—De hecho fue ella quien los robó —contestó Schäuble—. Por encargo mío, claro.
—¿Por qué? —preguntó Ludwig al borde de las lágrimas. Su fortaleza mental se estaba derrumbando. Lo que no había conseguido el guardaespaldas apuntándolo con la pistola, lo había hecho el anciano con sus palabras.
—¿Por qué? Pensaba que ya lo habría adivinado —se asombró el nazi—. Porque le pagaba. Yo necesitaba esos instrumentos y ella me los podía proporcionar, así que la contraté.
»Verá. Cuando identifiqué los instrumentos que precisaba, tuve que buscarlos. No fue fácil. Algunos, como el que estaba en poder de su tío, se encontraban en paradero desconocido. Después traté de comprarlos. Ya imaginará que el dinero no supone un problema. Pero necesitaba alguien que pudiera llevar a cabo las negociaciones. Yo no podía viajar, ya no. El que fuera debía ser un auténtico profesional que supiera distinguir si se trataba de un original o de una buena imitación.
—Y qué mejor experto que Martha —apuntó Ludwig con voz grave.
Poco a poco iba entendiendo algunas cosas, como las extrañas desapariciones o el alto poder adquisitivo del que disfrutaba su amante.
—Así es. Mi hija sabía casi tanto de los stradivarius como yo. Al fin y al cabo se trataba simplemente de cerrar una transacción económica.
»Pero el asunto se complicó. Los vendedores se echaron atrás. Aparecieron competidores interesados en el instrumento.
El viejo rió con tono cascado mientras su hija se mantenía callada, apuntando al guardaespaldas.
—¿Sabe? —dijo el nazi observando con una sonrisa irónica a Martha—. En aquella ocasión descubrí a mi maravillosa hija. Demostró unas habilidades para mí desconocidas hasta entonces. Se deshizo limpiamente de aquellos cretinos y regresó con el instrumento y el dinero. De los vendedores nunca se volvió a saber. ¿Qué le parece? Ella, tan bella y frágil.
»¿Recuerda el Piatti? ¿El violonchelo que robaron la noche en la que ardió todo el edificio del Musikverein y murieron varias personas, donde usted presenciaba un concierto en compañía de mi hija? Fue ella, naturalmente, la que ocasionó el fuego. Una exageración, a mi entender, producto de las prisas. En las últimas semanas había cambiado mucho y me temo que usted es el culpable.
Por la cabeza de Ludwig pasaron las escenas estremecedoras padecidas en el auditorio vienés. La gente aullando, los cadáveres tirados. El olor a carne quemada. La desaparición de su acompañante durante la confusión y la posterior reaparición al día siguiente como si nada hubiese ocurrido.
Estas imágenes fueron sustituidas por el rostro bondadoso del rabino Menasés. Su mente se revelaba ante la idea de que la culpable de todo aquel dolor fuese la mujer que amaba.
Mientras, el nazi decía, dirigiéndose a la silenciosa Martha:
—Sospecho que mis hombres están muertos, ya que has conseguido llegar hasta aquí. ¿Los técnicos del laboratorio también? Seguro que sí —se contestó el viejo ante el silencio de su hija, que no se había movido en ningún momento—. No me extrañaría que hubieses matado a algún niño. No sería la primera vez que lo hicieras, ¿verdad?
—Pero alguien trató de matarnos a nosotros, dos veces —protestó Ludwig con la cabeza en una nube, tratando de aferrarse a un resto de lógica.
—Martha recibió mi encargo de matarlo a usted. Su sensiblería se lo impidió y pensó que, dándole un susto, usted abandonaría este asunto. Para que nadie sospechara, fingió que a ella también la habían atacado.
»Como comprenderá, esta solución no era suficiente para mí, así que contraté a otro sicario para que hiciese el trabajo. Usted llegó a conocerlo. Era el que Martha mató cuando él estaba a punto de hacer lo mismo con usted.
La naturalidad con la que el viejo nazi confesaba haber atentado contra él perturbaba aún más a Ludwig, que rememoraba abatido los instantes previos al ataque sufrido en el hotel madrileño: el libro de fotocopias que ella le había introducido entre la camisa y la cazadora, su interés por saber si él llevaba el chaleco antibalas, cómo había fingido haber olvidado en la habitación su teléfono móvil para poder adelantársele y esperarlo en el garaje, mientras él pedía al recepcionista una inexistente carta. La falda larga y la cazadora cerrada, inhabituales en ella, que habían servido para esconder la ropa negra que vestía al dispararle.
Entre tanto el anciano continuaba disfrutando de la ocasión:
—Imagino que, viendo que el tiempo apremiaba, mi querida hija se precipitó e ideó un descabellado plan para hacerse con el Piatti, con el resultado que conocemos.
—Entonces, fue Martha la que mató a mi tío y al rabino —reflexionó Ludwig recordando que el día en que el anciano judío había sido atacado tras almorzar con ellos, Martha se había ausentado también.
