Ludwig forzó el ceño tratando de recordarlo.
—Creo que alguna vez he entrado en casa estando ella y no tenía la llave echada.
—En ese caso, para los que entraron sería muy sencillo. Quizá vinieron preparados para forzar la cerradura, probaron primero por si la llave no estaba echada y pasaron por la jamba una tarjeta de plástico haciendo saltar el resbalón —dijo el teniente—. Todo esto son meras conjeturas, pero es interesante. Yo diría que quien haya estado aquí venía en busca de algo concreto. La empleada oiría algo cuando ya estaban dentro, se levantó y se encontró con el o los asaltantes que la asesinaron en el mismo sitio donde cayó. Después, tranquilamente, buscarían aquello que esperaban encontrar. Luego forzaron la puerta en un intento de confundirnos. El asunto es, ¿encontraron lo que buscaban? Por eso le vuelvo a preguntar: ¿echa algo en falta? ¿Guarda algo de valor que justifique el asalto de su casa?
Ludwig permaneció callado. Su opinión sobre la policía en general y sobre aquel teniente en particular no podía ser más pobre. Para él los agentes estaban al mismo nivel que los retrasados mentales que hacían collares de cuentas. Los mandos del cuerpo de policía apenas se hallaban un pequeño escalón por encima. Ahora no es que su opinión se hubiese transformado milagrosamente, pero miraba con algo más parecido al respeto a su interlocutor.
—¿Ha dicho que se llama Marcus Kleen, teniente? —preguntó inseguro.
—Klee. Marcus Klee —repuso impasible el policía—. Como el pintor.
—Sí, claro, por supuesto. Disculpe —contestó Ludwig, al que la expresión hierática del teniente lo desconcertaba. Estaba acostumbrado a tratar con personas a las que dominar, a las que, en caso de desearlo, podía humillar y ofender. Pero aquel policía no se comportaba como era de esperar. Sabía cuál era su sitio. No envidiaba su posición social, ni se dejaba intimidar por su título ni por sus influencias—. Bien, como le he dicho al principio, no he tenido tiempo de hacer un examen a fondo por si se han llevado algo. Pero créame cuando le aseguro que aquí no hay nada que pueda justificar lo que ha pasado, como usted dice. El mobiliario es funcional, no poseo arte, dinero, joyas, ni antigüedades. Yo diría que lo más valioso que hay aquí es el televisor de plasma que hay en el salón, y ya ve en qué estado se encuentra.
—Bien —dijo el policía—. Por ahora creo que eso es todo. Hablaré con la señorita… Madeleine, ¿verdad? Usted tendrá que pasar por comisaría para prestar declaración. Siento decirle que en los próximos tres o cuatro días su apartamento permanecerá precintado. Si desea coger algo, ropa, efectos personales o cosas así, los agentes harán un inventario y después deberá abandonar su residencia. A la policía científica le espera un largo trabajo —remató, señalando a unos agentes de paisano, con unos chalecos llenos de bolsillos y cruzados por unas bandas plateadas reflectantes que sacaban fotos y examinaban la alfombra armados de guantes y unas bolsitas de plástico, mientras otros compañeros con buzo blanco ensuciaban las paredes con polvos iluminados por luces azules.
—¿Tres o cuatro días, dice? —preguntó, incrédulo—. Sin duda está bromeando.
—No, no lo crea —contestó sin inmutarse el policía—. Lo siento, doctor Dreifuss, trataremos de darnos prisa, pero estas cosas llevan su tiempo. No dudo que lo entenderá. No olvide mostrar las pertenencias que retire a los agentes.
Ludwig, con la cara roja por la humillación y la ira, llenó una bolsa de viaje con ropa y recogió un par de costosos trajes del armario metidos en sus fundas bajo la atenta mirada de una agente de color que anotaba cuidadosamente todo lo que se llevaba. Después bajó al garaje, metió la bolsa en el Porsche y chirriando las ruedas salió del garaje en busca de un hotel donde pasar el resto de la noche.
Asombrado, descubrió que ya amanecía. Con todo lo sucedido había perdido la noción del tiempo. Se acercaba la hora en la que tenía por costumbre levantarse. Por un momento pensó en avisar a Madeleine de que la policía iría a visitarla, pero se lo pensó mejor y retiró el dedo del manos libres instalado en el volante de su coche. «¡Al diablo! —pensó—. Una buena ducha es lo que necesito».
BAYT SAHUR, ISRAEL. NOVIEMBRE DE 2003
Sentado en el sillón, con el abrigo puesto y la estufa de butano peligrosamente encendida ante él, Menasés rememoraba viejos tiempos como le sucedía siempre que, afortunadamente con los años cada vez menos, le llegaba un anónimo amenazando su vida. Al principio, cuando era joven, aquellos toscos escritos lo enfurecían, consiguiendo únicamente aumentar su férrea voluntad de continuar con su trabajo. Según fue haciéndose mayor, el enfado dio paso a la aceptación del dicho
Homo homini lupus
, el hombre es un lobo para el hombre; años de guerra y enajenación, con crímenes brutales de una violencia sin precedentes en la historia de la Humanidad, no habían servido para aprender la lección. Más adelante miraba los anónimos con indiferencia y, de un tiempo a esa parte, sólo le causaba asombro el que aún existiesen personas que pudieran perder el tiempo amenazando a un viejo como él.
