Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia
.
Génesis 28; 13
En algún lugar, sobre el arco iris; muy en lo alto, existe una tierra que soñé
…
Over the rainbow
, de la película
El Mago de Oz
MARTES 23 DICIEMBRE.
ORILLAS DEL PO. CREMONA
L
a monstruosa grúa gemía tratando de sacar del fondo del río algo que los bomberos, utilizando trajes de neopreno, botellas de oxígeno y potentes focos, habían enganchado. La expectación era enorme. Los
carabinieri
habían tenido que acordonar con cinta y numerosos agentes la zona, para que los equipos de salvamento pudieran trabajar con tranquilidad.
A Ludwig le habían permitido el paso hasta la misma orilla. El médico tenía unas espantosas ojeras, ya que no había logrado dormir nada desde la noche del sábado, en el apartamento de Martha. Se encontraba inmerso en una especie de pesadilla, en la que nada era real, ni la desaparición de su amante, ni el posterior reencuentro en el despacho del trastornado nazi, ni mucho menos lo ocurrido posteriormente.
Tras la llegada de la policía a la escuela los niños habían sido trasladados a sus hogares, previo reconocimiento médico. Los cadáveres, siete en total, cuatro de los matones que vigilaban el edificio, los dos técnicos del laboratorio y el del descabezado nazi, fueron retirados al depósito para realizar las correspondientes autopsias. Profesores y tutores fueron citados en las dependencias policiales para tomarles declaración, pero pronto quedó claro que no tenían la menor idea de lo que se había estado cociendo.
Los valiosos instrumentos habían sido trasladados en medio de fuertes medidas de seguridad a un lugar seguro en Roma, donde aguardarían para ser devueltos a sus respectivos dueños. Por último, la escuela había sido precintada a cal y canto.
Martha había sido trasladada con un hilo de vida en ambulancia y Ludwig, tras ser examinado y pasar un breve y preliminar interrogatorio, fue acompañado en un vehículo patrulla al hotel en el que había reservado habitación al llegar a la ciudad.
Pero el médico no había logrado conciliar el sueño y cuando resultó evidente que no iba a poder dormir, se presentó en comisaría con la intención de averiguar a qué hospital había sido trasladada Martha. Allí lo aguardaba una sorpresa.
—Resulta asombroso la inmensa fuerza que tienen esas máquinas, ¿no le parece doctor? —preguntó el inspector Herrero con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo mirando al operario que movía las palancas, siguiendo las instrucciones de los bomberos, medio sumergidos en el río.
El policía español se encontraba en la comisaría la mañana del lunes, cuando Ludwig se había presentado para preguntar por el paradero de su amante. Con la discreción que lo caracterizaba, se había hecho rápidamente cargo del estado de ánimo en el que se encontraba el médico. Había cogido del brazo a Ludwig, que no ocultaba su sorpresa y alegría al verlo, y lo llevó a una cafetería próxima para tomar un
espresso
, alejados del jaleo.
—Quería preguntarle algo, doctor Dreifuss —dijo el inspector—. Según me han informado mis colegas italianos, usted les dijo que el señor Schäuble sostenía entre sus manos, cuando habló con él, la famosa Biblia de Stradivarius. ¿Está seguro de que se trataba de esa Biblia?
—Sí. El nazi me la mostró. Allí estaban escritos los nombres de los instrumentos y la supuesta fórmula secreta. Aquel libro tenía muchos años, manchas de humedad y de tierra y estaba muy manoseado. Si era una falsificación parecía muy buena.
—No. Es muy probable que no se tratara de una falsificación. Verá, cuando la policía italiana ha registrado el edificio no ha aparecido esa Biblia por ningún lado. Han registrado también la mansión donde vivía Schäuble y nada.
—Ya les dije que se la llevó el guardaespaldas de Schäuble.
—Cierto —concedió Herrero con un gesto tranquilizador—, lo dijo. El guardaespaldas disparó contra su jefe, le quitó la Biblia, malherido, y después escapó. El problema es que ese hombre tampoco aparece. Los
carabinieri
sostienen que su huida resultaba imposible. Ya sabe, corporativismo. Nadie quiere admitir haber hecho mal su trabajo.
—¿No me estará acusando de haber sido yo quien se la llevara? —preguntó sorprendido Ludwig.
—No, doctor Dreifuss. No podría habérsela quedado aunque hubiese querido. Los policías que lo atendieron están seguros de que usted no llevaba nada encima ni escondido entre la ropa.
—¿Y cómo lo saben? —volvió a preguntar aún más sorprendido Ludwig.
—Lo registraron. Según me dijeron los agentes, estaba usted en estado de shock y no fue consciente. Tenían que asegurarse de que usted no iba armado, compréndalo. Nadie sabía con qué se iban a encontrar.
