—Sorprendente —dijo Ludwig—. ¿Así que los nazis trataron de volver a los orígenes?
—Eso es. Buscaban el culto a la naturaleza, al sol y a su propia divinidad. El compositor Richard Wagner fue un profundo alentador del pangermanismo y el antisemitismo. Una idea básica en su obra musical es la redención del ario degenerado por mezclarse con los seres inferiores. En
El Anillo de los Nibelungos
, Sigfrido y Brunilda encarnan la nueva raza pura. En
Parsifal
, el Grial es entregado a los puros. Resulta lógico que para Hitler y sus acólitos Wagner fuera su compositor favorito.
—Siempre había pensado que los nazis habían hecho del cristianismo su religión, llevándola hasta el extremo.
—No. Se aprovecharon de ella. No podían enfrentarse a las Iglesias cristianas, demasiado poderosas, hasta conseguir dominar Europa. Entre tanto hacían creer que seguían sus dictados para no entrar en conflicto directo con las creencias de sus fieles.
—Parece que usted está convencido de que el día de Navidad es el elegido por el que está detrás de todo esto para llevar a cabo sus planes.
—Será antes. El solsticio de invierno, cuando todo renace, tendrá lugar este año el veintidós de diciembre. Y ese día buscarán el resurgir de la raza aria.
Mientras Ludwig rumiaba lo que el rabino le decía, Menasés observaba con curiosidad los ejemplares, forzando la vista para tratar de descifrar las etiquetas informativas.
—Me contó el inspector Herrero su charla sobre la Cábala —dijo Ludwig tras una pausa, como si hubiese recordado algo de pronto—. Asegura que es usted maestro. Según le entendí, los cabalistas también identifican a Dios con el Universo, ¿no?
—No. Dios es una entidad que está por encima de todo y el resto del Universo, en diferentes planos, estamos por debajo. De todas formas, sí que existe una corriente, la llamada Cábala Luriánica, que se aproxima más a la idea panteísta. Esta corriente sostiene que en un momento dado ocurrió una catástrofe cósmica por la que la Luz Divina estalló y las chispas quedaron prisioneras en el mundo que conocemos. El hombre, mediante la oración y el cumplimiento de los mandamientos, debe liberar esas chispas prisioneras, ganándose la redención, lo mismo que intentaron los nazis a través de la depuración de la raza, y la reunificación con la esencia de Dios.
—¿Cómo consiguieron los nazis llegar a conocer ese secreto que escondía Stradivarius?
—En la carpeta que los aliados entregaron a los Archivos Yad Vashem había un expediente muy antiguo que se encontraba en condiciones lamentables, empapado de agua y parcialmente quemado. Ese documento, que traté en vano de restaurar con la colaboración de un departamento del Mossad especializado en documentos antiguos, estaba escrito en latín y era prácticamente ilegible. Los análisis indicaron que había sido escrito hacia el año 1720. Poco más se pudo obtener de él. Pero una de las pocas frases reconocibles mencionaba un nombre: Christian Rosenkreuz.
—¿Y? —preguntó Ludwig, impaciente ante la pausa que hizo Menasés a continuación.
—Christian Rosenkreuz era el pseudónimo de un oscuro personaje que, allá por el año mil quinientos, viajó por todo Oriente y tomó notas de la sabiduría secreta que aprendió. Un siglo después, sobre sus cuadernos se fundó una orden fraternal dedicada a la búsqueda de la sabiduría esotérica. Los rosacruces, como se los conoce, no creían en un Dios al estilo cristiano, hebreo o musulmán, sino en una Inteligencia Cósmica, un dios impersonal, parte del Universo, del Todo, que actúa en armonía con las demás fuerzas de la naturaleza. Según la tradición, lo que Rosenkreuz aprendió provenía de las enseñanzas herméticas egipcias, del cabalismo y otras creencias esotéricas. Su símbolo era una rosa y una cruz. Se dice que Beethoven, Descartes, Newton y otros grandes hombres pertenecieron a la fraternidad.
»Bien. Quizá sea un exceso de especulación pero no tengo más. Creo que, de alguna forma, ese documento irrecuperable puso sobre la pista a los nazis. En él había alguna clave que les indicaba qué o a quién debían buscar y cuál era el secreto.
—¿A qué se refiere con eso de las enseñanzas herméticas? —preguntó el médico, al que se le acumulaban las preguntas.
—Imagino que habrá oído hablar de Hermes Trismegisto —preguntó a su vez el rabino—. ¿Sí? Lo suponía. Pues ese mítico legislador egipcio, al que se le atribuyeron toda clase de portentos, no es seguro que llegara a existir de verdad, ni en qué época lo hizo. Lo que sí es cierto es que resultaría de todo punto imposible para cualquier persona llegar a hacer la mitad de lo que se supone que llevó a cabo. Entre otras cosas, sus discípulos afirman que escribió seis libros de medicina. También los diecisiete tratados del
Corpus Hermeticum
sobre cuestiones teológicas y filosóficas. ¿Sabe cuál es su tema principal? La regeneración y deificación de la Humanidad a través del conocimiento de Dios. Se supone que estos tratados fueron revelaciones del dios egipcio de la sabiduría Thot. Están escritos en griego y latín, y tratan de alquimia, astrología y magia negra.
