Fuera del edificio se repetía el caos. Ambulancias y coches de bomberos competían por acercarse al lugar. Las escalas ya estaban levantadas, con las mangueras esparciendo agua. Por el suelo, como enormes serpientes, más mangueras iban de un lado al otro. Bomberos, sanitarios, policías y voluntarios se confundían con aterrorizados espectadores y músicos desorientados.
Simulando ser un músico más, sin la botella de oxígeno ni las gafas, de lo que no tardó en deshacerse al igual que del zumbador y de la navaja, fue dando tumbos con el preciado Piatti, tratando de evitar el agua y a los sanitarios, que insistían en que los acompañara a una ambulancia.
Una patada en la entrepierna a uno de éstos le permitió salir del círculo que rodeaba la pira en la que se había convertido el edificio, y perderse entre las sombras con el valioso violonchelo en sus brazos.
Martha fue la primera en darse cuenta de lo que estaba sucediendo al percatarse de que algunas personas se ponían en pie y señalaban la zona izquierda del escenario.
—Ludwig, hay humo dijo alarmada.
Saliendo de su ensimismamiento, el médico se puso de pie y calibró la situación. No tardaron los demás ocupantes de los palcos en imitarlo. Algunos, con menos calma, comenzaron a gritar y precipitarse hacia las salidas, haciendo caso omiso de las recomendaciones para conservar la calma transmitidas por la megafonía.
Pronto, los pasillos, que comenzaban a llenarse de humo, quedaron abarrotados de personas que trataban de salir, obstruyendo la huida. Los que venían detrás empujaban inclementes a los de delante, que eran aplastados contra las puertas, de manera que no podían abrirse del todo y cerraban toda escapatoria.
Los gritos de desesperación pronto fueron acompañados de agresiones en la lucha por escapar del espantoso final que todos veían llegar. La marea humana, atascada, comenzó a ondular.
—Ludwig, Ludwig —llamaba a gritos Martha, arrastrada por la muchedumbre.
—Martha, tranquila. Ahora te cojo —contestó Ludwig, tratando de acercarse a ella.
—No, es imposible. Vete, ya saldré yo —volvió a gritar Martha, cada vez más lejos.
Por más que luchaba Ludwig contra los que lo rodeaban, su amante se hallaba cada vez más lejos. Pronto la perdió de vista entre el mar de cabezas y cuerpos histéricos que comenzaban a sufrir las consecuencias de la humareda, que, como si fuese niebla, lo cubría todo.
Por fin, alguien situado cerca de las semicerradas puertas logró hacerse oír por encima del griterío:
—¡Atrás, atrás! ¡Hay fuego! ¡Las puertas están ardiendo!
La masa inconsciente tardó en hacerse cargo de la nueva situación y comenzó un movimiento de retroceso, aprovechado por el avispado que había gritado, para terminar de abrir las puertas y salir a las escaleras.
Ludwig se vio envuelto en el movimiento de retroceso primero y en el de avance hacia las escaleras después. A duras penas logró mantenerse en pie, luchando contra la marea que trataba de arrastrarlo. Repartiendo empujones, alcanzó una de las paredes, donde se hizo fuerte, a la espera de que pasaran las oleadas y retroceder hacia donde había visto por última vez a Martha.
Una azafata con el traje desgarrado y el largo cabello revuelto trató de usar a Ludwig como si fuese un ancla para no caer al suelo y ser pisoteada. El médico la agarró de la melena cuando ya estaba a punto de perder el equilibrio y la atrajo hacia sí. Cuando la aterrorizada chica ya se encontraba estable le dejó la columna que él había ganado y empezó a nadar contra corriente. En el suelo, cuerpos desmadejados luchaban, los que aún mantenían el sentido, por ponerse en pie a pesar de que la manada los pisoteaba.
Ludwig llegó hasta el pasillo que daba al escenario. En esos momentos se hallaba casi solo. A su alrededor había, aquí y allá, espectadores, algunos ya muertos, posiblemente a causa de la asfixia causada por el humo o por la muchedumbre. El fuego rugía acallando los gritos de pánico. Lenguas ígneas lamían cortinas, asientos y todo lo que encontraban a su paso antes de devorarlo.
Ludwig sabía que no le quedaba demasiado tiempo. El aire carecía de oxígeno, la visibilidad era prácticamente nula y la temperatura comenzaba a ser peligrosa. ¿Dónde estaría Martha? Iba mirando a los caídos por si se encontraba entre ellos. Aquello se estaba convirtiendo en un horno y resultaba del todo imposible localizar a alguien entre aquel caos.
En ese momento una de las pocas ventanas que quedaban enteras estalló a consecuencia del chorro de agua de los bomberos. Ludwig se quedó mirando al techo, aguardando a que el agua lo refrescase. Fue inútil. Con el calor, ésta se evaporaba antes de llegar a tocar el suelo, ocasionando el mismo efecto que una sauna.
