuánto calcula usted que duró esta carnicería? —preguntó el subinspector Ponte.
—Hombre, es difícil precisarlo pero, dando por supuesto que la enfermera muriera sobre las diez de la noche del jueves y estimando que éste de aquí lo hiciera hacia las seis de la mañana del viernes, me atrevería a apuntar todo ese intervalo.
—Parece que el asesino o asesinos conocían su trabajo. Pese a las heridas que presenta la víctima, no ha perdido mucha sangre. Se han cuidado mucho de que no se les fuese de las manos, ¿no le parece?
—Eso mismo hemos pensado —contestó Dos Anjos—. Quienquiera que haya hecho esto tenía interés en que la víctima llegase en el mejor estado posible al término de la sesión. Para evitar que se desangrara han cauterizado las heridas con un hierro al rojo —dijo Dos Anjos señalando la chimenea, de la que todavía se elevaba alguna voluta de humo. Un atizador requemado estaba entre los rescoldos.
—Se diría que hay ciertos síntomas que apuntan a un perturbado mental.
El inspector jefe Herrero se quedó mirando al de la policía científica para conocer su respuesta. En realidad estaba convencido de que el asesino, casi seguro uno solo, no era un loco de atar sino un profesional sin escrúpulos.
—Eso parecen apuntar los hechos —contestó dubitativo Dos Anjos sin ser consciente de estar siendo sometido a prueba—. Sin embargo creo que es una forma un tanto pobre de desviar nuestra atención. Si damos por sentado que el asesino trabajaba solo, algo que por las trazas parece lo más probable, nos encontramos con que ha asesinado a dos personas. A una de ellas, la mujer, se ha limitado a matarla de una manera rápida y eficaz, dejándola tendida en el mismo sitio que la había sorprendido. La otra víctima es un anciano, con el que se ensaña. Los perfiles más habituales de los maníacos no coinciden con esto. De ser un psicópata, lo más lógico es que hubiese matado sin demorarse al viejo, un hombre y además a las puertas de la muerte, y se hubiese cebado en la enfermera. La mayoría de las veces los desequilibrados prefieren mujeres y víctimas más jóvenes. No, creo que si se hubiese tratado de un desequilibrado hubiera optado por la enfermera. La elección del viejo no me parece casual ni propia de un enajenado.
—Además, el tipo que entró aquí tenía que conocer las rutinas de la casa. Las alarmas están desconectadas. Puertas y ventanas no parecen haber sido forzadas. No hay nada revuelto. Hace falta una buena planificación para eso. Yo también creo que no ha sido obra de un loco —añadió el subinspector Ponte.
—Eso pienso yo —aprobó Herrero, asintiendo con la cabeza—. También me parece que el asesino no se ha tomado un especial interés en llevarnos por esa línea de trabajo, como si se sintiera lo suficientemente seguro. ¿Han comprobado si en la casa falta algo?
—Hemos revisado en compañía de los sirvientes toda la mansión de arriba abajo y no parece faltar nada —contestó el agente Cuéllar—. Los cuadros expuestos por toda la casa son de gran valor y habrá que llamar a un perito para certificar que son auténticos, por si se diera el caso de una suplantación en alguna de las obras de arte. También se han comprobado las cuentas del muerto. Las que son de fácil seguimiento no han experimentado cambios importantes en las últimas cuarenta y ocho horas. Claro que este tipo tendría cuentas en paraísos fiscales. Éstas llevarán algo más de tiempo y puede que alguna incluso se nos escape.
—Parece que el móvil del robo no tiene una buena base —dijo Ponte.
—¿Qué me dicen de una venganza personal? ¿Un competidor, algún empleado enfadado, amantes?
Estas preguntas estaban totalmente fuera de lugar y Herrero lo sabía. Para contestarlas harían falta semanas de largas y aburridas investigaciones, entrevistas, interrogatorios, comprobaciones… pero quería conocer la opinión de sus ayudantes y del inspector de la científica.
