Martha, algo más tranquila, lo volvió a abrazar. En menos de treinta segundos se estaban besando furiosamente y un minuto después Ludwig la penetraba con todas sus fuerzas, sin hacer caso de los lamentos de su maltrecha espalda, notando cómo ella, con las manos en sus nalgas, lo atraía hacia su interior.
Cuando terminaron de hacer el amor, exhaustos y sudados, se separaron un poco y permanecieron tumbados mirando al techo tratando de recuperar el aliento. De pronto Martha se incorporó sobre un brazo y preguntó alarmada:
—¿Dónde están tus escoltas?
—No sé. Hasta que has llegado creía que seguirían en la salita. Quizá se hayan ido a desayunar algo.
—¿Sin decirte nada? —repuso Martha—. No me parece muy profesional.
—No puedo quejarme. Anoche, durante aquel infierno, estuvieron buscándome todo el tiempo. Uno de ellos fue el que me vio y vino a recogerme. Dudo que hubiese podido salvarme yo solo, ya no me quedaban fuerzas.
—Para eso les pagas —contestó sin inmutarse la profesora—. Pero eso no aclara dónde están ahora.
—¿Quieres que los llame y que entren en la habitación?
—No me hace ninguna gracia —contestó Martha, dándole con la mano en una pierna—. Al menos deberían estar en la puerta, controlando el pasillo o algo así.
—Has visto muchas películas —dijo divertido Ludwig—. ¿Quién va a entrar en tu casa para hacerme algo?
—¿El que ya lo intentó la anterior vez, quizá? ¿O como estás en mi apartamento no se van a atrever a entrar?
—No sé, no lo había pensado. Ya te he dicho que creía que estaban en la salita —contestó Ludwig, que también se incorporó sobre el codo, quedando su rostro a escasos centímetros del de ella—. De todas maneras —añadió—, si alguien tratara de entrar y hacerme daño, tú me defenderías, ¿verdad?
—Ni lo sueñes. Estás pagando una fortuna para que te protejan dos gorilas que son incapaces de estar donde tienen que estar, ¿y quieres que te proteja yo gratis?
—¿Y cómo querrías que te pagara?
—Si estás pensando en lo que creo —dijo Martha alzando las cejas con una sonrisa mordaz—, vas mal. Con eso no tengo ni para empezar. Me tendrías que dar pasta como a esos gorilas. Y más, porque yo sí estaría donde tengo que estar.
—Bueno —concedió Ludwig—, ¿qué te parece si te invito a comer y negociamos tus tarifas?
—Me parece bien —contestó ella saltando de la cama y dirigiéndose a la ducha.
—Están fuera de cobertura —dijo Ludwig tras colgar el teléfono cuando ya se habían duchado y vestido. Martha aún estaba en el baño, secándose el pelo.
—¿Sin cobertura? ¿Y dónde están?
—Posiblemente en el garaje. Revisando el coche.
—¿Los dos? —se extrañó ella—. Al menos uno de ellos debería estar aquí, custodiándote.
—Sabrán que estás aquí y pensarán que estoy a salvo.
—Te recuerdo que aún no hemos firmado el contrato.
—Bueno, pero a eso vamos, ¿no? —contestó Ludwig levantando los hombros—. ¿Serías capaz de no protegerme porque aún no hemos estampado una firma?
—Los negocios son los negocios. Bueno, ya he terminado. ¿Nos vamos?
Los guardaespaldas se encontraban, tal y como había supuesto Ludwig, en el garaje, dentro del Volskwagen Passat blindado. Los dos parecían estar esperando algo, serios y estirados en sus asientos, que, poco a poco, se iban empapando con la sangre manada de las respectivas puñaladas sufridas en la espalda, a la altura del corazón.
El asesino había limpiado la delgada hoja del cuchillo en el forro de la chaqueta de uno de los muertos antes de volverlo a enfundar en su tobillera. No lo esperaban, lo cual siempre es una ventaja cuando se va a matar a alguien. Había permanecido en la cafetería frente al domicilio de la señorita Mazowiecki hasta que uno de los escoltas había bajado a desayunar. Mientras el gorila se tomaba su desayuno y pedía el de su compañero, el asesino terminó de tomar su café y entró en el portal utilizando una flexible lámina de plástico con la que, diestramente, corrió el pasador. Una vez dentro, se dirigió a los ascensores y subió a la planta donde sabía que se encontraba el doctor Dreifuss.
Las puertas del ascensor eran de dos hojas y se abrían hacia ambos lados, lo que descartaba la posibilidad de coger desprevenido a su víctima. Sabía que, como un automatismo adquirido en la profesión, el escolta miraría a ambos lados antes de salir del ascensor, por lo que se ocultó en el recodo de la escalera. Antes había puesto una papelera en el dintel del otro ascensor para evitar que las puertas se cerraran y al guardaespaldas no le quedara más remedio que subir en el ascensor que estaba más cerca de las escaleras donde él se escondía.
