Siempre había sido un hombre espartano. Criado en una granja a las afueras de Dresde, en Alemania, no tardó en darse cuenta de que la vida del campo no estaba hecha para él. Gracias a un hermano de su madre pudo cambiar las labores de la granja por los libros.
Con catorce años, una maleta de cartón en la que llevaba una muda limpia, otra camisa, un cuarto de queso escasamente curado y un trozo de pan para el viaje, se había presentado en la estación de tren de la ciudad, donde le aguardaba su tío.
Tampoco resultó una vida fácil. Su tía, una mujer horripilante, había tratado por todos los medios de que se volviera a la granja con sus padres y sus otros siete hermanos, pero finalmente consiguió terminar la carrera de Física y entrar en la nómina de un laboratorio.
Poco le duró la buena estrella, pues la todopoderosa Alemania se encontraba ya inmersa en una lucha abierta en varios frentes y su Führer ya no atinaba a gobernar una nave que iba a la deriva. El laboratorio se mantenía con dificultad y para economizar gastos sus propietarios decidieron prescindir de los servicios del joven empleado.
La siguiente oferta laboral no tardó en llegar y del lugar más insospechado: Waischenfelf, en la Baviera alemana, sede del Instituto Ahnenerbe, dependiente de las temidas Schutz Staffel, las escuadras de protección nazis.
No le quedaba sino dar una única respuesta. Las SS no entendían que un alemán pudiera no querer trabajar para el Reich. Y aquellos cuya lealtad al régimen estaba en entredicho solían terminar en el frente, en inhóspitos calabozos o, directamente, fallecían de muerte repentina.
Para su sorpresa, en el instituto de la antigua Franconia se sumergiría en un proyecto que absorbería su atención para el resto de su vida. Para su desgracia, Alemania estaba condenada a perder la guerra y con ella le llegó el exilio.
Quince años después de que su país perdiera la contienda, con el panorama político mundial más tranquilo, y sin muchas esperanzas de llegar a dar algún día con las claves para llevar adelante el Proyecto, Pawlak desenterró la documentación que había escondido en su precipitada huida de Alemania.
Se puso en contacto con la organización que le había ayudado a fugarse, como a otros tantos nazis, y pidió una suculenta suma de dinero, justificando sucintamente el uso que pretendía darle. Adquirió una mansión, la blindó y encerrado en ella no se volvió a saber nada más de él.
Muchos años después, cuando ya nadie más recordaba el Proyecto, había dado por fin con la esquiva clave. El trabajo estaba a punto de ser concluido tras cincuenta y nueve años de infatigable búsqueda.
La espera había merecido la pena, aunque ahora corría prisa. El plan debía ser llevado a cabo en una fecha concreta, no importaba el año. Pero Pawlak sabía que no podría esperar otro año más. Los médicos le habían asegurado que seis meses era lo máximo que su organismo resistiría antes de sucumbir al cáncer de páncreas.
La cercanía de la muerte podría haber sido un motivo para abandonar la difícil tarea y disfrutar de lo que le quedaba. Al fin y al cabo, todos los que habían participado en ella llevaban tiempo siendo pasto de los gusanos y Pawlak no tardaría en hacerles compañía. Pero precisamente la sombra próxima de la muerte suponía un incentivo para culminar la tarea.
En la carrera que mantenían desde los albores de la Humanidad todas las religiones por alcanzar el Paraíso, él sería el vencedor, el primero en llegar a la meta. Además, y no era poco, el premio sería el deseado por todos los hombres desde que empezaron a ser conscientes de su mortalidad.
En su cuadriculada mente no cabía la posibilidad de fallar. El paso dado esa noche era capital, pero aún quedaban algunos trabajos más. Por suerte, el fracaso de su esbirro en el intento anterior no había alarmado en exceso a las autoridades. La víctima habría relajado de nuevo las medidas de seguridad y, dado lo mucho que viajaba, sería presa fácil. El tiempo apremiaba y los técnicos del laboratorio se mostraban pesimistas, pero a él no le cabía ninguna duda de que lo conseguirían.
Sumido en estas reflexiones, el anciano cerró los ojos ajeno al trasiego de su mayordomo, que, con diligencia y discreción, recogía las ropas de su señor colgándolas en sus perchas, cerrando las contraventanas de los ventanales, regulando la calefacción, comprobando que el timbre estuviera al alcance de la mano por si el dueño de la casa se despertaba en mitad de la noche y precisaba de alguna cosa.
Con mirada profesional, el sirviente echó un último vistazo a la habitación, recolocó el vaso de agua sobre la mesilla de noche y con sigilosos pasos abandonó la estancia cerrando tras de sí la puerta.
En la velada y silenciosa alcoba, el viejo nazi se durmió pensando en los escasos días que aún restaban para la gran lecha. Quizá un pequeño remordimiento por la cantidad de muertes y sufrimiento que estaba costando la empresa debería haberle trastornado el sueño, pero la conciencia había abandonado a Pawlak hacía muchos años.
BAYT SAHUR, ISRAEL. NOVIEMBRE DE 2003
—
Hakam
, ¿se encuentra bien?