—Hemos hablado con el pasante y el servicio —contestó Cuéllar—. El viejo era un misántropo. Nada de amantes femeninos ni masculinos.
—Este hombre sin duda tendría una larga lista de enemigos —opinó Ponte—. Rivales envidiosos, empleados maltratados… nos llevará tiempo comprobarlos todos.
—Estoy de acuerdo —dijo Dos Anjos—. Para llegar donde llegó debió de dejar una larga estela de enemigos. No los envidio, me parece que les espera un largo trabajo.
—Si no le importa, me gustaría conocer su opinión personal —repuso amablemente el inspector jefe a la vez que se rascaba el mentón sin afeitar.
—En ese caso —contestó Dos Anjos sin prestar atención a las pocas educadas maneras de Herrero. Para él era inconcebible no ir perfectamente afeitado. Lo hacía dos veces al día. Una por la mañana y la otra tras la siesta. Su cerrada y oscura barba así lo requería—. Me atrevería a decir que por la servidumbre de poco vamos a enterarnos. Si aceptamos que el asesino es un profesional, quedan descartados los empleados, la mayoría de ellos de avanzada edad. Tampoco podrían éstos costear los servicios de un experto asesino. Esto nos dejaría como único sospechoso al pasante, el señor Aldrich. Goza de una muy buena posición económica. Le falta poco para jubilarse y según he podido saber ha sufrido ya dos infartos. No le debe de quedar demasiado. De haber estafado a su jefe, ahora carecería de importancia el ser descubierto, y la avaricia no pudo ser el móvil. Quizá un trato déspota pudiera explicarlo, pero en cuanto hable usted con él se dará cuenta de que es un individuo incapaz de matar una mosca.
—Vaya, me está dejando usted sin sospechosos —comentó divertido el inspector jefe Herrero, que estudiaba atentamente los cuadros de la sala, mientras sus hombres, Ponte y Cuéllar, examinaban la estancia.
—Ya ve —repuso Dos Anjos encogiéndose de hombros—. No descartaría que la venganza, como usted apunta, fuera el móvil en este caso, pero sería externa. Tsaldharis fue un armador de buques. Además de un entusiasta coleccionista de arte, como es evidente. Se trataba por lo que parece de un hombre sin escrúpulos que amasó una auténtica fortuna, no dudando en vender a su madre cuando le fue necesario. Sin duda sus enemigos se tienen que contar por cientos y muchos de ellos tienen el dinero, las ganas y los medios suficientes para encargar su muerte.
—Pero usted no cree que ése sea el caso —dijo Herrero observando atentamente una figura tallada en mármol que parecía representar algún dios desconocido.
Herrero era un negado en cuanto a pintura se refería, pero siempre se había sentido fascinado por la escultura, de la que creía entender un poco. Si no se equivocaba, aquella figura de ojos grandes, mirada fija con una expresión sin rasgos, era propia del arte sumerio. De ser auténtica, y no había motivos para pensar que no lo fuese, su valor era incalculable y el lugar que debería ocupar era un museo, no la vitrina de un anciano decrépito que había hecho su fortuna sobre el sudor ajeno.
—No sé lo que pensará usted… —tanteó Dos Anjos.
Conocía el procedimiento y sabía que las conjeturas debían basarse en hechos. Aventurar sin conocimiento de causa cualquier hipótesis o descartar de antemano una vía de investigación, terminaba por viciar el trabajo. Pero Miguel sentía un vivo respeto por aquel regordete inspector que siempre iba vestido con el mismo abrigo, la misma chaqueta, unos pantalones que habían ido cediendo según aumentaba de talla su portador, los zapatones ajados y el frondoso bigote, que le ocultaba el labio superior, bien recortado a la altura de éste. Dos Anjos sabía que uno no podía fiarse de aquellos ojillos ocultos bajo enormes bolsas con aspecto de un triste perro San Bernardo.