—Así es —confirmó Schäuble—. Lo del judío fue idea suya. Me dijo que el maldito rabino estaba empeñado en descubrirme y que era mejor que nos deshiciéramos de él. A mí me daba igual, pero prefería no atraer la atención sobre este asunto. Silenciar a la policía española y a la Interpol nos había costado demasiado esfuerzo como para arriesgarnos. Sin embargo Martha estaba convencida de que su amigo estaba a punto de identificarla y nos podría dar problemas. Con su tío se ensañó. El viejo ladrón no quería decir dónde guardaba el violín y al final la convenció de que lo tenía usted.
—Por eso entraron en mi casa y en mi consulta —dijo Ludwig.
—Sí. Pero usted no lo tenía y ella quedó en evidencia por dejarse engañar. —El anciano emitió una risita seca—. El viejo pagó con creces el embuste, según tengo entendido.
Ludwig estaba horrorizado con el desapasionamiento del nazi y con la idea de que Martha hubiese podido cometer semejantes atrocidades. Por un momento la miró, pero enseguida desvió la mirada. Le resultaba demasiado doloroso.
—¿Cómo pudiste hacer algo así?
—¿Matar por dinero? —preguntó el nazi, ante el silencio de Martha—. No se engañe. Es más fácil de lo que pueda parecer. Todas esas tonterías sobre el respeto a la vida humana que les enseñan en las escuelas y en las iglesias no sirven para nada. El hombre actual es un depredador. Ha nacido para cazar. Su supervivencia es a costa de la muerte de sus enemigos. ¿Por qué razón debe ser distinto matar un ciervo que a una persona? El ciervo sirve para comer y el dinero obtenido al matar una persona también. Matar o morir, ésa es la elección. Martha escogió ser de los fuertes.
—No, usted la convirtió en un monstruo —repuso Ludwig chirriando los dientes.
—¿Yo? —contestó sorprendido el nazi—. Yo no la obligué. Sólo le encargué un trabajo al que ya se dedicaba.
—Usted me crió como a un perro —habló por fin Martha, mascullando las palabras—. Nunca me perdonó no haber nacido varón. Me ignoró y volvió loca a mi madre porque no le podía dar más hijos, hasta que ella se suicidó.
Apretando los puños, Ludwig, furioso, se debatía en su interior. Deseaba levantarse, agarrar a aquel miserable por el cuello y apretar hasta que la vida lo abandonara, pero no podía.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Schäuble a su hija—. Quedan cuarenta minutos para que sea la hora. Tenemos todos los instrumentos preparados. Es el momento de hacer Historia. El momento de arreglar todo lo que el hombre descompuso. Tenemos la obligación de armonizar el Universo.
—Quiero asegurarme de que no continúa con la idea de matarlo —contestó Martha sin inflexiones en el tono, como si fuese un autómata, señalando con la mirada a Ludwig—. Me llevaré la Biblia. Será nuestro seguro de vida.
El viejo se rió echando la cabeza para atrás sobre el respaldo de la butaca.
—Vaya, vaya. Así que te has enamorado del doctor. Y yo que siempre pensé que no tenías corazón. Bien, bien. Se hace tarde. ¿Qué te parece si os dejo marchar a los dos y me quedo la Biblia?
—No sería una garantía. Puede volver a intentarlo más adelante.
—No hay más adelante, hija. Dentro de un momento nada de esto habrá ocurrido jamás.
En ese momento el guardaespaldas, aprovechando que Martha estaba pendiente de su padre, sacó un revólver de la funda que llevaba en la cintura y disparó.
Martha había visto la maniobra en el último instante, y disparó unas milésimas de segundo demasiado tarde. El impacto causado por la munición blindada usada por el escolta la catapultó contra la pared, destrozando el ventanal.
En medio de las dos ensordecedoras detonaciones, Ludwig vio cómo Hermann también caía herido a causa de un balazo en el costado izquierdo. Con un grito, el médico corrió hasta Martha, que, desplomada en el suelo, boqueaba tratando de coger aire con dificultad.
—Martha, no te muevas. Intenta respirar despacio.
Mientras hablaba, Ludwig le arrancaba la camisa para ver la herida. Debajo de la clavícula izquierda, de un feo agujero manaba a borbotones una fuente roja. Ludwig hizo presión sobre la herida con las manos ensangrentadas, a la vez que continuaba diciendo frases sin sentido, destinadas más a tranquilizarse él mismo que a que lo hiciera Martha, ya medio sumida en la inconsciencia.
El médico, temiendo lo peor, se quitó la camisa y la colocó doblada sobre la herida, sujetándola con su propio cinturón, bien apretado.
Las boqueadas de Martha se espaciaban cada vez más, hasta que cesaron del todo. Ludwig, con su oído sobre el pecho de la mujer, escuchó. No oía nada.
Con los puños cerrados, golpeó con fuerza el esternón de Martha y volvió a auscultarla. Nada. Otros dos golpes sólo ofrecieron como resultado el crujido de alguna costilla. Pero el corazón no latía.
Ludwig, llorando como un niño, colocó los brazos extendidos sobre la mitad inferior del esternón, apoyó el talón de una de las manos tres dedos por encima del final del hueso, la otra mano sobre la primera, y comenzó a realizar compresiones. Cada quince compresiones insuflaba dos veces aire en los inertes pulmones.