Menasés Liebnitz se despertó ante la llamada de alarma del niño. Con esfuerzo recordó dónde se encontraba. Estaba en la sinagoga. Claro que, ¿dónde, si no?
—¿Has terminado tu estudio?
—Sí,
Hakam
.
Menasés sonrió ante la mentira del niño. En otros tiempos hubiese sido más estricto y mandado repetir la lección, llegando a castigar al alumno que no se aprendía la Torá. «El peso de los años —se dijo— suaviza el ánimo y pule el carácter». A sus setenta y ocho años Menasés ya no estaba tan convencido de que el Innombrable quisiera que sus criaturas se aprendiesen de memoria todos los preceptos. Posiblemente se contentaría con que los tuvieran en cuenta.
—¿Puedo irme ya,
Hakam
? —preguntó el niño mirando al rabino.
Hakam
. ¿Se merecía que lo llamaran así? ¿En verdad era él un hombre sabio? Menasés tenía sus dudas. Sería falsa modestia decir que sus conocimientos eran escasos. Una vida de estudio y una mente analítica no podían dejar de dar sus frutos. Pero un
Hakam
. Eso era otra cosa.
—Sí, Josué —contestó con su voz suave—. Mañana repasaremos el Levítico. Saluda a tus padres de mi parte.
El niño salió corriendo del templo y bajó la calle hacia la plaza, donde aguardaban sus amigos. En el interior de la sinagoga Menasés recogía con reverencia los rollos. Los cubrió con las telas de terciopelo y los metió en el arca situada como mandaba la tradición en la pared orientada a Jerusalén y custodiada por el
Ner tamiz
, la llama perpetua.
Con paso cansino Menasés subió a la tarima, donde se encontraba la gran mesa donde se leía la Torá a la congregación y recolocó la
menorá
. En uno de los bancos donde se sentaban los fieles observó algo. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz. Nada. Su vista era cada vez peor y no podía reconocer el objeto. Bajó de la tarima y se acercó al banco. Un
kipá
. En la oración de la mañana alguien habría descuidado su casquete para cubrirse la cabeza.
Menasés alargó la mano para recogerlo pero se lo pensó mejor. Quienquiera que lo hubiese olvidado, vendría al día siguiente, posiblemente apurado. Si lo recogía ahora, el descuidado se avergonzaría. ¿Para qué hacerle pasar ese mal trago? Mejor dejarlo donde estaba y que el olvidadizo creyera que nadie se había dado cuenta.
Irguiendo su maltrecha espalda comprobó que todo lo demás estuviera en su sitio antes de abandonar el templo.
De camino a su casa se detendría, como cada tarde, donde Sara, una vieja amiga, viuda desde hacía años. La había conocido al poco de llegar a Jerusalén, cuando aún vivía su marido, un hombre tosco muy implicado en la causa sionista, que se jactaba de haber conocido en persona a Chaim Weizmann, el primer presidente del Estado de Israel. Samuel Heschel, que así se llamaba el fanático marido, había recibido al recién llegado con los brazos abiertos. El paso de Menasés por los campos de concentración nazis y, sobre todo, el haber pertenecido al grupo de Simon Wiesenthal, el cazador de nazis, lo convertían en un héroe y un símbolo a los ojos de Samuel.
Por entonces, cuando Menasés dejó definitivamente Polonia, cansado de recordar, y se instaló en Jerusalén con el ánimo de empezar una nueva vida recién cumplidos los cuarenta y tres años, en su mente no se encontraba la idea de enarbolar otra bandera, en las cuales no había creído nunca, y liderar el movimiento israelí. Poco a poco empezó a tener discusiones con Samuel, que lo acusaba de no querer saber nada de su pueblo y encerrarse en su sinagoga con sus libros de estudio, mientras, en la calle, los judíos luchaban por fortalecer un Estado naciente, un Estado que lo había acogido con generosidad y al que él daba la espalda.
Las visitas se fueron distanciando y cuando las había, Samuel siempre tenía una excusa para salir de la casa. Sara, sin embargo, que en un principio, al contrario que su marido, se había mostrado distante con el rabino, había ido cimentando una buena amistad con éste que le fue de gran ayuda cuando una bomba hizo saltar en pedazos a Samuel, convirtiéndola en viuda.
Desde entonces la mujer había adoptado al apátrida Menasés. Lavaba su ropa y se la remendaba. Le hacía la comida, que el rabino se llevaba a su casa para no dar que hablar a los vecinos. Juntos se hacían compañía en un mundo donde Sara no se encontraba a gusto desde la muerte de Samuel, y Menasés desde la muerte de sus padres, cuando él sólo tenía quince años.
—Hola, Sara —saludó el rabino cuando llegó a la casa.
La mujer estaba tendiendo la ropa en el tendedero del jardín y se volvió encantada al oír su suave voz.
—Hola, Mení. ¿Cómo te ha ido el día?
