—Gracias, doctor. Cinco minutos, se lo prometo.
La sala era redonda con una pecera situada en el medio, donde dos enfermeras controlaban los monitores con las constantes vitales de los pacientes acostados en las camas, situadas en círculo alrededor del control. Salvo la pecera, el resto de la estancia se hallaba en penumbras. Las camas estaban separadas entre sí mediante cortinas. En cada compartimiento, máquinas y monitores realizaban su trabajo entre zumbidos, acompañados con precisa cadencia por varios bips que, en ocasiones, se aceleraban. Un penetrante y desagradable olor a desinfectante y muerte pesaba en el ambiente.
Herrero vio a un joven de unos veinte años acostado que no podía dormir. Su pierna colgaba de un soporte. De la rodilla asomaban los extremos de un grueso tornillo, unidos a un cable de acero que pasaba por una polea con varias pesas de hierro. El tormento tenía que ser brutal, pensó el policía.
En otra cama un anciano amarillento y arrugado, con los ojos cerrados, llenos de legañas, se abandonaba a la máquina que, con inmutable precisión, inundaba sus pulmones de oxígeno, haciendo subir y bajar el pecho del moribundo.
Herrero, impresionado, prefirió no mirar más e hizo caso a los gestos de la enfermera, una rolliza rubia de bote, que le indicaba una de las camas.
La figura acostada podía ser el rabino o cualquier otra persona. Lo único que asomaba por debajo de la sábana era una pequeña cabeza vendada, en la que se adivinaban las cuencas hundidas de dos ojos cerrados, uno de ellos hinchado y amoratado. Del brillo e intensidad que Herrero advirtiera desde la primera vez que se habían visto no quedaba ni rastro. Una sonda le salía de uno de los orificios nasales y un tubo de Gueder mantenía lo suficientemente abierta la boca como para que otro conducto llevara el aire a sus pulmones. De la frente vendada asomaban más tubos. Otros se escondían bajo la sábana. El resultado, impresionante, era un ser indefenso que inspiraba piedad.
—No sufre, inspector —murmuró la enfermera, que se había acercado por su espalda—. Está sedado. No puede sentir nada. Es mejor que se vaya.
Herrero siguió con docilidad a la enfermera hasta la puerta y se despidió. Si al hablar con el médico había tenido alguna esperanza, ésta se había esfumado con la visita.
El viejo nazi asintió. Se encontraba en su mansión, inclinado sobre las enormes mesas cubiertas por vitrinas dentro de las cuales se exponía su magnífica colección de mariposas. Lupa en mano, en el momento en que su guardaespaldas y ayudante entró en la estancia, estaba admirando un magnífico ejemplar de
Xanthopan morganii
, conocida como La Esfinge de Darwin.
Este lepidóptero, muy difícil de conseguir, era en extremo curioso. Se trataba de una mariposa de cuya existencia estaban seguros los naturalistas, antes incluso de haber visto un ejemplar por primera vez. Una orquídea con los órganos nectaríferos situados a treinta centímetros de la entrada de la flor había puesto sobre la pista al mismísimo Darwin, que dedujo la existencia de una mariposa dotada de una trompa lo suficientemente larga como para polinizarla. El anciano admiró el prodigio de adaptación que suponía el larguísimo apéndice bucal, ejemplo único entre el resto de los lepidópteros.
Pawlak desvió la atención hacia una mariposa gigante, la
Saturnia pavonia
. Mientras recorría con la lupa el contorno del insecto, reflexionaba sobre lo que le había dicho Hermann. Llevaba años deseando la muerte del judío, pero sentía una especie de fascinación por aquel triste hombrecillo, sumido casi en la miseria, al que se le había robado todo: los padres, el país, la casa, la salud y el futuro. Debía reconocer, pensó con amargura, que el judío había mostrado más ganas de vivir y mayor hombría que muchos de sus compañeros de la raza superior, aunque, por supuesto, jamás lo hubiese admitido en voz alta.
Ahora que el judío se apagaba en la sala de un hospital, Pawlak no sentía alivio por desembarazarse de un enemigo que día a día se había ido acercando cada vez más, poniendo en peligro su sagrada misión. Curiosamente lo único que notaba era añoranza. A su edad ya habían desaparecido todos sus amigos y enemigos. La marcha del último de éstos le hacía sentirse vulnerable.
Bueno, se dijo, por mucho que el judío hubiese sido un ejemplar adversario, estaba muerto o le faltaba muy poco y él, Pawlak, a punto de concluir el trabajo de una vida, después de lo cual le aguardaba el premio. El trofeo que toda la Humanidad había buscado desde que el hombre fuera expulsado del Edén. Y ese trofeo estaba al alcance de su mano.
—Andrés, ven un momento —llamó Herrero.
El subinspector Ponte dejó al agente de la científica con el que estaba hablando y se acercó a su jefe. Con las manos metidas en los cedidos bolsillos de su abrigo, Herrero miraba la inútil fuente donde el pétreo niño jugaba con el delfín.