»De ahí proviene el término «hermético». En un principio se refería a lo que no le está permitido conocer al hombre común, sino sólo al iniciado. «Hermético» significa «cubierto por Hermes». La tradición dice que Hermes condensó toda la sabiduría del antiguo Egipto en la Tabla Esmeralda, llamada así porque fue grabada en una piedra verde. Esta tabla es la Biblia de los alquimistas y ahí se encuentra la famosa Ley de las Correspondencias que dice: «Lo que está abajo es igual a lo que está arriba y lo que está arriba es igual a lo que está abajo, para realizar los milagros de una única cosa».
—Así que usted piensa que, a través de esos escritos, de la Cábala y otras pseudociencias, los rosacruces adquirieron un conocimiento reservado sólo para los iniciados al que Antonius Stradivarius tuvo acceso de alguna forma y que éste lo transmitió escondido dentro de sus instrumentos.
El rabino se limitó a asentir mientras, como si estuvieran hablando del estado del tiempo, continuaban paseando. De vez en cuando echaba un rápido vistazo al folleto que le habían entregado junto a la entrada.
—No me entra en la cabeza cómo los nazis podían creer en esas estupideces.
—¿Estupideces? —respondió Menasés, arqueando las cejas—. La frontera entre lo real y lo irreal es a veces muy delgada. A lo largo de los tiempos ha habido muchas creencias de ese tipo. Grandes pueblos han creído en oráculos, fuerzas desconocidas, mensajeros del más allá. Y no sólo los hombres comunes. También los más sabios. Las hermandades de templarios, rosacruces, masones, los
assassini
persas, Thule, nosotros los cabalistas y otras muchas están llenas de grandes personajes. Desde Napoleón a Mozart, Pitágoras, Paracelso, Verne, Benjamin Franklin. No es de extrañar que los nazis lo hicieran.
—Ha mencionado Thule —apuntó Ludwig—. ¿No es así como se llamaba antiguamente a la zona más al norte de Europa?
—Cierto. Islandia y el norte de Noruega. También fue una sociedad de iniciados germanos previos a Hitler, de la que éste aprendió muchos de sus prejuicios raciales. Precisamente uno de sus miembros fue el que propuso la esvástica como símbolo nazi. La sociedad buscaba la construcción del
Halgadom
, un templo espiritual y material, el imperio de los germanos puros, a los que consideraba sobrehumanos, imperio que debía conquistarse mediante la
guerra santa
. Para pertenecer a esa sociedad había que garantizar una pureza de sangre de por lo menos hasta la tercera generación, como posteriormente pasaría con las SS.
—Vale —dijo Ludwig haciendo un gesto con la mano como para dejar de lado la lección de historia—. Queda claro que los nazis creían poder dominar el mundo y volver a recuperar la divinidad perdida y que se dedicaron a ello. Pero, dígame, ¿cómo podrían usar esos instrumentos para conseguir sus propósitos?
—Como le dije al inspector, no tengo ni idea. No crea que no me he hecho mil veces esa pregunta.
—¿Y no ha llegado a ninguna conclusión?
—Ninguna que pueda tener sentido.
—Nada de todo esto tiene ningún sentido. Dígame qué se le ha ocurrido.
—Bueno —contestó Menasés alzando los hombros mientras mantenía las manos enlazadas detrás de la espalda—. Una posibilidad es que los instrumentos escondan una fórmula matemática a la que los nazis atribuyan la capacidad de crear el Universo.
—¿Una fórmula matemática? —respondió escandalizado el médico.
—Usted me ha pedido que le dé mi opinión. —Menasés volvió a alzar los hombros—. No digo que sea cierta o realizable. En la antigua Grecia, primero Pitágoras y luego otros muchos, afirmaban que el Universo era números. Todos los pueblos han dado gran importancia a los números y sus propiedades. La numerología cree que el número posee una personalidad propia que expresa la relación de las partes con el Todo, del individuo con el Ser. La Cábala, que yo estudio, cree en el poder de los números. Los alquimistas también. El Número de Oro o Proporción Áurea dirige la arquitectura de la naturaleza, la concha del caracol, la forma en que salen las ramas y las hojas de algunas plantas. Sobre él se establecieron los cánones de belleza del rostro humano en Grecia. Lo utilizó Leonardo da Vinci para las proporciones del ser humano. El Partenón, la catedral de Estrasburgo o la pirámide de Keops siguen esa proporción. Beethoven la emplea en su Quinta Sinfonía. El
I’Ching o Libro de las Mutaciones
habla en uno de sus capítulos de los números emblemáticos celestes y de cómo pueden evocar el Universo. Y lo que es curioso, recientemente han descubierto que Stradivarius fabricó sus instrumentos de acuerdo con esa proporción.
»Para los numerólogos se puede asignar un número a todo lo que existe. Por tanto, en él está la clave de su significado y comportamiento.