La mujer miró amablemente al anciano que tenía enfrente. De baja estatura, muy delgado, con el cráneo y el rostro afeitados, de manos artríticas y la perenne cojera, no causaba gran impresión. Quienes no lo conocían, jamás podrían llegar a imaginar que aquel hombrecillo hubiese podido escapar tantas veces de la muerte, sobrevivir a los campos de exterminio y perseguir de forma implacable a los nazis fugitivos. Pero su mirada aún conservaba todo su poder.
—Bien, bien —contestó el rabino—. De nuevo me he dormido mientras daba clase a Josué. El muy bribón ha aprovechado para tratar de engañarme e ir a jugar con sus amigos.
—¿Y te has dejado engañar? —preguntó divertida Sara, fingiendo extrañeza.
—Claro. Soy un viejo de setenta y ocho años. Nadie me puede acusar de no cumplir con mi deber —repuso Menasés adoptando una seriedad igual de falsa.
—Vamos adentro, que empieza a hacer frío —dijo riéndose Sara, y recogió del suelo la cesta con la colada del día anterior, que ya se había secado y en la que estaban incluidas varias prendas del rabino, gastadas por el uso y los lavados—. Te he preparado un gulasch que te vas a chupar los dedos.
Cogidos familiarmente del brazo, los dos ancianos entraron en la casa. En la cocina una estufa caldeaba la estancia, donde un agradable aroma a guiso escapaba de la olla tapada que hervía al fuego. A Menasés aquel olor le recordaba a su patria, algo cada vez más frecuente.
—¿Qué, te vas a quedar ahí con esa cara? —preguntó amablemente la mujer.
—Estaba pensando cuando entré en esta casa por primera vez. Recuerdo que en esa misma olla estabas preparando también gulasch. Yo no me atrevía a decir nada, pero se me hacía la boca agua. Llevaba prácticamente todo el día sin comer.
—Sí, y fue Samuel el que te invitó a comer —apuntó Sara bajando la voz y rememorando con añoranza—. Cuando te fuiste lo regañé. Había hecho gulasch para nosotros dos. Me molestaba que invitase a gente sin avisar.
—Era un buen hombre —dijo Menasés con simpatía.
—Sí, lo era —contestó con un suspiro Sara—. Alocado, fanático, ardiente, impulsivo. Era un niño —volvió a suspirar—. Cómo lo echo de menos.
Menasés respetó ese momento de nostalgia y para no incomodarla se asomó a la ventana. Pronto se recuperó la dueña de la casa y pasaron a conversar agradablemente de las pequeñas cosas cotidianas.
Cuando se desvanecía la luz, Menasés abandonó la casa y se encaminó hacia su apartamento. En una mano llevaba un plato recubierto con papel de aluminio que contenía una generosa ración de gulasch. En la otra, una bolsa de plástico con ropa lavada y planchada, y un trozo de pan para untar el guiso, algo que le encantaba.
Tres manzanas separaban ambas casas. Pese a ello Menasés tardó casi media hora en cubrir la distancia, lamentándose porque el guiso iba a llegar frío, pero resultaba imposible no atender a los saludos de los vecinos. Uno de ellos le regaló una botella de un fuerte tinto casero. Una mujer mandó corriendo a su hija pequeña para que le trajera dos hermosas naranjas que el rabino agradeció, mientras le contaba las últimas locuras realizadas por su hijo mayor, al que no lograba controlar.
—Por fin —dijo en voz alta Menasés al cerrar a sus espaldas la puerta del apartamento. De su boca salió una nube de vaho y es que el invierno se había adelantado, nadie diría que aún quedaba más de un mes para su supuesta llegada.
Aunque la temperatura media invernal solía andar por los nueve grados, lejos de los cero de su Polonia natal y aún más lejos de los inviernos en los campos de concentración nazis, el rabino llevaba cada vez peor la falta de calor.
Decidió no quitarse el abrigo y, cogiendo con dificultad entre sus artríticos dedos una cerilla de la caja, encendió la estufa de butano con la parrilla delantera ya negra de tantas horas de funcionamiento.
La estufa era la única fuente de calor que había en el pequeño apartamento, compuesto por una cocina, que además hacía de sala, y una habitación minúscula donde apenas entraba el camastro sobre el que se acostaba el rabino. El baño era comunitario y para utilizarlo debía bajar los dos heladores pisos que acababa de subir. Cuando por la noche Menasés debía hacer uso de él, solía demorarse hasta que no aguantaba más.
En la cocina un frigorífico, el estropeado hornillo y dos armarios, con un escurreplatos cerca del fregadero, disputaban el sitio a la estufa, una mesa con dos sillas desparejadas, un sillón del que resultaba prácticamente imposible reconocer el color original y un armario con un espejo en la puerta, rajado.
Sobre la estufa colocó el guiso para que se calentara un poco, dejando sobre la mesa de la cocina el correo. Cogió una silla y la acercó a la estufa. Se sentó enfrente. Como siempre, el color del fuego le hizo abstraerse y mientras se frotaba las deformes manos extendidas, sintiendo cómo se calentaban, olvidó por un momento el dolor de la pierna que lo torturaba desde hacía dos días.