Instantes después el ascensor se cerró y bajó. Otra vez se encendió la luz que indicaba ocupado y se puso en tensión. Cabía la posibilidad de que fuese a otro piso o que, yendo a éste, fuese ocupado por otra persona, pero más valía estar preparado.
Las puertas se abrieron y el escolta, antes de salir, miró a ambos lados sin ver nada extraño, algo que tampoco esperaba. Llevaba diez años haciendo de escolta y jamás había tenido que actuar, entre otras cosas por la atención puesta en su labor, más previsora que ejecutora.
Esta vez no le sirvieron de nada los intensos cursillos de defensa personal. Exhaló un suspiro, dejó caer la bandeja al suelo y él mismo hubiese caído si no hubiera sido por el brazo del asesino, que lo mantuvo en pie.
Rápidamente éste metió en el ascensor el cadáver, y tras él la bandeja, la taza y el bollo, sin preocuparse por la mancha de café que se esparcía por la alfombra, y pulsó el botón para bajar al garaje.
Tras asegurarse de que no había nadie cerca, sacó el cadáver, tiró el resto del desayuno a un contenedor de basura e introdujo el cuerpo en el coche con las llaves encontradas en los pantalones del hombre.
Llevando consigo el móvil del escolta volvió a tomar el ascensor. Nadie lo había visto, por fortuna, sobre todo para el que hubiese tenido la mala suerte de tropezarse con él. Abrió el móvil del muerto y examinó las llamadas hechas y las recibidas. Había un nombre que se repetía constantemente: Julio. Supuso que se trataba de su compañero. Seleccionó el número y pulsó el botón de llamada.
—Julio —dijo forzando la voz por el teléfono que mantenía alejado de la boca cuando descolgaron del otro lado—. Estoy en el ascensor con un tipo sospechoso.
—Román, ¿eres tú?
—¿Quién va a ser, si no? Sal y échame una mano. Es grande y no colabora.
Instantes después la puerta del apartamento de Martha se abrió y el segundo escolta asomó con precaución. Llevaba la mano derecha sobre la pistola, en la cintura. Inspeccionó el desierto pasillo antes de traspasar el dintel y cerrar la puerta a su espalda con cuidado.
—Román —llamó en voz alta.
—Aquí —contestó el asesino desde la zona de ascensores. Parecía como si el que hablaba estuviera haciendo un gran esfuerzo que le deformara la voz. Un esfuerzo como sujetar a un tipo grande que lucha por soltarse.
—Román, ¿estás bien? —preguntó el segundo escolta sin decidirse a separarse de la puerta.
—¡Sí!, pero ven de una vez y ayúdame —contestó la voz forzada.
Julio se debatía entre acercarse para ayudar a su compañero o seguir las normas y quedarse con su protegido. Aquella voz sonaba rara, pero no se le pasaba por la cabeza que alguien se hubiese hecho con el móvil de su compañero. Por fin el compañerismo ganó la partida y el guardaespaldas se aproximó al ascensor.
No llegó a ver a su atacante, que, escondido detrás de una columna, le arrojó el cuchillo con letal precisión. Antes de darse cuenta de que era hombre muerto, el asesino ya estaba a su lado, recogiendo su cadáver y llevándolo al ascensor para bajarlo al garaje a hacer compañía a su colega dentro del coche.
Libre del peligro que suponía la escolta de su objetivo, subió al apartamento para terminar su trabajo. Nada más salir del ascensor, el de al lado se detuvo con un suave timbrazo, abriéndose las puertas. El asesino se escondió en el tramo de escaleras y aguardó a que el inoportuno se fuera.
Pero el ocupante del segundo ascensor era la profesora con la que estaba liado el médico. Él tenía órdenes precisas al respecto. Arrimado a la pared meditó mientras la profesora entraba en la habitación. Aquello complicaba un poco su plan. Forzar la cerradura, entrar en la habitación y encargarse de los dos sin que se dieran cuenta del peligro era complicado y a él le gustaban los planes sencillos.
Sin duda no estarían encerrados todo el día. Podía aguardar a que salieran. En campo abierto resultaría más sencillo. Resuelto el problema se dispuso a esperar.
—No hay nadie en el pasillo —dijo Martha, sin decidirse a salir de la habitación.
—¿Y qué esperabas? —contestó Ludwig propinándole un pequeño empujón—. ¿Un ejército de periodistas tratando de obtener la instantánea en la que la célebre violinista abandona la habitación de un conocido gigoló?
—Ludwig, no es normal que tus guardaespaldas no estén aquí —repuso Martha.
—Tranquila, ya verás como están en el garaje, en el coche.
—Deberían estar aquí —insistió Martha.
Ludwig dejó que su amante dijera la última palabra y, cogiéndola con suavidad del codo, se encaminaron al ascensor. Martha andaba un poco envarada mirando cada hueco del pasillo. Examinó sin disimulo los tramos de escalera mientras aguardaban a que llegara el ascensor y mantuvo la alerta hasta que se abrieron las puertas. Entraron, pero ella se lo pensó antes de pulsar el botón.
—Quizá deberíamos volver a la habitación y esperar a que suban.
