El silencio acompañaba a las penumbras en el enorme despacho que Ludwig utilizaba, además, como consulta. Hacía rato que ya no quedaba nadie por la quinta planta del hospital donde él atendía. Marlene, su nueva secretaria, que sustituía a Monique, jubilada la semana anterior, también se había marchado.
La mujer parecía competente, tenía que admitir a regañadientes Ludwig, pero el otorrinolaringólogo era conocido por sus manías perfeccionistas. Había llevado mal la jubilación de Monique, única persona en la que confiaba plenamente tras una relación laboral de diez años.
A sus treinta y siete años Ludwig, tan exigente en su vida privada como en el trabajo, llevaba uno separado. Su mujer, una parisina cinco años más joven que él, no había podido seguir soportando la terrible megalomanía del afamado doctor, optando por dejar una nota en un pósit, donde se podía leer un lacónico
Adieu
, pegado en la portezuela del microondas, aparato, como casi todos los restantes electrodomésticos de la casa, al que Ludwig no se acercaba jamás. Esta ironía confundió un poco al doctor, que tardó casi dos días en darse cuenta de que su bella esposa le había mandado a paseo.
Si por algo lamentaba el abandono era por su desmesurado orgullo, herido de tal forma que había entablado una auténtica batalla judicial por la separación de bienes. En realidad le traía sin cuidado la repartición, pues disfrutaba de una más que desahogada posición económica, pero luchó con uñas y dientes gastando en abogados más de lo que obtuvo, con el único objetivo de vengarse de su ex mujer.
Ludwig había nacido en el seno de una familia bien. Su padre, un estricto y vanidoso cardiólogo, le había legado un temperamento narcisista. Dreifuss padre se había desentendido desde el nacimiento de Ludwig tanto de su hijo como de su mujer, Ruth, hija de un pobre comerciante griego que había sufrido la tragedia de enamorarse de un atractivo e inteligente iceberg.
Estudiante destacado, Ludwig había terminado sus estudios secundarios ante la indiferencia paterna. Lejos de su casa y dolido por la falta de reconocimiento, decidió estudiar medicina y superar a su padre, para
demostrarle que se equivocaban con él
, se decía el joven Dreifuss. Pero en realidad era un intento patético de ganarse la voluntad de su altivo progenitor.
Durante los años en que permaneció en la facultad, se había negado a aceptar dinero de su casa, viviendo de una beca que cada año renovaba automáticamente gracias a sus brillantes calificaciones, de tomar la tensión a los jubilados y de pequeñas curas.
Fueron años de total dedicación a los estudios. Ludwig no participó en las fiestas estudiantiles, no probó los efectos de la marihuana como sus compañeros ni rondó la cafetería de la universidad.
No tuvo tampoco tiempo para enamoramientos y tan sólo se benefició de algunos escarceos con jóvenes que buscaban un buen marido en la facultad más prestigiosa, escarceos que fueron solventados con rapidez. Alto, atlético, de pelo rubio oscuro, con ojos azules pálidos en los que se podía apreciar lo encantado que estaba de conocerse, Ludwig tenía cierto embrujo sobre las mujeres que no dudaba en utilizar sin escrúpulos cuando sentía necesidad, ocasionalmente, de aliviar su soledad.
Cuando llegó la hora de escoger especialidad, Ludwig ya era consciente de la inutilidad de sus esfuerzos: su padre no se iba a sentir orgulloso de él jamás, así que era una necedad seguir tratando de ganarse su cariño. Liberado de esta carga, dejó de lado la especialidad de cardiología con la que hasta hacía bien poco pensaba que iba a llegar al corazón del viejo Dreifuss y optó por la otorrinolaringología, rama en la que los avances del momento ofrecían grandes posibilidades.
Realizó la especialidad en la Universidad de Viena, con Erik Bruckner, uno de los más afamados expertos del mundo, compaginando los estudios con un trabajo los fines de semana como médico en visitas a domicilio.
No necesitó mucho tiempo para destacar en la facultad. El experto otorrino se fijó en él y pronto lo nombró ayudante suyo, mientras sus compañeros trataban de olvidarlo.
Dos cosas resultaron de este apadrinamiento. Aprendió mucho más que en la facultad y conoció a Fancine.
La bella joven había llegado un día a la consulta de Bruckner acompañada de su padre por un insignificante dolor en un oído. El profesor estaba muy atareado y no se le escapaba que a la chica no le sucedía nada, por lo que, ante el enfado del padre de Fancine, la puso en manos de su ayudante.
La arrogancia de Ludwig, y también su físico, cautivaron a Fancine. A Ludwig, por su parte, le cautivó la idea de emparentarse con aquella familia, el dinero de su padre y lo que luciría con una beldad semejante colgada de su brazo.
Sin problemas pecuniarios, rodeado de la alta sociedad vienesa y con Bruckner como mentor, el futuro se abría diáfano ante él. Pero nada de esto impresionó al viejo Dreifuss que, en su egolatría, continuó ajeno a cuanto lo rodeaba, amargando a su mujer hasta el final de sus días.
