La fórmula Stradivarius (32 page)

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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Espero que esta joven pueda ayudarlo a fondear en buen puerto —dijo Menasés haciéndose eco del símil marítimo.

—Usted estuvo casado, ¿verdad? —dijo el policía, cambiando de tema—. ¿Qué pasó?

El rabino levantó la mirada al cielo, concentrándose en las nubes que lo cubrían. No se tomó a mal la pregunta. Estaba seguro de que el inspector no la había hecho por fisgonear. Con nostalgia trajo a su mente a Leah.

—Conocí a Leah en el campo de concentración de Mauthausen. Ella llegó en un tren de ganado, como tantas otras, de las que no se diferenciaba más que en una cosa. Pequeña, con el pelo moreno y apariencia frágil, tenía un brillo en los ojos del que carecían sus compañeras y fue lo que me enamoró de ella. No teníamos permitido acercarnos a las mujeres, ¿comprende? Así que resultaba muy difícil entablar una relación. No me pregunte cómo, el caso es que logramos entablar una amistad hasta que llegaron los aliados y nos liberaron.

»Leah resultó ser una mujer muy fuerte y llena de ánimo. De hecho no sé si hubiese aguantado yo de no ser por ella. Había conocido varios campos de concentración, no tenía a nadie. Mi cuerpo y mi mente estaban a punto de quebrarse. El brillo de Leah me mantuvo en el mundo de los vivos. Pero ¡qué mundo! —concluyó con un suspiro de resignación.

—¿Se casaron en el campo de concentración?

—Sorprendente, ¿verdad? —dijo Menasés—. En condiciones extremas haces cosas así. Cuando llegaron los americanos la situación era crítica. Llevábamos días sin comer y con la angustia de un futuro más que incierto. Los nazis no querían dejar que cayéramos en manos de los aliados y las ejecuciones eran masivas. Miles de prisioneros fueron evacuados a otros campos en medio del más absoluto caos. La mayoría murió por el camino, bajo los bombardeos, o fusilados por las SS. Claro que esto lo supimos más tarde. Los que quedamos en Mauthausen éramos cadáveres andantes, sin comida ni agua. Leah encontró un rabino y nos casamos siguiendo la tradición tan bien como pudimos. Hubiésemos preferido hacer la ceremonia en otro momento y lugar, pero no sabíamos si íbamos a sobrevivir, así que nos casamos allí mismo.

—Pero luego se separaron…

—Sí. La llegada de los aliados no es como se ve en las películas. Imagínese. Todo en ruinas, unos aterrados soldados muy jóvenes que no entendían qué hacían tan lejos de su hogar y qué era aquella barbarie. El hambre, el frío. Nuestras condiciones de vida tardaron en mejorar. Las mujeres fueron trasladadas y me aseguraron que Leah había fallecido. Fue un duro golpe. Tardé años en saber que Leah seguía viva y al final la encontré. El pelo, negro, se le había vuelto blanco. Había conseguido rellenar un poco los huesos en los que estaba, pero había perdido el brillo de los ojos. No conseguí que lo recuperara. Durante nuestro internamiento había supuesto un pilar para mí y para sus compañeras, pero una vez terminada aquella locura no logró asimilar el horror presenciado y se fue consumiendo. Al final ya no me reconocía. Sólo llamaba a su madre, asesinada por un oficial de las SS de un tiro en la nuca, delante de ella.

Herrero mantuvo un respetuoso silencio, imaginando lo que habían tenido que suponer aquellas atrocidades para aquel hombrecillo que se sentaba a su lado, y en el que no parecía anidar ningún sentimiento de venganza ni rencor.

—Dos tíos míos murieron en Mauthausen —dijo con voz queda el inspector Herrero al cabo de un rato.

—¿Eran expatriados republicanos?

—Así es —repuso el policía—. Lo poco que sé me lo contó mi madre. Mi padre nunca quiso saber nada de sus propios hermanos. Tenía miedo a las represalias franquistas. Cuando se enteró de que los habían atrapado, ingresó en el ejército de Franco y trató por todos los medios de agradar al régimen.

—La guerra enfrenta a los hermanos —sentenció el rabino—. Al padre contra el hijo. Al amigo contra el amigo. Siempre ha sido así.

—¿Conoció usted a algún español?

—Muchos. También albaneses, yugoslavos, belgas, franceses, rusos, italianos, húngaros, noruegos…

—Mi madre me dijo que estaban en una cárcel y que murieron por las heridas de los bombardeos. Cuando supe la verdad me dolió que me mintiera. Ahora creo que se mentía a sí misma.

—En aquella guerra, todos se mentían a sí mismos. Los alemanes no querían creer lo que veían, ni lo que hacían. Durante los juicios de Nuremberg, los pocos que fueron juzgados afirmaban no saber nada del genocidio. Algunos se escudaban diciendo que cumplían órdenes, que, de haberse enfrentado al aparato, se hubieran convertido en víctimas, que no ocupaban cargos suficientemente importantes como para detener aquella barbarie. Todos se ponían vendas en los ojos: los criminales, los soldados, el pueblo alemán, la Iglesia, los colaboracionistas y el resto de los países, que tardaron demasiado en detenerlos.

