El rabino no hizo ningún comentario sobre la excusa. Su penetrante mirada estaba fija en la compañera del médico y una expresión mezcla de concentración y sorpresa cruzaba su semblante.
—No importa. He estado mirando esta librería hasta hace un momento, cuando han cerrado —contestó el anciano, restando importancia al asunto con un gesto de su mano—. ¿Usted debe ser la señorita Mazowiecki?
La conversación transcurría en alemán, idioma en el que se podían expresar todos de manera más fluida. Sin embargo los diferentes acentos de los tres mostraban las distintas procedencias.
—Encantada de conocerlo, rabino Liebnitz —contestó la profesora ofreciendo su mano a Menasés, aunque en realidad no parecía encontrarse muy a gusto.
—El placer es mío —repuso Menasés, al que la disimulada incomodidad de su amante no le había pasado inadvertida.
—¿Qué les parece si entramos en el restaurante? —sugirió Ludwig—. Estaremos más abrigados.
Menasés accedió al establecimiento detrás de la profesora, mientras Ludwig sostenía la puerta.
—Tenemos una reserva a nombre de Dreifuss para tres personas —dijo Ludwig cuando el
maître
se acercó a recibirlos.
—Desde luego —comentó éste, un tipo bajo con la coronilla pelada y el ralo pelo que le quedaba pulcramente peinado de forma que tapara de la mejor manera la calva—. Les hemos colocado en aquella mesa del fondo. Síganme, por favor.
—Bonito restaurante, ¿no le parece señorita Mazowiecki? —dijo el anciano, sentado con la espalda recta como un poste a la izquierda de Martha.
—Sí, está muy bien.
—¿Sabe? Su rostro se me hace conocido —comentó al poco el anciano—. ¿Ha estado alguna vez en Jerusalén?
—No, no he tenido ocasión —contestó Martha, a la que se veía cada vez más incómoda—. Me han dicho que es una ciudad preciosa. Tengo muchas ganas de ir a verla.
—No deje de hacerlo. La Princesa de la Paz no la defraudará. Es una maravilla.
—¿La Princesa de la Paz? —preguntó Ludwig.
—Ése es el significado de
Yerushalayim
, Jerusalén —dijo Menasés y, volviéndose hacia la muchacha, añadió—: Hace más de treinta años que no salía de la Ciudad Santa, usted casi ni había nacido, así que no hemos podido coincidir en otro lugar. Espero no haberla molestado, pero realmente la sensación de que ya la conocía ha sido muy intensa.
Ludwig estaba desagradablemente sorprendido por la tensión que se respiraba en el ambiente. No entendía a qué se debía el malestar de Martha, ni la mirada inquisitiva del rabino.
Sabía que a Martha no le hacía ninguna ilusión conocer al rabino, al que consideraba culpable de que él «perdiera el tiempo con tonterías», pero en ningún momento hubiera pensado que fuera a traslucir esa antipatía. De no ser por la historia, por muy peregrina que ésta fuese, no se hubiesen conocido, ¿no? ¿Qué más le daba lo que contase el anciano?
Tampoco tenía sentido el ánimo escrutador de Menasés. En las conversaciones que hasta el momento habían mantenido se había caracterizado por ser un excelente conversador, con un gran tacto, que rehuía las polémicas desagradables y conseguía transmitir tranquilidad y buen ambiente. Además tenía muy mala cara, a pesar de que había asegurado que se encontraba bien. Su mirada no era la misma de siempre, estaba más apagada. Se le habían acentuado las bolsas de los párpados y la piel tenía un tono más pálido y amarillento. El médico que era Ludwig valoraba todos estos síntomas, tratando de emitir un diagnóstico que explicara el cambio en la actitud del anciano.
—Me ha dicho el doctor que es usted una excelente violinista.
—No le haga demasiado caso —repuso Martha, agradeciendo el cambio de tema.
Para alivio de Ludwig la tensión se relajó a lo largo de la comida y para cuando llegaron los postres los tres se encontraban hablando distendidamente. La conversación no tardó en derivar al asunto del robo de los instrumentos y su móvil.
—Dígame, rabino —preguntó Martha echando el cuerpo hacia atrás—. ¿Cómo explica usted que un pueblo instruido pudiera creer que la mezcla de sangres los había alejado de los dioses de los que, según usted, presumían descender?
—Imagino que ha oído hablar de la Teoría del Caos y del llamado «efecto mariposa» —dijo el anciano, depositando al lado del plato el tenedor—. Bien. Como recordará, el efecto mariposa se refiere a las posibles consecuencias que puede tener un mínimo suceso. Una mariposa agita las alas aquí, en Madrid, y a causa de ello un tornado arrasa Tokio. Con el transcurrir del tiempo sucede otro tanto. El que un piloto de un barco portugués fuera desviado de su curso por una tormenta y posteriormente conociera a Cristóbal Colón, antes de morir, permitió al genovés tener una idea bastante exacta de qué iba a encontrar y de la configuración del planeta.