Pero la vida, a veces, ofrece destellos de justicia y una semana después de celebrarse los funerales por su esposa, al salir del quirófano y marcharse hacia casa, el ya viudo Dreifuss no se percató de un coche que se le acercaba haciendo unas maniobras extrañas. El conductor, después del accidente, dio una tasa de alcohol en sangre que triplicaba la permitida. El cardiólogo, por el contrario, mostró unas constantes vitales por debajo de las imprescindibles.
El recién doctorado Ludwig, fiel a lo vivido en su casa, no lloró a su progenitor y se limitó a enterrarlo en una tumba sin adornos, lejos de su desdichada esposa Ruth, que descansaba a casi mil quinientos kilómetros de distancia, en Tesalia, la tierra de los centauros y magos, bajo la protección del monte Olimpo.
A Ludwig nunca se le ocurrió pensar que lo que detestaba en su padre era fiel reflejo de lo que terminaría por ser él. Egocéntrico, altanero, inmune a la desgracia ajena, siguió los pasos del viejo y se casó con Fancine. Pero su ex mujer no resultó tan sumisa. Un buen día llegó a la conclusión de que compartir lecho con un pintor bohemio, antiguo compañero de estudios, resultaba más cálido que hacerlo con un bloque de hielo.
Vivía en uno de los barrios más selectos de la orilla derecha de la ciudad, cerca del hospital, en un ático que Fancine había decorado con mucho gusto. El enorme apartamento, impoluto gracias a los servicios de una desquiciada mujer de la limpieza temerosa de los exabruptos del doctor cuando éste encontraba la más mínima muestra de polvo, pasaba la mayor parte del tiempo ocupado solamente por la propia interina, que vivía en el cuarto de servicio. Ludwig sólo regresaba a su casa para dormir y muchas veces ni eso, pues se quedaba en el sofá-cama de su despacho, como había hecho las tres últimas noches.
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bajo anestesia local exéresis de granulomas en pars flácida detrás de los cuales se aspira tejido de características epiteliales
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Ludwig dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sillón reclinable y, pasando unos dedos por debajo de las gafas sin montura, se frotó los ojos. Los tenía agotados. Hacía tan sólo un rato que se había quitado las lentillas. Presumido como era, no toleraba que nadie lo viera con las gafas puestas. A menudo pensaba en dejarse operar los ojos, pero siempre llegaba a la conclusión de que no había nacido el oftalmólogo lo suficientemente hábil como para ponerse en sus manos.
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abordaje retroauricular. Se toma pericondrio y músculo temporal para reconstrucción. Fresado mastoideo hasta cavidad mastoidea de timpanoplastia anterior que se encuentra llena de abundante tejido de granulación y material sintético de reconstrucción
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Las palabras le daban vueltas en la mente sin llegar a captar su sentido. Aquélla había sido una larguísima jornada, iniciada a las ocho de la mañana con un fino rasurado y posterior ducha. A continuación, el desayuno: café solo con una rebanada de pan untada en aceite de oliva, reminiscencia de su madre. Todo ello lo había dejado en forma para el trabajo.
Por la mañana había realizado tres operaciones, una de ellas bastante delicada con un implante sintético en un oído y las otras dos, igualmente delicadas pero, por su frecuencia, más rutinarias. Precisamente estaba leyendo el informe mecanografiado por su secretaria de una de estas dos.
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no se observa cadena osicular a excepción de un pequeño resto de la crura estapedial posterior unida al ligamento
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Aquella noche Ludwig había quedado en un pub céntrico con una enfermera nueva de urología de la segunda planta. Tenía pensado tomar un par de copas con ella y luego llevársela a su casa. En ningún momento se le pasó por la imaginación, algo que no era su fuerte, que la chica pudiera tener unos planes distintos sobre el desarrollo de la cita.
Miró el reloj. Ya eran las siete y había quedado a las ocho en el pub. Tenía pensado darse una ducha y ponerse un traje limpio que guardaba en el armario del despacho. Luego cogería el Porsche estacionado en el garaje privado del hospital, reservado para la élite del mismo, y se acercaría al centro. En total estimaba que tardaría una hora y cuarto en el mejor de los casos, así que a su cita le tocaría esperar.
Amante de la puntualidad más estricta, como si se tratara de un cronómetro de precisión, de los que se enorgullecían en fabricar las joyerías ginebrinas, carecía de escrúpulos en hacer esperar a quienes se iban a convertir en sus amantes. La posibilidad de que ésta se cansase y abandonara el pub tampoco entraba en sus registros.
Decidió terminar el examen del informe, antes de meterse en la ducha.