—¿Mauthausen fue uno de los peores?

—Fue considerado un
Konzentrationslager
de la categoría
Stufe III
, destinado a individuos imposibles de rehabilitar. Era una categoría reservada para los campos con peores condiciones. Su comandante fue Franz Ziereis, un carpintero de treinta y cuatro años que encontró en el partido nazi una forma de ascender de nivel de vida. El día comenzaba a las cinco menos cuarto de la mañana y formábamos para pasar lista. A partir de las seis empezábamos a trabajar, hasta el mediodía, cuando parábamos una hora para comer una aguada y tibia sopa de verduras y patatas. Luego continuábamos hasta las siete de la tarde, volvíamos al campo y vuelta a pasar lista y la cena: más sopa. Algunos trabajaban en las fábricas de armamento, pero la mayoría lo hacíamos en la cantera. Allí cargábamos bloques de piedra de casi treinta kilos y teníamos que subir con ellos a la espalda los ciento ochenta y seis escalones de la cantera. Débiles como nos encontrábamos por el agotamiento, la privación de comida y de sueño, las enfermedades como el tifus, la disentería y la tuberculosis, el desmoronamiento psíquico o el frío, los bloques se nos caían a veces. ¿Se imagina una roca de treinta kilos rodando escaleras abajo aplastando y mutilando, incluso matando a los que subían detrás? Los carceleros se reían y hacían apuestas a ver quién caía primero. A veces nos obligaban a volver a bajar y subir la escalera con la misma piedra. Otras, por pura diversión, nos empujaban con ellas por la escalera o nos tiraban abajo. Aún oigo el espeluznante ruido de los zuecos de madera golpeando cada escalón.

»En ocasiones veíamos llegar trenes con los vagones atestados de personas. El viaje podía alargarse durante días o semanas sin que recibiesen comida ni bebida. Los que conseguían llegar vivos descendían con una sensación de incredulidad y desesperación. Los recién llegados cruzaban las enormes puertas dobles, por debajo de la gigantesca águila de bronce que abrazaba la esvástica, a la que todos debíamos saludar al entrar y salir del campo, y oíamos sus gritos y lloros al ser separados de sus mujeres, de sus hijos, de sus padres. Los alemanes, riéndose, solían decir: «Bienvenidos a Mauthausen. Entráis por la puerta, pero saldréis por la chimenea». Y no mentían. Se nos desnudaba. Nos lo quitaban todo. Nos rasuraban todo el cuerpo con navajas melladas. Nos bañaban con agua helada y nos desinfectaban. También revisaban nuestra dentadura, como al ganado, en busca de piezas de oro que pudieran arrancarnos en vivo y para comprobar nuestro estado de salud. Después se nos entregaba el uniforme a rayas, el
Drillich
, y unos zuecos de madera.

»Recuerdo que en una ocasión llegó un convoy repleto de hombres y mujeres. Los separaron antes de entrar en el campo. Yo estaba, como otros, cerca de la valla, mirando. Uno de los guardianes agarró a una pareja joven y la separó a tirones pese a que la mujer se aferraba al hombre y gritaba desconsolada. El hombre no podía hacer nada. El guardián, riéndose, dijo:
«Du siehst’s nie wieder
», no volverás a verla. Luego me enteré de que se habían casado hacía una semana. En efecto, nunca más la vio. Murió despeñado.

»Muchos murieron en absurdos experimentos supuestamente médicos llevados a cabo por el Instituto de Higiene de las Waffen SS. Les inoculaban enfermedades o los sometían a pruebas para determinar la resistencia al frío, a la oscuridad, a la altitud, lo que significaba quemaduras, esterilizaciones, vivisecciones, extracciones de huesos, nervios, músculos…

El rabino, emocionado por los recuerdos, hizo una pausa, manteniendo a raya las lágrimas que pugnaban por salir. Herrero, impresionado, miraba el agua en calma del estanque.

—A la semana había unas dos mil muertes —continuó Menasés con una voz lejana, extraña, sin inflexiones—. Además de suicidios de los más desesperados, había ejecuciones, ahogamientos en tanques de agua, asfixia en las cámaras de gas, inyecciones de bencina, apalizados, despeñados. De los cadáveres se aprovechaba el cabello, la grasa y los huesos. Murieron unas ciento veinte mil personas, entre ellas, más de seis mil compatriotas de usted.

La luz que entraba por la ventana fue despertando poco a poco a Ludwig. Acostado sobre un lado, sentía el cálido cuerpo de Martha. Perezosamente fue abriendo los ojos y abrazó la espalda de su amante, que dormía profundamente.

Ludwig se sentía de maravilla y a la vez agotado. Estaba radiante, lleno de ilusión y con ganas de levantarse y proclamar a los cuatro vientos su felicidad. A la vez, no se atrevía a mover un solo músculo para no alterar el momento.

La noche había sido de una intensidad como no recordaba otra. Por la tarde se había acercado al aeropuerto de Barajas para recoger a Martha. Tras el paso por el hotel para dejar las maletas, ducharse y cambiarse de ropa, habían ido a un exquisito restaurante para cenar. A Ludwig no se le habían escapado las miradas que los empleados del hotel y los camareros dirigían disimuladamente a su bella acompañante, ajena a la atención que suscitaba.