Con la cabeza echada para atrás y algún ocasional ronquido, la mente de Menasés volaba por la ciudad de Varsovia, donde había pasado su juventud. Guardaba pocos recuerdos anteriores al año 1939, cuando él tenía catorce años y los nazis invadieron Polonia. Sus dos hermanos mayores, que participaron en la pequeña respuesta civil contra los invasores, fueron acribillados a balazos sin compasión. Menasés y sus padres fueron conducidos desde Rzeszów, su ciudad natal, situada al sureste de Polonia, al gueto de Varsovia. A los dos meses de confinamiento, un soldado alemán trató de abusar de Anna, la madre de Menasés. Frank, su padre, se lanzó sin miramientos sobre el soldado. No tardaron en acudir a la pelea otros militares, pues el asustado soldado no lograba quitarse de encima al enfurecido judío.
Ante los horrorizados ojos de Menasés, escondido en una esquina, tras un puesto de verdura, los alemanes mataron a golpes de culata de sus fusiles a su padre, dejándole el rostro convertido en una masa informe. El soldado que había tratado de abusar de Anna, avergonzado por el miedo y la humillación sufridas, disparó a quemarropa tres veces contra la mujer que, arrodillada, llamaba a su marido, muerto sobre un gran charco de su sangre.
En aquellos tiempos los encerrados en el gueto aún practicaban la solidaridad y Menasés fue escondido de las represalias nazis hasta que logró escapar. Durante un tiempo vivió por las afueras de Varsovia, como otros, subsistiendo a duras penas. Pero como suele sucederles a los fugitivos, el hambre, el frío y la desesperación le hicieron cometer un error y caer de nuevo en manos de los nazis.
Durante los siguientes cinco años, Menasés cambió tres veces de campo de concentración. Pasó primero por Flossenbürg, de donde lo trasladaron a Dachau. Allí coincidió con Isaac Adler, un viejo rabino enamorado de las matemáticas y de la Cábala, que se convirtió en su padre adoptivo mientras permanecieron juntos y lo inició en un mundo de conocimientos para los que Menasés mostró unas cualidades innatas. Además de la Cábala y las matemáticas, Menasés estudió la Torá que el rabino se sabía de memoria.
En el tiempo que ambos coincidieron Menasés pasó de ser un muchacho díscolo y descentrado a un hombre paciente, seguro de sí mismo, metódico y estudioso.
Pero la relativa suerte de encontrar un padre adoptivo también se acabó. Isaac, que hasta entonces había conseguido escapar de las purgas que periódicamente realizaban los alemanes en el campo de concentración, fue seleccionado para unos experimentos.
El doctor Sigmund Hascher había creado en Dachau un Instituto de Medicina Aeronáutica y sometía a los prisioneros a descabellados estudios que la mayoría de las veces les costaba la vida.
Así sucedió con Isaac. Una mañana fría como las demás, el viejo rabino fue separado, junto con otros siete presos más, de las filas formadas en el barrizal. Un soldado apenas mayor que Menasés agarró a Isaac del brazo y se lo llevó. Menasés, alarmado, se salió de la fila para ir en ayuda de su mentor, pero éste con un gesto le indicó que se quedara quieto. Después, con una sonrisa en los labios y mientras se alejaba, bendijo al desolado muchacho, que, por segunda vez en su corta existencia, volvía a quedarse huérfano.
Apenas dos semanas después, los soldados subieron a un camión a veinte prisioneros entre los que se encontraba Menasés. Muertos de frío y sin saber adónde se dirigían, los presos trataban de darse calor entre ellos.
En una de las curvas el camión patinó en una placa de hielo, perdió la estabilidad y cayó por un pequeño terraplén. En el revoltijo de piernas y brazos, los prisioneros escaparon cada uno por su lado, siendo cazados como conejos por la escolta motorizada, que los ametralló sin compasión. Menasés fue uno de los pocos que consiguió esquivar las balas y adentrarse en la espesura. Por suerte para él, los alemanes no tenían perros cerca y logró poner tierra de por medio.
La noche le cogió exhausto y corriendo, sin saber hacia dónde ir. Un cepo colocado por algún cazador se cerró en su pierna, rompiéndole la tibia y el peroné. El dolor le hizo perder el conocimiento. Cuando despertó estaba aterido. Apenas sentía la pierna herida, por el frío. El resto del cuerpo no lo tenía mejor. Apretando los dientes consiguió librarse del cepo y apoyándose en una rama a modo de muleta, continuó avanzando hasta encontrar una granja.
El dueño salió al oír los ladridos de los perros y se encontró con el destrozado muchacho. No era el primer prisionero que veía, así que no se dejó engañar por las explicaciones de Menasés y fingiendo creerlo le dio cobijo.
