La botella no se rompió, ya que el golpe había sido dado con el culo de la misma, más grueso. Etzel levantó de nuevo el brazo y volvió a descargar un terrible golpe con todas sus fuerzas. En esta ocasión el vidrio saltó en pedazos, dejando en sus manos el cuello de la botella con unas afiladísimas esquirlas de cristal que hundió con saña en el cuerpo del rabino.
Cuando se cansó, dejó lo que quedaba de la botella y empuñó la otra, que también estaba vacía. Golpeó al viejo hasta que ésta también se rompió. Sacó la última, que estaba llena, la vació sobre el ensangrentado cuerpo y luego la partió en la cabeza de Menasés.
De la bolsa del supermercado extrajo el spray de pintura, lo agitó y pintó una cruz gamada sobre la calva sanguinolenta del inmóvil anciano. Pintó otra en la fuente y en la base de ésta escribió: ARRIBA ESPAÑA Y MUERTE A LOS JUDÍOS.
Tras un vistazo para asegurarse de que nadie lo había visto, guardó el spray en un bolsillo del abrigo, se lo quitó y se lo puso del revés.
En menos de treinta segundos se había quitado veinte años. Con las manos dentro de los bolsillos del abrigo reversible, bien calada una gorra de beisbol, salió del parque por donde había entrado, desapareciendo entre la cada vez más numerosa multitud.
Menasés aún mantenía un hilo de vida. No sentía ningún dolor. Su mente, desde el principio, como tantas veces a lo largo de su vida había precisado hacer, se hallaba lejos de su martirizado cuerpo. Su alma estaba en paz, aguardando el momento del tránsito final. Sólo lo atormentaba que, una vez partiese para reencontrarse con
Adonai
, su Dios, y también con sus padres, su mujer, Leah, su maestro, Abraham, Jacob, los profetas y sus compañeros en los campos de la muerte, nadie quedaría tras él que continuara su tarea.
Porque además de él, sólo el médico suizo y el inspector de policía conocían la historia, aunque no comprendieran el peligro que entrañaba.
Dreifuss se inclinaría por dar la razón a su reciente conquista y lo consideraría un loco, olvidando todo cuanto le había contado. Herrero era la única posibilidad. El rabino sabía que el policía trataba de dar crédito a su historia. Su trabajo le impedía creer en quimeras pero, por las conversaciones mantenidas, Menasés sabía que se había ganado su respeto y credibilidad.
¿Cómo hacer para que el policía supiera que su asesinato estaba relacionado con el resto de la historia?
Todo esto recorrió su cada vez más colapsado cerebro, mientras entraba en el mundo de la inconsciencia. Su ensangrentado dedo índice golpeó el suelo varias veces. Luego, se detuvo para siempre.
—Inspector Herrero —llamó el agente encargado de atender al público en cuanto éste entró en la comisaría—. El comisario pregunta por usted. Ha dejado aviso de que se presente en su despacho en cuanto llegue. Parece ser que lo ha llamado al móvil pero no ha podido dar con usted.
—Gracias, Manuel. Ahora subo —contestó Herrero.
Sabía que el comisario lo había estado llamando, pero, pendiente de su mujer, no lo había cogido. Precisamente la semana anterior un sobrino de ella, un mocoso de ocho años, le había enseñado cómo configurar el aparato para bloquear determinadas llamadas. El niño se había mostrado categórico al afirmar que la persona que llamara desde el número bloqueado no podía llegar a saberlo. De no ser así, hubiese resultado un tanto embarazoso darle explicaciones a su superior.
Subiendo las escaleras, Herrero manipuló su móvil, forzando su gastada vista, para desactivar la función, siguiendo las instrucciones pacientemente explicadas por su sobrino. Con el comisario Martín nunca se sabía. Quizá tratara de hacer una prueba cuando el inspector entrara en su despacho.
—Buenos días, comisario. Me han dicho que me buscaba.
—Siéntese —repuso el malhumorado superior—. ¿Puede darme una explicación de por qué no ha habido manera de contactar con usted en toda la mañana?
—La verdad es que no. Ya me ha dicho Manuel que me han estado llamando pero el teléfono no ha sonado —repuso el inspector sacando del bolsillo su móvil y mostrándolo al comisario. Se había asegurado de borrar cualquier rastro de llamada perdida o similar. Aquel niño era un genio—. Mire, tengo más de la mitad de carga. No sé qué habrá pasado.
—Hablaremos de eso en otro momento —repuso el otro, que ni por un momento se había tragado tan burda excusa—. ¿Dónde ha estado?
—He ido a hablar con el rabino Liebnitz, por el caso del asesinato del griego Tsaldharis.
—¿Tiene algún sospechoso? —preguntó el comisario Martín.
—Aún no. Estoy convencido de que el autor del crimen es de nacionalidad extranjera, del norte de Europa casi con toda seguridad, que trabaja solo y por encargo. En esas condiciones va a resultar difícil atraparlo, pero seguimos en ello. El móvil de los asesinatos fue, como le dije, el robo de un valioso violín que el griego habría comprado fraudulentamente.