—Dime, Andrés —dijo el inspector señalando con un gesto de la cabeza la fuente en la que se encontraba la pintada xenófoba—, ¿notas algo raro en lo que está escrito?
Ponte examinó detenidamente el graffiti. Ya lo había hecho antes sin encontrar nada extraño, pero pocas veces Herrero le llamaba la atención sobre algo sin necesidad.
ARRIBA ESPAÑA. MUERTE A LOS JUDÍOS
. ¿Qué podía haber de especial en esas dos frases?
—Fíjate en la «
i
» de judío. Está acentuada, ¿lo ves? —señaló esta vez con el dedo el inspector.
—Es verdad —contestó Ponte, que comenzaba a comprender.
—¿No crees que es extraño que una banda de descerebrados sea capaz de colocar la tilde en el lugar correcto? —preguntó sin dejar de mirar la pintada Herrero—. Además, mira el trazo de las letras. Parece forzado. No es una escritura continua. Cada letra parece independiente. Da la impresión de que el que haya escrito esto pretendía disimular su propia letra.
El inspector se giró y volvió a examinar los bancos colocados en círculo y los restos de las botellas rotas.
—Los vecinos dicen que esta zona cada vez es más insegura. Ya no se atreven ni a pasear a sus mascotas. Toxicómanos, latin kings, prostitución. ¿Qué harían unos skins en un parque controlado por los latins? ¿Pretendían pelearse con ellos y al ver al rabino la tomaron con él?
—La gente que hemos entrevistado asegura que hace ya tiempo que no se ven skins por aquí —dijo Ponte.
—Uno de esos cabezas rapadas no se aventuraría solo en el parque —meditó en voz alta Herrero—. Le resultaría muy peligroso. Tendrían que ser varios y con armas. Bates, cadenas, navajas, puños americanos. Sin embargo, las lesiones que presenta Liebnitz no coinciden. No hay heridas de armas, aparte de las causadas por las botellas. ¿Cuántas botellas calculas que se emplearon?
—Hemos encontrado tres fondos de litronas, que al ser más gruesos son más difíciles de romper. Yo diría que no se utilizaron más, por la cantidad de restos recogidos.
—Tres botellas de cerveza para un grupo de varias personas. No menos de diez tendrían que ser para poder enfrentarse a los latins. Poca bebida, ¿no te parece?
—¿Quizá algunos eran abstemios? —bromeó Ponte, viendo por dónde iba su superior.
—Pudiera ser —repuso abstraído Herrero—. Un grupo de skins que no dejan más huellas que tres botellas rotas, dos miserables pintadas y dos esvásticas. Un grupo que además de abstemios son muy educados, no cometen faltas de ortografía y recogen todo: papeles, bolsas, pipas.
—Unos skins que no dejan huellas de pisadas —añadió Ponte—. La gravilla debería estar mucho más revuelta en el caso de que varias personas hubieran estado andando por aquí.
—¿Qué conclusión podríamos sacar? —preguntó Herrero mirando por primera vez al subinspector.
—¿Que alguien pretende engañarnos para que no relacionemos la paliza al rabino con la historia que el pobre hombre nos había contado?
—Da esa impresión, ¿verdad?
—Inspector. El comisario Martín —dijo el agente Cuéllar con tono culpable, tendiendo su teléfono—. Pregunta por usted.
—Aquí el inspector jefe Herrero —saludó el policía con un toque de sarcasmo.
—Me parece que por poco tiempo. ¿Dónde se encuentra usted? —contestó enojado el comisario.
—Estamos en el parque de…
—¿No le ordené olvidarse de ese asunto? —gritó Martín desde el otro lado de la línea—. Le dije que se ocupara de Merino y abandonara esas tonterías.
—Señor, han tratado de asesinar al rabino Liebnitz. El atacante ha tratado de hacernos creer que se trataba de una banda de skins, pero estamos convencidos de…
—El rabino está vivo, ¿verdad? Pues que se encarguen los de bandas organizadas.
—Liebnitz está vivo, es cierto, pero muy grave. Esto no tiene nada que ver con las bandas. Le repito que ha sido una treta para engañarnos.
—¿Tiene pruebas concluyentes? ¿No? Pues déjelo en manos de ellos. Es una orden. Ocúpese de Merino. Quiero al asesino de Tsaldharis.
—¿Quiere al verdadero o le sirve cualquiera? —repuso alterado el inspector y le devolvió el teléfono a Cuéllar, que no sabía que hacer con él, mientras se oían los gritos del comisario.
Herrero, al que le temblaban las manos del sofoco, se alejó unos metros ante la atenta mirada de sus hombres. De espaldas a ellos, trató de recuperar la normalidad en su respiración y en el ritmo cardíaco.
—Lo siento, inspector —dijo Cuéllar al cabo de unos minutos, cuando su superior se unió a ellos, algo más tranquilo—. Me ha cogido desprevenido. Estaba hablando con una señora que suele venir aquí a pasear a su perro y descolgué sin mirar quién llamaba.