Le entablillaron la pierna con más ganas que arte, de forma que cuando se hizo el callo en los huesos la pierna no quedó del todo bien, provocándole una cojera que le duraría toda la vida.
Un mes más tarde y casi repuesto, sabiendo Menasés el riesgo que corrían los granjeros al tenerle en su casa, abandonó la granja dejando una nota de agradecimiento.
Su libertad no duró más que unas pocas semanas. Cerca del lago Chiemsee, al sur de Alemania, fue capturado y llevado al campo de concentración de Mauthausen, en la antigua frontera entre Alemania y Austria. Pero ya la guerra estaba llegando a su fin y en 1945 los americanos liberaron el campo.
Una vez libre, sin necesidad de luchar, ni esconderse, huir o sobrevivir como un animal, Menasés, como otros muchos, no supo qué hacer, ni adónde ir. Durante tres años vagó de aquí para allá. Trabajó en cualquier cosa que le salió al paso, pero no acababa de encontrarse a gusto en ningún sitio y terminaba por abandonar pueblos y ciudades, como si temiera arraigar en algún lugar y que eso lo volviera vulnerable.
Un día oyó que un anciano se lamentaba de los escasos rabinos que habían sobrevivido a la guerra y de las sinagogas cerradas por falta de maestros, y recordó las enseñanzas de Isaac Adler, su padre adoptivo en el campo de concentración, que lo acogió bajo su tutela, le enseñó los rudimentos de las matemáticas y de la Cábala, y con el que profundizó en la Torá. Pensando que al viejo profesor le hubiera gustado, decidió retomar sus estudios e ingresó en una
yeshiva
. Menasés creía haber conseguido al fin la estabilidad que tanta falta le hacía.
Hasta que recibió la llamada de Simon Wiesenthal.
Wiesenthal era un ex prisionero con el que había coincidido en Mauthausen, célebre por sus investigaciones para incriminar a antiguos nazis. Este cazanazis había fundado el año anterior el Centro de Documentación Judía, desde donde continuaba su lucha para detener a todos los nazis fugados, y procuraba rodearse de buenos ayudantes. El joven experto en la Cábala y las matemáticas, de mente analítica, al que tomó bajo su manto, era un buen ejemplo.
De esta manera Menasés pasó a ser otro cazanazis, recibiendo sus primeros anónimos amenazantes, de los que el centro hacía colección.
Durante una década se dedicó a mirar fotos, estudiar archivos, entrevistar a antiguos prisioneros de los campos de la muerte, a prisioneros nazis hechos por los aliados y juzgados en Nuremberg. Pero los primeros, en su mayoría, sólo querían olvidar los horrores vividos, y los segundos, a pesar de su indudable voluntad de ayudar para rebajar sus años de reclusión, normalmente eran mandos intermedios. Los altos jerarcas se habían puesto a buen recaudo, suicidado o, simplemente, habían sido ejecutados.
Aun así Menasés y todo el grupo de Wiesenthal continuaron con sus, a menudo, infructuosas indagaciones, atrapando a antiguos miembros de la Gestapo, de las SS y guardianes de los campos de exterminio.
Su momento de gloria, al igual que el del centro, fue doce años después de aceptar la propuesta de Wiesenthal. Una mañana Simon le presentó a Meter Zvi Malkin, otro judío polaco, dos años mayor que Menasés. Los padres de Malkin, con buen criterio, se habían trasladado a Palestina antes del inicio de la guerra, cuando el niño tenía nueve años, debido al creciente antisemitismo. No así la hermana de Malkin, Fruma, y los tres hijos de ésta, que murieron en el Holocausto.
En su adolescencia, Malkin se había incorporado a la Haganá, uno de los grupos clandestinos judíos de Palestina. Después, cuando se creó el Estado de Israel, Malkin fue reclutado por el servicio secreto, el Mossad, donde acabaría llegando a ser el jefe de operaciones.
En la primavera de 1960, Malkin formaba parte de un equipo de agentes enviados a Buenos Aires para atrapar a un peligroso dirigente nazi. El equipo del Mossad había perdido a uno de sus hombres en un accidente y necesitaban reemplazarlo; pero, entre los agentes de la joven organización de espías no había nadie que hablara español.
Malkin se acordó de un viejo amigo, Simon Wiesenthal, que les podría ayudar, y se puso en contacto con él. Cuando le explicó el problema, Simon no lo dudó. Tenía el hombre que necesitaban. Hablaba correctamente el español con un suave acento argentino, debido al tiempo que Menasés había estado en ese país estudiando las organizaciones nazis allí establecidas, que ayudaban a los fugitivos a instalarse en esa república sudamericana, donde les facilitaban nuevas identidades, buenos empleos, dinero, casas y cualquier otra cosa que pudieran necesitar.
Malkin mostró interés en conocer a Menasés y entre ellos rápidamente se estableció un cordial entendimiento. Con el equipo ya al completo ambos se trasladaron a Argentina, donde la operación seguía su curso.