Durante la deliciosa cena conversaron de todo tipo de cosas. Sólo evitaron un tema, por tácito acuerdo, para no enturbiar el reencuentro. Hablaron sin parar hasta que el propietario del local se acercó para comprobar que la cena había sido de su gusto. Sorprendidos, se dieron cuenta de que el resto de los comensales hacía rato que se había marchado.

Durante el trayecto en taxi hasta el hotel habían continuado alegremente la conversación, como lo harían dos buenos amigos que llevaran años sin verse. Solamente sus miradas ardientes los traicionaban.

Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Martha se arrojó en los brazos de Ludwig, apretando su cuerpo contra el del hombre, sintiendo la dureza de él en su vientre y comiendo con desesperación su boca.

Al abrirse nuevamente las puertas en el piso correcto, Ludwig la cogió en brazos y la llevó en volandas hasta el interior de la habitación, donde, aún unidos, cayeron sobre la cama.

La primera vez, como ya les sucediera con anterioridad, hicieron el amor brutalmente, todavía vestidos, entre dolorosos jadeos. Las embestidas terribles de Ludwig, que habían provocado el temor en anteriores conquistas, eran aceptadas con ansiedad por Martha, que, lejos de tratar de separarse, como le ocurriera en más de una ocasión al doctor, lo atraía hacia sí, clavándole las uñas en la espalda.

Una vez acabaron, se desvistieron en silencio y se acostaron bajo las sábanas. No tardaron nada en empezar de nuevo el ritual. Esta vez, calmadas las ansias iniciales, lo hicieron más pausadamente, tratando de encontrar el mayor placer y alargando éste lo más posible. Martha, sentada sobre las caderas de Ludwig, ondulaba su pelvis sobre el miembro de su amante, contrayendo los músculos vaginales, sobre los que parecía poseer un control absoluto.

Ludwig, en cambio, se había encontrado sumergido en una vorágine de sensaciones que le provocaban espasmos en la espalda y arqueaban su cuerpo. Con las manos aferrando las caderas de Martha, la acompañó en su danza, empujando en su interior y realizando un esfuerzo sobrehumano para no terminar antes de que ella llegara al orgasmo.

Cuando Martha, sin ningún pudor, elevó el volumen de sus voluptuosos gemidos y la cadencia de sus movimientos, con un último y vigoroso empujón, Ludwig se vació.

Echó un vistazo al Rolex de su muñeca. Les quedaban menos de dos horas para llegar al restaurante donde habían quedado con el rabino. Por un momento se arrepintió de la invitación. No le apetecía lo más mínimo abandonar la cama.

A pesar de que tenían poco tiempo, Ludwig acercó los labios al cuello de Martha y lo recorrió a besos. A la vez, con una mano, inició un masaje entre las piernas de su amante, que pronto se vio recompensado por una pegajosa humedad. Mientras Martha se agitaba sensualmente, aún en la frontera entre dos mundos, Ludwig levantó la nalga de su amante y con la verga preparada sondeó la invitadora entrada.

Una hora más tarde, entre risas cómplices, ambos se metieron a la vez en la ducha para ganar tiempo. Al final resultó peor el remedio que la enfermedad. Con bromas y salpicaduras, se enjabonaron el uno al otro. Dos minutos más tarde Martha se aferraba a la barra vertical donde se colgaba la manguera de la ducha, para no perder el equilibrio, mientras a su espalda Ludwig la penetraba de nuevo bajo el potente chorro de agua caliente.

—Creo que será mejor que salga del baño —dijo Ludwig, exhausto, cuando terminaron con una última sacudida—. Si no, me parece que nos vamos a quedar aquí todo el día.

—Vaya, hombre —bromeó Martha—. Qué poca resistencia. Eres como todos, enseguida te retiras.

—No diría yo que sea enseguida —siguió Ludwig la broma—. Creo que lo que aquí ha sucedido en las últimas horas muy bien podría ser considerado una gesta.

—Venga ya, exagerado, que no ha sido para tanto. Seguro que aún te queda cuerda para rato.

—No estoy yo tan seguro. Pero de todas formas nos tenemos que ir, ¿recuerdas? Dentro de media hora hemos quedado con el rabino Liebnitz.

—¿Por qué has tenido que quedar con ese hombre? —protestó ella—. Vaya recibimiento. ¿A quién se le ocurre quedar con un viejo el primer día en que uno se reencuentra con su amante?

—Bueno, no creo que te puedas quejar —contestó Ludwig—. Además, pienso que nos vendrá bien coger fuerzas para esta noche, ¿no te parece?

—Lo que creo es que voy a tener razón y que realmente no tienes aguante —repuso Martha, aún mosqueada.

—Rabino Liebnitz —saludó Ludwig al anciano, que se encontraba mirando el escaparate de una librería al lado del establecimiento elegido para almorzar—. Sentimos haberle hecho esperar. He tenido una llamada desde la clínica que se ha alargado más de lo que esperaba.

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