»Pitágoras observó que si tensaba una cuerda, como ocurre en un violín, ésta emitía una nota al pulsarla. Si dividía la cuerda en mitades, tercios u otros números racionales, obtenía notas en armonía con la primera. Pensó que los cuerpos celestes estaban separados unos de otros por intervalos exactos, como los de la cuerda, y por tanto el movimiento de estos cuerpos daba lugar a la «música de las esferas celestes». Sus discípulos afirmaban que las proporciones numéricas eran el modelo sobre el que se había formado el Universo. Platón así lo dice en el
Timeo
, uno de sus diálogos. La proporción de las partes de un Todo constituiría la Armonía.
»Hasta tal punto los números eran importantes para Pitágoras que tenía uno especialmente venerado: el diez. La tetractys, que es una pirámide de significado esotérico, fue adoptada como símbolo sagrado de los pitagóricos.
Menasés, inclinándose con dificultad, dibujó con el dedo el símbolo pitagórico en el suelo de tierra.
—Claro que también podía ser algo relacionado con la vibración —apuntó el rabino incorporándose y retomando la pregunta de Ludwig—. Esto es un poco complejo —añadió Menasés—. Usted es otorrino. Sabe cómo se propaga el sonido. La característica fundamental es la frecuencia, ¿verdad? El número de ciclos en un tiempo determinado. Cuantas más oscilaciones en ese plazo de tiempo tenga ese sonido, más alta será la frecuencia. Bien. Imaginemos que el secreto que guardan esos instrumentos es una fórmula musical por la que Stradivarius era capaz de alcanzar determinadas frecuencias que provocaran una reacción física en el medio. ¿Qué opina?
—Todo me parece la misma locura —admitió Ludwig—. En todo caso esta idea no es peor que las otras.
—Gracias —dijo sonriendo Menasés.
—Hay una teoría de un especialista japonés en medicina alternativa —apuntó Ludwig recordando los últimos artículos aparecidos en revistas especializadas—, un tal Maseru Emoto, sobre por qué la música es capaz de relajar o acelerar el ritmo cardíaco. Según él ésta puede modificar la estructura molecular. Emoto ha realizado experimentos en los que moléculas de agua expuestas a música clásica adoptan unas formas delicadas y simétricas, mientras que, si se cambia la música por otra de rock, los cristales del agua se parten. Al estar el cuerpo humano compuesto en su mayoría de agua, la alteración molecular de ésta tendría consecuencias en el organismo.
Entre tanto habían terminado de recorrer el magnífico jardín botánico. Parados delante de las columnas, Ludwig echó un vistazo a su reloj y propuso:
—¿Le gustaría acompañarme a almorzar? Tengo hambre. Conozco un sitio donde se come de maravilla. Quizá podríamos seguir hablando.
—¿Por qué no? —dijo Menasés.
—Seguro que le gusta. ¿Come de todo?
—Lo que me echen —contestó Menasés sonriendo abiertamente—. ¿Lo pregunta porque soy judío? En los campos de concentración aprendí a no despreciar nada.
Durante el almuerzo, sin embargo, cambiaron de tema. El rabino le contó cómo era su vida en la sinagoga y el doctor le aconsejó sobre la pérdida auditiva que Menasés sufría. También le habló de Martha y su viaje a Viena. El rabino entendió más por el brillo de los ojos del médico que por sus palabras, pero no dijo nada. Mientras Ludwig tomaba su postre, del que se abstuvo el rabino, pues aseguraba no tener más espacio en el estómago, Menasés dijo:
—El inspector Herrero me contó que usted no conoció la existencia de su tío Tsaldharis hasta unos días antes de venir a España.
—La verdad es que me quedé muy sorprendido —confesó Ludwig—. No tenía ni idea. Mi madre jamás comentó nada de un hermano. ¿Curioso, verdad?
—No tanto. Su madre tenía poderosas razones para no querer recordarlo.
—¿Usted los conoció? —preguntó Ludwig dejando caer el tenedor por la sorpresa.
—No. Pero no olvide que llevo años recopilando toda la información posible sobre los instrumentos y sus propietarios.
—¿Sabe algo de mi tío? ¿Quién era?
—Un infeliz. Un hombre rico con un corazón pobre. Tanto él como su madre nacieron en una familia humilde. Tal vez por eso sus padres no tuvieron más hijos. El abuelo de usted murió cuando su tío Nikolaos tenía dieciséis años, dejando en la miseria a su familia. Su tío abandonó el país, a su propia madre, y a Ruth, su hermana pequeña y madre de usted, a las que no volvió a ver en su vida y de las que se desentendió incluso cuando amasó la gran fortuna con la que ha muerto. Ruth tuvo que trabajar muy duro, en toda clase de empleos, para mantenerse las dos, ya que su madre estaba impedida a causa de un grave accidente. Por lo que sé siempre había sido un poco distante, pero las condiciones la retrajeron aún más, hasta convertirse en la mujer que usted conoció. Por si todo esto fuera poco se casó con el padre de usted.