A sus espaldas la tragedia tampoco había terminado. El nazi, viendo la situación, pretendía huir. Con Dreifuss tratando de devolver la vida a su hija, nada le impedía escapar. Se acercaba la hora. Llamaría a los niños, que ya estarían despiertos, y se encerraría con ellos en la sala dodecaédrica. Allí culminaría su plan según lo calculado.
Schäuble, con la Biblia de Stradivarius en la mano, se encaminó hacia la puerta, pasando sobre el cuerpo de su fiel guardaespaldas. En ese momento una mano se cerró en torno a su pierna. Incrédulo, el viejo se giró. Hermann no estaba muerto. La herida sufrida no había sido fatal y se estaba recuperando.
Apretándose el agujero hecho por la bala, Hermann se incorporó, colgándose de la ropa de su protegido.
—¿Qué haces? —gritaba Schäuble—. ¡Suéltame!
A lo lejos se oían unas sirenas que iban acercándose.
—Hay que marcharse —logró articular el escolta, aguantando el dolor.
—Pero ¿qué dices? —respondió el nazi, intentando zafarse—. Ya casi es la hora. Debo subir al auditorio. ¡Tengo que finalizar el proyecto!
—No hay tiempo. La policía está al llegar. Tenemos que irnos. Hay que poner a salvo la Biblia.
—¡No! No puedo abandonar ahora. No habrá otra oportunidad, ¿no lo entiendes?
—Sí la habrá —respondió jadeando el guardaespaldas—. El año que viene, o el siguiente.
—¡Pero yo no puedo esperar! No viviré hasta el próximo año…
De pronto Schäuble comprendió lo que quería decir su ayudante. Salvar la Biblia y volver a intentarlo otro año… ¡pero sin él! Hermann no lo protegía a él sino al proyecto.
Su
proyecto, el de Friedrich Schäuble, al que había dedicado más de media vida.
Con un grito de rabia, el viejo consiguió soltarse del agarrón y se esforzó en ganar la puerta. Pero el guardaespaldas, aunque herido, era más joven y fuerte que él y le dio alcance. Los dos hombres forcejearon por el libro, que Schäuble defendía con uñas y dientes.
Las sirenas cada vez estaban más cerca y, a través del ventanal roto, ya se veían los reflejos de los destellos que iluminaban fantasmagóricamente el despacho.
El guardaespaldas sabía que no tenía tiempo que perder. Sus instrucciones eran claras. Defender y ayudar al viejo hasta culminar el proyecto. Pero en última instancia lo prioritario era esto último.
El viejo estaba perdido. Y él también si no se daba prisa. No abrigó un instante de duda. Se agachó, recogió del suelo su arma y, a dos palmos del nazi, le disparó entre los ojos.
La munición de su automática Steyr, la Remington Golden-Saber nueve milímetros de punta expansiva, tuvo el mismo efecto que el de un rifle de caza mayor sobre una sandía demasiado madura. La cabeza del viejo reventó.
El cuerpo aún se mantuvo un par de segundos de pie, como si no le hubiese llegado la noticia de su muerte. El guardaespaldas se pasó el brazo por la cara para limpiarse los restos de sangre, hueso y sesos, arrancó la Biblia de manos de Schäuble y desapareció por la puerta.
Ludwig había permanecido ajeno a todo el drama hasta el momento en que sonó el disparo. Girándose, y dejando por un momento las maniobras de reanimación, vio horrorizado el cuerpo descabezado del viejo, todavía en pie. El escolta, a su lado, guardaba mecánicamente su arma en la funda y arrancaba de las manos del viejo la manoseada Biblia.
Se oían gritos por la escalera. Niños llorando, tutores dando voces y policías, que ya se encontraban dentro del edificio, impartiendo órdenes para que todos se tiraran al suelo y permanecieran quietos.
Instantes después los
carabinieri
, fuertemente armados, entraron en el despacho del viejo nazi, encontrándose con Ludwig atendiendo a su amante que ya había recuperado la actividad cardiorrespiratoria.
El médico fue separado sin miramientos y obligado a sentarse en la silla donde minutos antes había permanecido escuchando las teorías del nazi, cuyo cuerpo se ocupaban de tapar otros
carabinieri
. Sanitarios provistos de enormes botiquines entraban a la estancia y se encargaban de atender a Martha.
Un policía, en cuclillas frente a Ludwig, le preguntaba en inglés si era el doctor Dreifuss, pero éste, petrificado, se mostraba incapaz de responder. Otro agente le sacó la cartera y examinó su documentación. Comprobada su identidad, el superior dejó al médico en manos de su subalterno y se alejó.
Ludwig, en estado de shock, fue acompañado hasta una ambulancia. A su alrededor una marabunta de policías y sanitarios atendía a espantados niños y adultos. Martha, sujeta por cinchas a una camilla, con una bolsa de suero colgando y una mascarilla de oxígeno sobre la boca, fue introducida en otra ambulancia, que arrancó nada más cerrarse las puertas y se perdió en la oscuridad con el ruido de la sirena.