—Adelante. Hable sin problemas —animó Herrero—. Le prometo que nada de lo que diga será utilizado en su contra. Es más, pienso apropiarme de cualquier deducción magistral que haga por su cuenta como si fuese mía.
—Bien —dijo Dos Anjos más tranquilo por la confianza que ofrecía Herrero—. Yo diría que es un poco tarde para una venganza personal. El que alguien deseara cargárselo está fuera de toda duda, pero ¿para qué esperar tanto tiempo? Eso de que la venganza es un plato que se sirve frío me parece una gilipollez. Si yo hubiese querido cargarme a este tipo, lo habría hecho hace años, no cuando ya tiene un pie en el otro barrio.
—Así pues, no parece que nos quede demasiado que ofrecer al comisario cuando lo llame esta noche, ¿no es así?
—No le envidio, señor. ¿Tiene mucho interés el comisario en este caso?
—
De la máxima importancia
—dijo Herrero fingiendo extrema seriedad.
Los dos policías aguantaron la risa por respeto al mutilado cuerpo sin vida que, desde la mesa, escudriñaba el techo del salón con ojos sin párpados.
—Disculpe, inspector —dijo un agente uniformado entrando en la sala—. Ha llegado la señora jueza.
—Estupendo. Cuéllar, hágala pasar de inmediato —contestó Herrero—. ¿La acompaña el forense? Bien, así terminaremos antes. ¿Miguel, a usted le falta mucho?
No, inspector. Una última serie de fotos, cuando el forense haya acabado, y estaremos preparados para levantar el cadáver.
—Estupendo —volvió a repetir Herrero. Era un término que utilizaba a menudo—. Cuando he llegado me ha parecido ver fuera a los de la funeraria, esperando. Con un poco de suerte dentro de una hora todos en casa y este pobre hombre al fresco.
—Buenas tardes, inspector jefe Herrero.
—Buenas tardes, señoría.
El policía estrechó la mano que le tendía la jueza, una mujer delgada, con el pelo largo y rubio, que ni de lejos aparentaba la edad que tenía. Herrero mantenía un trato muy cordial con ella. Se conocían de otros casos y los dos habían aprendido a respetarse mutuamente en sus respectivos campos. Cuando en alguna ocasión el policía había necesitado una orden de registro o pinchar algún aparato telefónico, la jueza no había dudado en expedir la orden.
La acompañaban un hombre gordo y calvo, de ademanes afeminados, y una chica desgarbada con una gran carpeta que no se separaba un centímetro de la jueza.
—¿Qué me puede decir, inspector? —preguntó la jueza.
—No mucho, señoría. Hemos encontrado dos cuerpos sin vida. Este que ve aquí pertenecía al dueño de la casa, un tal Nikolaos Tsaldharis, antiguo armador de barcos, en la actualidad retirado, de setenta y tres años de edad, soltero sin hijos. Es de origen griego, aunque tiene la nacionalidad española desde que se instaló aquí, hace veinte años. Con permiso de don Luis, pensamos que fue asesinado después que la otra víctima y tras horas de tortura. Sobre la causa de la muerte es de imaginar que habremos de esperar a la autopsia, pues a simple vista no encontramos una causa única.
Luis Sotelo, forense de profesión, asintió con la cabeza sin acercarse demasiado. Ya tendría tiempo para hacerlo después, con toda la calma del mundo, en el depósito municipal.
—¿Y la otra víctima? —preguntó la magistrada mientras su secretaria tomaba notas como una posesa.
—Es una mujer y está en la cocina. Por favor, si tienen la bondad de seguirme.
Herrero los guió por un pasillo, hasta la cocina. Sobre el mármol del suelo yacía una mujer en una postura grotesca. Tenía los ojos abiertos y desorbitados como si no pudiera entender qué le ocurría. Por debajo del mentón lucía una sonrisa sangrienta desde una oreja hasta la otra.