—No hay ficha policial del tal Hermann, sus huellas no están registradas. Todo parece indicar que detrás de Schäuble se encontraba una organización a la que pertenecería su escolta. Viendo que su protegido estaba perdido, decidió llevar la Biblia a sus jefes.
—¿Me está diciendo que esta pesadilla no termina aquí?
—No, no —repuso tranquilizador el policía—. Los instrumentos se hallan a buen recaudo. Sin ellos la Biblia de Stradivarius no sirve de nada. En cualquier caso para usted todo ha acabado.
—Pero alguien puede volver a intentar reunirlos.
—Es cierto —concedió Herrero—, pero le va a resultar difícil. Esos instrumentos van a estar muy vigilados a partir de ahora.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Qué pasará cuando se cansen de vigilarlos o tengan mejores cosas que hacer?
El policía se encogió de hombros.
—Esperemos que antes aparezca esa Biblia.
—Al rabino Liebnitz le hubiese gustado que la destruyéramos —dijo Ludwig—. Por cierto, ¿cómo se encuentra?
—Ha muerto —contestó Herrero con un suspiro—. Cuando hablé con el comisario Martín, mi jefe, de lo que estaba ocurriendo y del peligro que usted corría, él, muy a su pesar, tuvo que solicitar un permiso especial y se puso en funcionamiento toda la maquinaria para estos casos. Yo tenía sospechas fundadas de que la Interpol no era ajena a todo esto y dudaba de mis propios superiores, así que no me quedó más remedio que llevar las gestiones personalmente. Mi querido comisario es un poco capullo, si me perdona la expresión, pero no es ningún tonto. Sabía que podía quedar en evidencia si no me prestaba atención.
»Mientras llegaba la autorización para viajar a Italia tuvo lugar este desenlace, del que fui informado. Ya no era necesario que viajara, pero el comisario me debía una y yo quería ver sobre el lugar cómo quedaba la situación y cómo estaba usted. Antes de abandonar Madrid me acerqué al hospital. Había ido un par veces antes y no se observaba ningún cambio. A pesar de ello le contaba al rabino los pequeños avances en la investigación. Ignoro si podía escucharme, pero me servía para despejar la mente.
»Cuando fui por última vez, antes de coger el avión, se encontraba igual que siempre, los mismos tubos, las mismas constantes. Todo igual. Le conté el desenlace de la historia.
El policía guardó silencio mirando el horizonte. Ludwig aguardaba expectante a que continuara.
—¿Y?
—Verá. Usted es médico y yo un simple policía, así que me da un poco de vergüenza contarle el resto.
Ludwig le urgió para que lo hiciera.
—El caso es que cuando terminé de contarle lo ocurrido el rostro del rabino pareció distenderse. Sí, ya me dijeron los médicos que lo atendían que era imposible que el rabino pudiera escucharme, pero le prometo, doctor, que el rabino relajó el rostro, dio un suspiro a través de todos aquellos tubos, y murió plácidamente.
Ludwig se había quedado sin saber qué decir. Su experiencia como médico le decía que el policía se equivocaba, que la muerte del rabino en ese momento había sido sólo una coincidencia. Pero después de todo lo ocurrido ya no estaba seguro de nada.
—Parece que se han enganchado los cables —comentó Herrero—. ¿Sabe? Cuando era pequeño mi padre me solía llevar a pescar durante el verano. Recuerdo que algunas veces me tenía que ayudar para poder sacar el pez del agua. Igual que le sucede a esa grúa.
En ese momento regresaron a la superficie dos buzos, que se acercaron a la lancha donde estaba el sargento de bomberos y se quitaron las máscaras. Hablaron desde el costado de la embarcación con su jefe y éste dijo unas palabras por el radio transmisor.
Una columna de humo negro brotó de la chimenea de la imponente grúa cuando el operario la aceleró y comenzó a recoger el cabestrante. Los curiosos mantenían el aliento, esperando. Ludwig miraba como hipnotizado la superficie del agua.
Lo primero que apareció fueron los extremos de las cinchas y tras éstas la accidentada ambulancia chorreando agua y lodo. El público comenzó a vitorear y aplaudir mientras la pluma elevaba sobre sus cabezas el vehículo sanitario y rotaba para depositarlo sobre la carretera, cortada al tráfico. De vez en cuando, pequeños objetos caían de su interior, siendo recogidos por algún hábil y curioso coleccionista al que la policía rápidamente se los confiscaba.
—¿Cree posible que continúe con vida? —preguntó Ludwig siguiendo con la mirada el vuelo de la ambulancia.
Herrero se quitó el sombrero y jugó con él, mientras reflexionaba.
—No lo sé —respondió al fin, encogiéndose de hombros—. Se encontraba muy mal, usted mismo lo dijo. La caída al agua no ayudaría. Sin embargo, no han aparecido más cadáveres que el del conductor, ya que éste llevaba el cinturón de seguridad puesto. Los buzos no han encontrado ningún otro. Tampoco han podido localizar la botella de oxígeno a la que la señorita Mazowiecki estaba conectada. El conductor tenía el cuello roto, pero el forense no sabe si es resultado del accidente o provocado.