»Los nazis entendían que esto era lo que había sucedido. Es decir, en la trama del Universo, en un momento dado, un hilo se había escapado. A partir de ahí, lo que parecía un defecto insignificante había degenerado en el Caos. Este error en la trama fue la mezcla de las razas y su consecuencia este mundo caótico que habitamos. Los nazis sostienen que las guerras, los desastres naturales como terremotos, erupciones volcánicas, huracanes… son los efectos de este
desalineamiento
. Para ellos el Universo ha perdido la armonía y hasta que no la recupere no volverá el Orden. Algo así como el motor de un coche. Las válvulas y las bujías deben estar sincronizadas. En otro caso, el vehículo no se moverá, o lo hará muy mal.
—No responde a mi pregunta —dijo animosamente Martha, removiéndose inquieta en su asiento—. Entiendo la explicación pero no me dice cómo unos científicos pueden llegar a esas absurdas ideas.
—¿Por qué cree que son absurdas? —preguntó Menasés levantando las cejas—. ¿Es absurdo pensar que se puede teletransportar una cosa de un sitio a otro? Los científicos aseguran que ya se ha logrado hacer con un átomo. ¿Y los viajes a través del tiempo? Sin embargo, la moderna física quántica cree que, teóricamente, eso es posible. Recuerde los llamados «agujeros de gusano» del físico inglés Stephen Hawking. Según él, podrían conectar entre sí universos múltiples, por los que, supuestamente, se podría viajar.
Martha se miraba las cuidadas uñas de sus manos tratando de no mirar al anciano, que continuaba con su monólogo:
—¿No le parece absurdo pensar que el Universo se ha originado en una gigantesca explosión de una pequeña pelota de hidrógeno y helio? Hoy día la Teoría del Big Bang es mundialmente aceptada. Por no hablar de los agujeros negros, de los que ni la luz puede escapar. ¿Se imagina la luz prisionera por la gravedad? Yo no.
—Todo eso tiene una base científica y explicable —se defendió la profesora, que tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se apoyaba nerviosa en el respaldo de la silla.
—¿De veras? —dijo Menasés con voz tranquila—. Hace muchos años los científicos aseguraban que ningún elemento más pesado que el aire podría volar y mire cómo erraron. Si le dijéramos a un científico del siglo XIX que el hombre inventaría una bomba con un poder de destrucción que amenazaría su propia supervivencia, o que las personas se podrían comunicar las unas con las otras desde diferentes continentes a través de una cajita, ¿qué cree que hubiese pensado? Hace años los físicos llegaron a la conclusión de que su especialidad ya estaba agotada. Aquello que no se ceñía a las teorías vigentes eran, simplemente, anomalías con poco o ningún valor científico. Hoy, con la física quántica, se ha abierto un mundo nuevo. ¿Quién sabe lo que queda por venir? ¿Qué conocimientos manejará un físico del siglo XXII?
—Entre la ciencia y la magia hay diferencia —repuso Martha.
—¿Y dónde está la frontera que las separa? El láser, los chips de los ordenadores, los aparatos de resonancia magnética y otras muchas invenciones de los últimos años, ¿sabemos cómo trabajan? ¿Puede alguien explicarlo? La respuesta es «no», y no por eso dejan de funcionar. ¿Es eso magia?
»Personalmente un error en la trama del Universo no me parece más descabellado que todo esto —terminó Menasés—. Usted sabe que los humanos consideramos una locura todo aquello que desconocemos, que nos causa inquietud. Es una manera de defendernos ante la incertidumbre. Era una locura pensar que nuestro planeta giraba en torno al sol. ¿Cómo podía no ser el mundo el centro del Universo si la Biblia dice que el hombre es el rey de la Creación?
—Débiles razonamientos para convencernos —dijo Martha sin dar su brazo a torcer—. Lo que usted dice, aun siendo verdad, lo cual reconozco, no demuestra que su teoría sea cierta. En todo caso, indica que no sería más descabellada que otras que han demostrado finalmente que eran ciertas.
—Pero yo no trato de convencer a nadie —repuso Menasés mostrando las palmas de las manos—. Lo único que he pedido a la policía es que extreme la guardia por si acaso. Que sea cierta mi idea de una confabulación nazi para hacerse con los instrumentos no es relevante, si con esa vigilancia consiguen detener al asesino del tío del señor Dreifuss.
—Para usted sí es relevante —apuntó Ludwig, que llevaba largo rato en silencio.
—Así es. Pero no me hace falta convencer a nadie. Basta con que consideren real la posibilidad de la conspiración y se mantengan alertas. Posiblemente si la policía lograra dar con los que están detrás de la muerte de su tío, nunca sabríamos si realmente yo tenía razón pero, en ese caso, ¿qué importancia tendría?
»No se confundan. No digo que los planes que tienen los nazis sean realizables. Quizá no sean más que una quimera. Pero estoy convencido de que existe ese complot. He vivido el horror y no me atrevo a desdeñar el peligro por absurdo que parezca. Desbaratar sus intenciones, en todo caso, no puede ser malo. Recuerden que son unos genocidas.