—De eso nada —contestó tajante Ludwig—. No voy a permitir que nos volvamos paranoicos. Bastante me molesta tener que llevar encima continuamente dos tipos como para preocuparme porque en mi propio alojamiento se hayan perdido un momento. Si no están en el garaje, subimos. Pero ya verás como están allí.
—¿Te importa al menos que bajemos por las escaleras?
Ludwig, de mala gana, accedió para no contrariarla. Molesto por las manías de su amante, descendió hasta la planta subterránea, donde Martha abrió con cuidado la pesada puerta insonorizada que daba al garaje y la volvió a cerrar, acompañándola con la mano para hacer el mínimo ruido posible. Ludwig no sabía si reírse o enfadarse por esas absurdas maniobras.
Se encontraban en un corto y estrecho pasillo que desembocaba en otra puerta similar a la anterior pero con un ventanuco redondo. Martha, antes de abrir ésta, se asomó al ojo de buey para escudriñar el interior del garaje. No vio nada extraño.
—¿Podemos salir ya? —dijo Ludwig acompañando las palabras con la acción.
La puerta tenía un muelle en la parte superior que tendía a mantenerla cerrada. El mecanismo tardó unos cuatro segundos en cerrar la hoja, tiempo suficiente para que la pareja llegara hasta el hueco de la escalera.
El asesino se vio sorprendido por el chasquido de la puerta al cerrarse. No la había oído abrirse y, para cuando reaccionó, se encontró con ambos asomando por su izquierda.
Era un experto y no tardó nada en sacar su arma de la sobaquera, apuntar y disparar el primer tiro, que, con un suspiro, salió por la bocacha del silenciador en dirección a la cabeza del médico, el cual aún no había logrado comprender qué estaba ocurriendo.
La bala se llevó un trozo del lóbulo de la oreja derecha de Ludwig. Martha, más alerta, había reaccionado en una fracción de segundo, echándose con los brazos extendidos encima del agresor y logrando aferrar la mano que empuñaba el arma. La desvió lo suficiente para que el disparo no acertara en su objetivo.
El asesino, furioso por la intervención de la profesora, le dio un puñetazo en el rostro con la mano que tenía libre, mandándola al suelo. Martha, catapultada hacia atrás, no soltó la presa de la mano que esgrimía el arma, lo que impidió al asesino hacer puntería de nuevo.
Ludwig logró reaccionar por fin y sin pensarlo cargó contra el hombre. Su metro ochenta y cinco y sus noventa kilos de peso se estamparon contra éste, haciéndole retroceder, con el equilibrio perdido, hasta chocar contra la pared. El violento impacto lo aturdió un poco, aflojando sus dedos en torno a la automática.
Ludwig, fuera de sí, cogió la cabeza de su atacante con ambas manos y la golpeó con saña contra la pared una, dos, tres veces, hasta que se calmó lo suficiente como para ver que el hombre sangraba y que había perdido el sentido. Con la respiración agitada y una expresión demente en el rostro, se puso de pie y miró el cuerpo, allí tirado pero con vida, del agresor.
Cinco suspiros en menos de un segundo abrieron otros tantos agujeros en el rostro del asesino. Ludwig, asombrado, se giró. Detrás de él, Martha, con el odio dibujado en su cara, empuñaba el arma con ambas manos. La mirada fría y despiadada de su amante asustó al médico.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Ludwig.
—Matar a este hijo de puta —contestó Martha con rabia.
—No hacía falta —repuso Ludwig—. Estaba sin sentido. Ya no era un peligro.
—Sí, sí que lo era. Ahora no lo es.
—¿Y qué le vamos a explicar a la policía?
—¿Qué quieres explicarles? —preguntó Martha—. ¿Hace falta explicarles algo distinto a lo que ha pasado? Este hijo de perra nos atacó y logramos quitarle el arma y matarlo ¿Qué más quieres explicar?
—¿Cinco disparos en plena cara a menos de un metro de distancia y el cráneo abierto a golpes? ¿Crees de verdad que lo considerarán proporcional?
—No lo sé —gritó furiosa Martha—. No soy policía. Sólo sé que ese tipo casi nos mata. ¿Quieres que me preocupe por él?
—Bueno. Tranquilicémonos —dijo Ludwig cogiéndose la cabeza con las manos—. Lo importante es que los dos estamos bien.
—Creía que te mataba —susurró Martha, temblando como una hoja. Soltó el arma y se abrazó a su amante.
—Pero gracias a ti sigo vivo —contestó Ludwig, más calmado—. Vamos. Creo que será mejor que subamos a tu apartamento y avisemos a la policía.
—¿El agresor estaba escondido en este hueco cuando ustedes llegaron y les disparó? —preguntó el inspector de la policía austriaca.
—Así es —contestó Ludwig.
—Es probable que su atacante aguardara el ascensor, pensando que ustedes bajarían en él, y lo sorprendieran al aparecer por las escaleras.
—Eso pensamos —repuso Ludwig, tocándose sin querer el vendaje que le habían puesto en la oreja tras haber desinfectado el lóbulo amputado.