El comisario, que durante la explicación de Herrero había estado hojeando el magro informe que le habían entregado, levantó la mirada y la fijó en el inspector.
—Todo eso ya lo he leído aquí —dijo Martín—. ¿No tiene nada más?
—No, señor. Como le digo, el asesino es, probablemente, un profesional llegado a Madrid exclusivamente para llevar a cabo este trabajo. Los que lo han contratado también deben de ser extranjeros.
—¿Así que usted da crédito a esa historia de confabulación nazi que ese rabino cuenta a todo aquel que le quiere escuchar? —preguntó con tono despectivo el comisario—. ¿No es usted un poco mayorcito para esas tonterías?
»Escúcheme bien —añadió apoyando los codos sobre la mesa y echándose hacia delante—. Abandone de inmediato esa absurda línea de investigación, ¿me ha entendido? No quiero que siga perdiendo el tiempo escuchando los desvaríos de un chiflado. Céntrese en buscar al asesino.
Herrero se quedó pegado al sillón en el que estaba sentado. Llevaba muchos años trabajando con el comisario Martín y pese a todas sus desavenencias y sus rapapolvos, su superior nunca había interferido directamente en las investigaciones, dejándole cierto margen de maniobra. ¿Por qué en esta ocasión era diferente? Ya en otros casos la línea principal de investigación había sido poco ortodoxa. La importancia de la víctima podía justificar que el comisario se encontrara presionado pero no hasta ese punto. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Me ha dicho Estévez —dijo Martín, ignorante de la perplejidad de Herrero, mientras leía una hoja que había cogido de la mesa— que hay un sospechoso. Miguel Merino, amigo del técnico de alarmas que fue encontrado muerto. Al parecer el técnico, San Gil, debía una buena cantidad de dinero a Merino, que tiene un largo historial por allanamiento, posesión de estupefacientes, robo de vehículos, atentado contra los agentes de la autoridad, robos con intimidación y tirones de bolso, incluso un atraco. Una buena pieza, vamos. Según Estévez, los padres de San Gil han reconocido una foto de Merino porque fue a visitarlos para saber si conocían el paradero de su hijo. ¿Qué opina usted?
—Nada. Sinceramente, no se me ocurre nada —contestó Herrero, que no salía de su asombro—. Merino es un yonqui. Está muy gastado, con sida en fase avanzada, hepatitis y, casi seguro, tuberculosis activa. Conocía del barrio a San Gil. Los padres de éste dicen que estuvo en su casa preguntando por su hijo, sabiendo perfectamente que no estaba allí. Según ellos, lo que quería Merino era aprovechar algún descuido para robarles algo. No sé de dónde ha sacado Estévez eso de que San Gil le debía dinero. Posiblemente se lo haya dicho el camarero de alguna casa de citas de esas que acostumbra a frecuentar.
»Merino es incapaz de cometer semejante crimen, aun en el caso de que no hubiese estado ingresado la tarde de los asesinatos en urgencias, por insuficiencia respiratoria. Todavía recuerdo el atraco del que usted habla. El pobre diablo estaba tan colgado que cogió una pistola de juguete y trató de robar en la sucursal de su propio barrio, donde lo conoce todo el mundo, al mediodía y a cara descubierta. Una de las clientas se dio cuenta de que el arma era falsa porque el muy torpe se olvidó de quitar el tapón rojo que el juguete llevaba en la bocacha.
—En cualquier caso —atajó el comisario Martín, temeroso de que Herrero siguiera—, me parece más factible que ese absurdo complot que le está endilgando ese rabino. Quiero que se centre en esa línea de investigación. ¿Ha quedado claro? No más violines, supervivientes de campos de concentración, ni malvados nazis fugados que quieren cambiar el Universo. Déjese de llamadas descabelladas a la Interpol. Es una orden. Quiero que me traiga a mi despacho, de inmediato, todo el expediente relacionado con este caso y cualquier copia que tengan. Cuando termine de revisarlo, le será devuelto, por supuesto, sin aquello que tenga cualquier relación con esa fantástica trama.
»Quiero que se centre en Merino. Estévez está convencido de su culpabilidad. No crea que desconocía que Merino había estado ingresado en urgencias la víspera del crimen. Abandonó el hospital a las nueve de la noche. Tuvo tiempo de sobra. Conocía, gracias a San Gil, el funcionamiento de los sistemas de seguridad. Está endeudado hasta el cuello y el violín que robó pudo ser una forma de pago. Exijo resultados. Pronto. Detengan a Merino e interróguenlo. No se olvide de traerme ahora mismo el expediente entero.
Con estas palabras, el comisario dio por concluida la reunión. Herrero se levantó y sin abrir la boca salió del despacho, dejando a su superior tomando notas de un voluminoso legajo que había cogido.