Rindiéndose a la evidencia de que era imposible encontrar a nadie en aquel infierno y rezando para que Martha estuviera a salvo, buscó una salida. Con gran estruendo una viga se desprendió, derribando un tabique. Ludwig, armándose de valor, escaló el montículo de escombros y pasó al otro lado, hacia el pasillo. Allí había más cuerpos tendidos, algunos en posición fetal. La temperatura y el humo resultaban insoportables.
Sabiendo que cada momento perdido lo acercaba más a la muerte, el médico aguantó la respiración y, reptando por el suelo, se acercó hacia lo que suponía era el vestíbulo de entrada. Un muro de fuego se interponía en su camino. Ludwig, exhausto, miró a su alrededor. A su derecha había, aún incólume, una puerta de madera que daba acceso a uno de los palcos.
Haciendo un esfuerzo titánico logró sacar la puerta de sus goznes. Por todos lados las llamas se alzaban, cortando cualquier retirada. En el aire cubierto de humo, que, debido a alguna corriente se retorcía con furia, destacaba el olor a carne quemada.
Otra viga desprendida del techo en llamas lo golpeó en la espalda, haciéndole caer al suelo. Llorando de dolor y por el humo que le abrasaba los ojos, consiguió incorporarse a pesar de tener la espalda medio paralizada. A la dificultad de respirar causada por la escasez de oxígeno en el aire, se unió la causada por el pinchazo en la espalda cada vez que trataba de llenar los pulmones.
Trató de serenarse. Tras el muro de fuego tenía que estar la salida y necesitaba de toda su fuerza para levantar la puerta que había desencajado, echarla a modo de tabla de salvación sobre las llamas y gatear por encima rápidamente antes de que la reseca madera prendiera. En su mente no había lugar para la posibilidad de que al otro lado del muro de fuego hubiera otra cosa que no fuese la salida.
Reuniendo sus escasas fuerzas y llenando los pulmones con el aire empobrecido, tiró la puerta sobre el fuego y se arrastró sobre ella todo lo rápido que pudo.
Casi sin sentido, fue levantado por el esfuerzo conjunto de un bombero y un hombre sin uniforme, que lo trasladaron a la ambulancia más cercana. Allí, una sanitaria le colocó sobre el rostro una mascarilla de oxígeno y el organismo de Ludwig sucumbió ante las tinieblas de la inconsciencia.
En el interior de una furgoneta de reparto alquilada y sin distintivos, Etzel examinaba el violonchelo depositado sobre una manta. Hacía rato que había comprobado su autenticidad y estaba tratando de establecer si el instrumento presentaba algún deterioro causado por el humo o por las altas temperaturas.
No creía que hubiese sufrido golpes. Lo había mantenido en todo momento dentro de su campo visual y defendido con su cuerpo cuando la muchedumbre se echaba encima. Más difícil resultaba saber si el humo lo había afectado. La exposición había sido corta, pero aquellos instrumentos eran de una delicadeza extraordinaria. En apariencia se encontraba en perfectas condiciones. Para una comprobación más exhaustiva tendría que hacerlo sonar pero resultaría aventurado. Alguien podía extrañarse al oír un violonchelo dentro de una furgoneta estacionada en los alrededores del palacio de la música, que en esos momentos se consumía por las llamas.
Metió el instrumento en un estuche de metal provisto de un sistema de presurización. De esta forma no sufriría cambios de presión durante el trayecto. Después, sujetó el estuche a ambos costados de la furgoneta con fuertes gomas de las utilizadas por los ciclistas para llevar objetos en la parrilla de la bicicleta, de forma que el estuche quedaba apoyado en el suelo pero aislado de las paredes.
Tras tapar todo con unas mantas, se puso al volante, arrancó la furgoneta y abandonó tranquilamente el lugar, cediendo el paso a los furiosos vehículos de bomberos, policía, periodistas y a las ambulancias, que entraban y salían del perímetro de seguridad.
De forma pausada, para no llamar la atención, condujo hasta el otro lado de la ciudad y aparcó cerca de una iglesia. Un vistazo le indicó que no había nadie a la vista y aprovechó para pasar a la parte de atrás de la furgoneta.
Soltó las gomas que sostenían inmóvil el estuche, amontonó las mantas en una esquina, y tomó un rollo de plástico de burbujas de los utilizados para envolver objetos delicados. Cubrió con él el enorme y pesado estuche. Después tomó, de uno de los lados de la furgoneta, donde se hallaban sujetas, varias tablas de madera y las ensambló, montando una especie de sarcófago, donde metió el ahora irreconocible estuche metálico, y cerró la tapa. Volvió a colocarse tras el volante y arrancó.
Diez minutos después se detenía de nuevo, ante el portón de una empresa de mensajería urgente. Dos empleados transportaron bajo su supervisión el paquete hasta otra furgoneta.
No era la manera habitual de entrega. El uso de una empresa de transportes en vez de una anónima taquilla en un aeropuerto o estación de tren entrañaba más riesgos, ya que resultaba más fácil de rastrear, pero el tiempo apremiaba.
—No se preocupe dijo la chica de recepción. El paquete estará allí mañana por la tarde. Nos aseguraremos de que no sufra ningún desperfecto.