—¿Y usted qué cree?
—Creo, doctor, y perdone que le dé este consejo, que debería olvidarla. Sé que es un momento duro para usted, pero debe aceptar que no pudo hacer nada. No se martirice.
—¿No? —preguntó irónico Ludwig—. Dormí con esa mujer, la llegué a amar y ella me correspondió. ¿Cómo no me di cuenta de lo que estaba sucediendo? Si hubiese estado atento, podría haberla ayudado.
—No —lo cortó con suavidad el policía—. No podía. Nos engañó a todos. —Herrero hizo una pausa y añadió—: ¿Prefiere pensar que ha sobrevivido? Si es así y la atrapan, pasará el resto de sus días en la cárcel o en un centro psiquiátrico. ¿Es eso lo que quiere?
—Tuvo que sufrir mucho para acabar así —contestó Ludwig, sin responder la pregunta—. No pretendo justificar lo que hizo, pero soy médico y sé que las emociones se procesan según las ideas, los pensamientos y los sentimientos adquiridos a lo largo de la vida. Con un padre nazi, que consideraba a todo aquel que no era ario como un ser inferior, no es de extrañar que Martha pudiera llevar a cabo semejantes atrocidades.
—Sí —respondió el policía—. Su vida fue un infierno. De todas formas hay algo que usted no sabe. La señorita Mazowiecki tenía una arteria cerebral colapsada, producto de un traumatismo padecido hace mucho tiempo. Según su expediente médico, reclamado por el juez, siendo niña fue trasladada a un hospital por haber sufrido un accidente. En la exploración que le hicieron los doctores descubrieron la grave lesión cerebral. Era demasiado pequeña para ser intervenida y los médicos llegaron a la conclusión de que sería mejor aguardar a que creciera un poco. Les dijeron a sus padres que necesitaría ser controlada periódicamente para estudiar cómo evolucionaba, pero nunca volvió a aparecer por el hospital. Algo terrible para una niña.
Ludwig frunció el ceño. Las palabras del policía despertaban ecos en su memoria. Unas confidencias susurradas tras hacer el amor, en la que Martha abría por un instante su impenetrable caparazón y le hablaba de su infancia.
—¡Qué ironía! —dijo Ludwig con una sonrisa gastada—. Al final el maldito cabrón murió asesinado por uno de esos semidioses de los que hablaba.
—La vida tiene estas cosas y, aunque generalmente no es justa, en ocasiones es sabia.
—¿Cómo supo usted lo de Martha? —preguntó Ludwig al cabo de un rato.
—El día que registramos la habitación del rabino, después del atentado que sufrió, encontramos, entre otras cosas, la carpeta con toda la investigación que había llevado a cabo a lo largo de tantos años. Como imaginará, el español, el único idioma que yo domino, no abundaba demasiado, así que hice traducir todo aquel dossier. Fue una larga tarea que, a la postre, no sirvió de nada salvo para hacerme perder el tiempo. El día que lo llamé desde mi casa, cuando usted estaba en el avión, me encontraba revisando de nuevo el contenido de aquella carpeta y examiné una por una todas las fotos. Tiene que comprender que había muchas y casi todas eran muy malas, así que no me juzgue con demasiada severidad por no haberme dado cuenta antes.
»En una de ellas, el jefe de las SS estaba dando la mano a un hombre. Medio oculto detrás de él, y mal enfocado, había otro individuo. Éste, a pesar de la mala calidad de la instantánea, era la viva imagen de la señorita Mazowiecki. Busqué el nombre de aquel individuo: Friedrich Schäuble. Era uno de los cuatro nombres que me había dado el rabino.
—Y usted imaginó que se trataba de su hija —terminó Ludwig—. ¡Qué casualidad! Justo tenía que ir a dar con ella cuando fui a buscar un especialista en violines.
—No tanta si tiene en cuenta la situación —repuso Herrero—. Martha había sido criada en un entorno hostil, por una madre psíquicamente débil y por un padre brillante obsesionado con Stradivarius y sus instrumentos. Qué mejor manera para ella de llamar su atención que convertirse en la mayor experta en el tema que ocupaba la mente de su padre.
Entre tanto la ambulancia había sido depositada encima de la plataforma de un camión y el operario de la grúa recogía las patas estabilizadoras y la pluma. Los curiosos, viendo que la diversión llegaba a su fin, empezaban a montar en sus vehículos, a la espera de que la calzada quedara despejada y se restableciera la circulación.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó el policía.
—No lo sé —contestó Ludwig—. Aún no lo he pensado. Imagino que volver a Ginebra y a mi trabajo.
—Estupendo. Es lo mejor —aseguró Herrero—. Continúe con su vida y trate de olvidar todo esto.