—No se preocupe, Cuéllar. No es culpa suya. Andrés, me vuelvo a comisaría. Ocúpate de todo. Si no me equivoco, Martín habrá dado aviso a los de bandas organizadas y se presentarán aquí en breve. Habla con ellos. Quiero todo lo que tengan, aunque imagino que el comisario les habrá dado instrucciones precisas para que nos mantengan al margen. Le diré a Martín que estás detrás de Merino.
—No te preocupes, Pablo. Tendrás una copia de todo lo que salga.
Dos horas más tarde Herrero, sentado en su silla de plástico amarilla tras el escritorio, iba dejando las ampliaciones de unas fotografías a color sacadas por los especialistas de la policía científica en el parque. En algunas, de menor calidad, porque habían sido hechas por los miembros del SAMUR al llegar al lugar, se veía a Menasés tendido en el charco de sangre, en una postura grotesca.
Una a una las iba dejando, tras examinarlas a conciencia, sobre la mesa. Cuéllar, Alonso, Ponte y Ramos respetaban, en el silencio más sepulcral, el estado de ánimo de su jefe. El pobre agente Aldaya no se encontraba presente. Herrero lo había mandado con el imbécil de Estévez a buscar a Merino.
Cuando Herrero volvió del parque, una orden de detención contra Merino aguardaba sobre la mesa. El inspector había maldecido en voz alta, algo que Cuéllar nunca le había visto hacer. Herrero había tomado el teléfono y llamado a uno de sus contactos, citándolo en un bar a dos manzanas de la comisaría y después se había marchado, ante la desesperación de Cuéllar, que no sabía qué inventarse si el comisario preguntaba por él.
Al cabo de media hora, más calmado, Herrero había vuelto de su encuentro con el contacto, un toxicómano que se sacaba su dosis por el tradicional método de cortar, aún más, las papelinas compradas. A éste le había dado un recado para Merino. Debía desaparecer de Madrid por unas semanas si no quería que le endilgaran un asesinato. Cuando se lo dijeran, Merino se ensuciaría los pantalones y desaparecería de inmediato por lo menos un par de meses.
De nuevo en el despacho, Herrero había dado orden a Cuéllar de buscar donde fuera a Estévez. El pobre agente había necesitado un buen rato para dar con el paradero del escurridizo subinspector, que en ese momento montaba guardia, con uno de sus amigos, en un céntrico bar estilo irlandés.
—¿Me buscaba? —preguntó malhumorado Estévez al entrar en el despacho de homicidios.
—Quiero que traigas a Merino —repuso Herrero sin mirarlo, a la vez que le tendía la orden de detención—. Que te acompañe Aldaya. No te molestes en volver sin Merino.
Aldaya, cuya cara era un poema, ya estaba avisado por Herrero de la faena que le tocaba e intentó que no se le notara demasiado.
—Siéntese, por favor —dijo Herrero, señalando una silla al otro lado de su escritorio repleto de fotografías desordenadas.
—¿Quién lo ha hecho, inspector? —preguntó Ludwig sin rodeos.
El inspector lo había llamado para contarle lo sucedido hacía un rato y el médico había acudido a la comisaría lo más rápido posible.
—No lo sé —repuso compungido el policía—. Han tratado de desviar nuestra atención para que pensáramos que era cosa de un grupo neonazi.
—¿Y no lo cree así?
—No. Lo descarto absolutamente. Creo que el autor de esa brutal paliza es el mismo que torturó y asesinó a su tío, pero no tengo ninguna prueba.
—¿Y por qué lo haría? —preguntó Ludwig—. El viejo no sabía más de lo que ya nos había contado. ¿Qué daño les podía hacer? No estamos más cerca que al principio de dar con ellos. ¿Para qué molestarse en acabar con él?
—Quizá sabía algo sin ser consciente de ello. O estaba demasiado cerca de sus enemigos y lo ignoraba.
—Usted dijo que esa gente se encuentra fuera de España.
—Y sigo pensándolo. De lo que no hay duda es de que el asesino de su tío ha vuelto a estar aquí.
—¿Por qué está tan seguro? —preguntó el médico—. ¿Cómo lo sabe?
—El penúltimo instrumento que les faltaba ha resultado ser el Boissier, hasta ahora en poder del Conservatorio Superior de Música de Madrid, y no el Gibson, como apuntaba su amiga.
—¿Lo han robado?
—Lamentablemente, sí. Por fortuna, esta vez no le ha costado la vida a nadie, aunque mucho me temo que sí el puesto de trabajo al vigilante nocturno.
—¿Y qué piensa hacer?
Herrero, tras mirar un buen rato a su interlocutor, se apoyó con los codos en la mesa y dijo en voz baja:
—Atrapar a esos desalmados. —Y, tras recostarse en el respaldo, añadió—: Pero no va a ser fácil. Tengo una enorme presión para que abandone este caso. Los verdugos del rabino son muy poderosos, por lo que se ve, y están tirando de los hilos para que esto se quede sin resolver.
—Tome, doctor —intervino el subinspector Ponte, dejando sobre la mesa una especie de gruesa camiseta sin mangas de color azul.
—¿Qué es esto?