Etzel lo agradeció con una sonrisa y abonó el importe correspondiente. Después montó en su furgoneta y la llevó al garaje donde la había alquilado. Tras deshacerse de ella buscó por las cercanías una cabina telefónica.
Un par de individuos de rostro inquietante con los que se cruzó de frente le echaron una mirada de arriba abajo ante su indiferencia. Uno de ellos debió de ver algo amenazador ya que, para su propia fortuna y la de su compañero, ambos pasaron de largo.
Dos manzanas más allá, Etzel consiguió encontrar una cabina. Marcó un número de memoria y esperó hasta que dio tres tonos antes de colgar. Aguardó un momento y volvió a hacer lo mismo. En esta ocasión fueron cuatro los tonos que dejó pasar antes de colgar. El mensaje estaba dado. La primera llamada era para identificarse y la segunda para comunicar el resultado: cuatro tonos quería decir que el nazi podría recoger su paquete en la oficina de la empresa de transportes convenida en doce horas. Si algo hubiese salido mal, sólo hubiese dejado sonar dos veces el teléfono.
—¿Ludwig? —preguntó la voz cuando el médico respondió a su móvil, que sonaba en casa de Martha—. ¿Eres tú? ¿Te encuentras bien?
Ludwig trató de despertarse. Estaba tumbado en la cama. Tenía un fuerte dolor de cabeza y el cuerpo parecía pesarle una tonelada. Su espalda se quejaba dolorosamente con cada movimiento que hacía. Le costaba pensar y no estaba muy seguro de qué había sucedido ni de dónde se encontraba. El cóctel de antiinflamatorios, analgésicos y sedantes que se había administrado lo tenían desorientado.
Incorporándose recordó que, tras haber perdido el sentido, medio asfixiado en la ambulancia hasta la que fue llevado, había sido trasladado a un hospital, donde recibió una ración extra de oxígeno. Horas después, en parte restablecido, había insistido para que le permitieran marcharse. Teniendo en cuenta la necesidad de camas que el hospital tenía y dada la cantidad de heridos e intoxicados provenientes de la calcinada sala de conciertos, no le hizo falta gastar mucha energía para convencerlos.
Sus preocupados escoltas lo trasladaron hasta la casa de Martha, lo ayudaron a acostarse y ellos también se dispusieron a descansar de la agitada noche en los sofás de la salita.
—¿Me oyes, Ludwig? ¿Te encuentras bien? —preguntó preocupada la voz.
—¡Martha! —exclamó el médico, despejándose de golpe—. No te había reconocido. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
—Sí, sí, estoy bien, no te preocupes. Ahora mismo acabo de salir de un hospital donde he estado toda la noche. No, no te preocupes. De verdad que estoy bien. Inhalé demasiado humo antes de poder salir del edificio y me llevaron en ambulancia a un hospital. Me he despertado hace una hora. Y tú, ¿cómo estás? Estaba muy preocupada. Me arrastraron por un pasillo y no podía volver. Fue espantoso. Había personas que se caían y la gente pasaba por encima de ellas. Yo misma pisé a una señora mayor que trataba de levantarse. No pude evitarlo. La gente me empujaba por detrás. Casi tropiezo y me caigo yo también. Por suerte me agarré a un señor que iba delante. Ha sido espantoso, no he pasado más miedo en mi vida. Creía que íbamos a morir allí mismo. En el hospital me han dicho que han muerto varias personas. Temía que tú fueras uno de ellos. ¿Cómo estás? ¿Cómo lograste salir?
—Estoy bien, de verdad —dijo Ludwig en cuanto logró encontrar un hueco en el precipitado monólogo de su nerviosa amante—. También me tuvieron que poner oxígeno, pero enseguida me dieron el alta y me trajeron a tu apartamento. ¿Dónde estás ahora?
—No sé cómo se llama este hospital, pero en cuanto cuelgue cojo un taxi y voy para casa. No te muevas de allí. Tengo muchas ganas de verte. Enseguida llego.
Media hora más tarde ambos se fundían en un desesperado abrazo. Ludwig, sorprendido por la intensidad de la reacción de Martha, acariciaba su cabello y le hablaba al oído para tranquilizarla. Él mismo se encontraba alterado. Ahora empezaba a ser consciente del peligro que habían corrido.
En la última semana había escapado por dos veces de una muerte segura y violenta. Realmente, desde que descubriera su domicilio en Ginebra asaltado, de eso hacía por lo menos cuarenta años, los sucesos, casi todos desgraciados y brutales, se habían atropellado.
—¿De verdad que estás bien? —preguntó Martha buscándole la mirada con sus desconcertantes ojos grisazulados—. He pasado tanto miedo. Cuando me he despertado esta mañana en el hospital he preguntado por ti, pero nadie me sabía decir nada. Cuando has respondido se me ha abierto el cielo.
—Estoy bien, cariño —contestó Ludwig—. Ya ha pasado todo. Estamos los dos bien. No te preocupes.