Ludwig miró de reojo a Martha, que no perdía de vista al hombrecillo. Por debajo de la mesa, ésta taconeaba de forma compulsiva. Parecía librarse en su cabeza una dura batalla entre la fría razón y las explicaciones del anciano, que, mucho más relajado, esperaba los resultados.
—Me ha explicado Ludwig sus teorías sobre lo que podrían llegar a hacer esos nazis suyos con los instrumentos —dijo la profesora, que hacía esfuerzos por mantener la compostura—. Una fórmula matemática capaz de crear un Universo y otra fórmula, en este caso física, de las frecuencias vibratorias únicas de esos instrumentos. Debo confesar que ambas me parecen un despropósito.
—Bueno —se apresuró a intervenir el médico, tratando de suavizar las palabras de Martha—, creo que quieres decir…
—No, doctor —dijo el rabino poniendo su mano sobre la de éste, a la vez que la miraba a ella—. La profesora dice lo que piensa. Eso es bueno. La discusión nos enriquece a todos.
»En realidad me limité a hacer conjeturas. El doctor me preguntó qué virtudes podrían tener esos instrumentos que los convirtieran en imprescindibles para los nazis y me limité a exponerle un par de ideas.
—Quizá contengan una clave que logre abrir el acceso a los multiuniversos de los que habla Hawking y quieran acceder a un mundo paralelo en el que siguieran siendo puros y semidioses, o donde ganaran la guerra —dijo sulfurada la profesora. El rubor había cambiado el tono pálido de su rostro—. Quizá trataran de encontrar ese acceso para trasladarse al pasado y cambiarlo antes de ser expulsados del Edén. Esos instrumentos podrían esconder la fórmula química de esa sopa primigenia que compone el Universo y que ellos quisieran alterarlo. Al fin y al cabo, el Universo está compuesto por elementos químicos y sus reacciones.
—¿Por qué no? —se limitó a responder el rabino con una sonrisa conciliadora. Durante la atropellada exposición de Martha había mantenido una actitud prudente.
Ludwig, en cambio, se había sentido muy violento. Captó la mirada de Martha, que lo taladraba con sus ojos gélidos como diciendo: «¿Qué hacemos aquí? ¿Para esto me has traído?».
—Ya digo que son conjeturas carentes de fundamento —añadió el rabino, al que no se le había escapado la mirada de la mujer—. Repito lo que ya le dije al doctor: no tengo ni idea de qué piensan conseguir con esos instrumentos.
—Al margen de esto —intervino Ludwig para desviar un poco el tema—. Creo que podríamos partir de la base, aunque sea una locura, de que alguien, por el motivo que sea, está matando para reunir esa docena de instrumentos. Por lo menos eso ha quedado demostrado.
—No lo veo yo así —repuso Martha, sorprendida por aquellas palabras—. No pienso que haya quedado nada claro. Ha habido una serie de robos de stradivarius que coinciden con la lista que tiene el rabino, es verdad. Otros muchos, que no figuran en ella, también han sido sustraídos en diversas ocasiones a lo largo de la historia. Lo mismo que los fabricados por otros grandes
luthiers
. También se roban libros, cuadros, joyas, esculturas. El motivo no es otro que el enorme valor que tienen, no hace falta buscar razones esotéricas. ¿Y quién dice que deban ser doce? ¿Por qué no cincuenta? ¿O dos?
—Han de ser doce —intervino Menasés—. Si recuerdan, los nombres que Stradivarius dio a sus creaciones fueron los de los doce meses del año, que luego cambió por los nombres de los hijos que tuvo Jacob. El número doce tiene grandes poderes.
—Eso no indica nada —adujo Martha—. Con los números se puede hacer lo que se quiera. También el número siete es mágico y el tres. Todos tienen algo.
—Sí, Martha. Tienes razón —dijo Ludwig para calmar un poco el enojo de ésta—. Pero nada cuesta admitir la posibilidad de que el rabino también la tenga.
Ludwig, de reojo, echó una mirada al anciano, que guardaba silencio. Seguía sin entender la animadversión de su amante hacia el inofensivo anciano.
—Está bien, hagámoslo —repuso Martha con una mirada que auguraba una fuerte discusión en cuanto se encontraran a solas—. ¿Qué propones?
—Aquí tengo una copia de la lista de los posibles instrumentos. ¿Por qué no echamos un vistazo para ver cuáles serían los mejores candidatos para ser robados? —dijo Ludwig extendiendo una hoja de papel que llevaba plegada dentro del bolsillo de la cazadora—. La policía podría vigilarlos. No les costaría nada.
Ludwig miró a sus dos compañeros de mesa. Martha se mantenía con los brazos cruzados, la mirada desafiante, y el anciano guardaba la misma calma que al principio. El camarero, que se había acercado para ver si los clientes deseaban algo más, percibió la tensión y entendió que su presencia no resultaba apropiada en ese momento.