—Alonso, ¿sería tan amable de llevar este expediente al comisario Martín? —dijo Herrero alargando la manoseada carpeta por encima de su mesa—. Muchas gracias.
La subinspectora, muy diplomática, evitó hacer cualquier tipo de comentario, tomó el dossier y abandonó el despacho, dejando a Herrero recortando triángulos de papel con las enormes tijeras.
El inspector no sabía qué pensar. Entendía la presión a la que estaba sometido el comisario, pero ¿hasta el punto de buscar un chivo expiatorio al que endosarle un asesinato? Martín no era Estévez. Ni por un momento podía considerar la idea de que Merino hubiese cometido tan atroz crimen. ¿Y por qué no permitirle continuar con el caso a su manera? Podía haber asignado el seguimiento de Merino al estúpido de Estévez y, de paso, se lo quitaba de encima por un tiempo.
¿Y cómo sabía el comisario que había consultado con la Interpol? Sólo lo había comentado con el subinspector Ponte y estaba convencido de que él no lo habría divulgado.
Una idea se iba formando en su mente: la presión que sufría el comisario no era tanto por resolver el crimen como por cerrar una investigación que alguien muy poderoso temía. ¿Tendría razón Menasés al fin y al cabo y se trataría de una conspiración?
—Pablo, han asesinado al rabino Liebnitz —dijo con voz grave el subinspector Ponte nada más entrar en el despacho.
Escuchad en vosotros mismos y mirad en el infinito del espacio y del tiempo. Allí resuena el canto de los astros, la voz de los números, la armonía de las esferas
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HERMES TRISMEGISTO
DICIEMBRE DE 2003
E
tzel, con la espalda apoyada en la pared del cuartucho, descansaba sobre el frío suelo dejando pasar el tiempo. Quedaba apenas media hora para la medianoche y el vigilante ya habría realizado la primera de las tres rondas que haría hasta que le llegara el relevo de la mañana.
Los tres últimos días, bajo diversas apariencias, había visitado el edificio controlando los accesos, pasillos, puertas y sistemas de seguridad. La conclusión a la que había llegado era que la vigilancia era un tanto pobre.
Puertas y ventanas tenían cierres de seguridad y estaban protegidas por alarmas conectadas con la garita donde los vigilantes tenían los monitores. Las mismas alarmas daban aviso a la empresa de seguridad. Cualquier ventana o puerta exterior que se abriera o fuese violentada activaría de inmediato las alarmas. Ni siquiera los vigilantes podían desconectarlas por su cuenta. Si tenían que salir del edificio, debían dar cuenta antes a la central.
Sin embargo, en el interior no había más alarmas que las de antiincendios. Una persona que estuviera dentro no activaría ninguna medida de seguridad hasta que abandonara el edificio.
El día anterior, sobre la misma hora, Etzel había roto desde el exterior una de las ventanas para estudiar el protocolo seguido por los vigilantes. Éstos habían dado aviso a la policía, que había tardado diez minutos en aparecer con un vehículo de paisano y una patrulla uniformada. No habían mostrado demasiada diligencia y Etzel llegó a la conclusión de que, posiblemente, las alarmas saltaban con cierta ligereza y nadie se mostraba muy desconfiado cuando esto sucedía.
Durante una de sus visitas había podido observar, en la pecera donde se alojaban los monitores, un cuadrante con los calendarios laborales de los vigilantes. Por lo visto, durante la noche solían estar de guardia dos. Cuando a uno de ellos le correspondía librar no era reemplazado y su compañero se quedaba solo.
Los vigilantes nocturnos eran dos veteranos cercanos ya a la jubilación. Etzel había sido testigo del relevo nocturno. Uno de estos veteranos llevaba en una bolsa de plástico lo que parecía un monitor de televisión. Lo más probable era que de eso se tratara y los guarda jurados, contraviniendo las normas de la empresa, miraran un poco la tele para no aburrirse demasiado antes de descabezar un pequeño sueño.
La visita de aquel día al edificio había sido hecha al acabar la tarde, poco antes de que se cerrara al público. Cuando el edificio se fue vaciando, Etzel se escondió en uno de los cuartos para los artículos de limpieza, a la espera de que los vigilantes de la tarde, más jóvenes y dinámicos, dieran la vuelta para cerciorarse de que todo quedaba cerrado y nadie permanecía en el interior.
Permaneció alerta cuando, desde fuera, trataron de girar el pomo de la puerta que había cerrado con la ganzúa tras encerrarse dentro. Era poco probable que se molestaran en utilizar la llave para revisar por dentro un cuartucho cerrado.
Cuando se hizo el silencio se dispuso a revisar su arma a la luz de una pequeña linterna. Era un modelo bastante extraño. Fabricado en un material cerámico, había evitado ser descubierto por los detectores de metal colocados a la entrada del edificio, por donde debían pasar todos los que accedieran a su interior, al margen de que se tratara de visitantes o trabajadores.