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de la cadena por interposición de prótesis total de hidroxil-apatita entre platina y tímpano. Se conserva la pared posterior del CAE… reforzada con cartílago conchal y periostio. Obliteración de mastoides con periostio, cartílago y músculo pediculado retroauricular
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Ludwig hizo un par de insignificantes correcciones, más por fastidiar que porque tuvieran importancia, y depositó el informe sobre la bandeja. De un cubilete de cuero tomó una costosa pluma chapada en oro y estampó su firma al pie de otros informes preparados, con enérgicos trazos, luego los dejó en la misma bandeja. Estirándose como un gato se encaminó al baño.
Mientras esperaba a que se calentara el agua, se desnudó colgando con pulcritud el traje en una percha para que el servicio del hospital lo recogiera después. Se miró en el espejo de cuerpo entero. Los cuarenta y cinco minutos corriendo y las cien abdominales diarias, junto a las dos visitas semanales al gimnasio, le hacían estar orgulloso de su cuerpo.
Se metió en la ducha disfrutando con el agua hirviendo que le caía por la espalda. Después de aclararse, se dio un último remojón con agua helada y se envolvió en una toalla.
Una vez vestido y peinado, miró el reloj de nuevo. La chica debería esperar un poco más de lo inicialmente calculado. No se le ocurrió llamar y avisarla de su tardanza. Tomó el ascensor hasta la planta baja, donde en una plaza que ponía
reservado
se encontraba estacionado su Porsche modelo 911
Carrera
, con motor de seis cilindros, tres litros y medio y trescientos veinte caballos, de color plateado. El interior estaba decorado con madera clara y cuero blanco, incluido el volante. Metió la llave en el contacto y a la primera el poderoso motor rugió, rompiendo el silencio reinante en el semidesértico aparcamiento.
Subiendo de vueltas el motor, Ludwig callejeó hasta llegar a la Place des Alpes, donde se encontraba el pub. Con una última mirada en un escaparate para recolocarse milimétricamente la corbata, entró en el local, buscando con la mirada a su ligue. Al fondo, en una mesa, estaba sentada una preciosa morena de inmensos ojos avellanados, enmarcados en un rostro ovalado. La melena en cascada de rizos que le caía sobre los hombros delataba una reciente visita al peluquero. Frente a ella una taza vacía evidenciaba la larga espera.
Ludwig hizo un repaso de la mujer. Tuvo que hacer un esfuerzo por recordar su nombre. Madeleine. Así se llamaba. No era muy alta, pero todo en ella eran curvas, proporcionándole una figura que combinaba a la perfección con su atractivo rostro. Vestida con un ceñido jersey negro de cuello vuelto, sus potentes pechos ponían a prueba la elasticidad de la lana.
Con una sonrisa prepotente en los labios, Ludwig se acercó a su presa.
Alexander Pawlak dejó que su criado lo arropara. Con la vista fija en el techo de la habitación pensaba en lo cerca que estaba ya de completar el proyecto.
Aún no se le había pasado el enfado por la llamada recibida en mitad de la noche desde España, días atrás. En ella su sicario le aseguraba que el maldito griego no estaba en posesión de lo que buscaban y que, como aseguraba el atormentado Tsaldharis, quizá estuviera oculto en Suiza.
Pawlak había maldecido en alemán. Conocían el lugar donde el viejo aseguraba tener el estuche pero lo habían descartado por improbable. El griego no mantenía ningún contacto con la ciudad suiza. Pawlak había visto torturar a personas en numerosas ocasiones y conocía los efectos. Pero en ocasiones los torturados lograban ocultar a sus atormentadores la información y el antiguo nazi estaba convencido de que el griego mentía.
Faltaban pocas horas para que amaneciera y se descubriera lo sucedido en la mansión del millonario griego. Si el viejo había mentido, resultaría difícil volver a pillarlo desprevenido, así que no tenían tiempo que perder. Pawlak dio instrucciones para que el desgraciado fuera mantenido con vida hasta que supieran dónde se hallaba el estuche y, hecho una furia, colgó el teléfono. Rápidamente había explicado la situación a Hermann, su guardaespaldas y hombre de confianza, que realizó una simple y breve llamada telefónica.
Las siguientes horas pasaron muy lentas para Pawlak. Sólo con gran esfuerzo logró el nazi mantener la serenidad mientras aguardaba noticias. Durante esas horas, en la ciudad suiza, varias personas habían sido despertadas bruscamente y puestas a trabajar.
En tiempo récord dos hombres con un documento falsificado accedieron a un despacho y lo revisaron de arriba abajo. Lo mismo hicieron otros dos en un domicilio, donde se toparon con la imprevista presencia de la mujer de la limpieza. Todo fue infructuoso. Entre tanto el propietario del domicilio y del despacho había estado sometido a una discreta vigilancia.
Para pasar las horas de espera, Pawlak había revisado su enorme colección de mariposas, reunidas durante décadas. A sus ochenta y cuatro años magníficamente llevados, ya no tenía más distracción que ésa, aparte de su obsesión por el Proyecto.