Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
—Mira.
Arrimé el ojo al potente cristal amplificador japonés y descubrí el motivo de la preocupación de Saien. Divisé una gran nube de polvo en el horizonte. Si no hubiese empleado la mira del rifle de Saien, habría cabido la posibilidad de confundir la nube de polvo con un nubarrón de tormenta lejano. Al parecer, asistíamos en primera línea al avance de un enjambre de muertos vivientes. No teníamos por qué vernos en la misma situación que el día en que conocí a Saien. La mera presencia de aquella masa a unos quince kilómetros de distancia no significaba que vinieran directamente hacia nuestra posición. Una hipótesis prudente podía ser que marchaban hacia el suroeste en la misma dirección genérica que nosotros y que, cuando llegasen al río, se marcharían por la orilla en uno u otro sentido. Podía ser que el río los canalizara hacia el camino que queríamos seguir nosotros, pero también que se marchasen todos ellos río arriba. Nos pasamos el resto de nuestro abreviado ágape en intentos de determinar en qué dirección y a qué velocidad se desplazaba la masa, pero no lo conseguimos.
¡¡Después!!
Nos dimos prisa por llegar lo antes posible al puente. Nos detuvimos poco antes en un otero y reconocimos el terreno. Un tanque Abrams herrumbroso estaba cruzado en la carretera justo enfrente del puente. Aún no se le había caído la pintura, pero las marcas de óxido cubrían las gruesas piezas de acero blindado. El contador Geiger nos reveló que el tanque emitía dosis moderadas de radiación. Aunque no mataba al instante, tampoco me apetecería pasar varias noches dentro. Había marcas de sangre por toda su superficie y los vehículos civiles que se hallaban en sus alrededores habían sufrido graves daños, muy parecidos a lo que habíamos visto en la vieja calle Mayor de la localidad por donde habíamos pasado pocos días antes.
Antes de bajar de la colina al puente, observamos con atención la nube de polvo. La nube crecía visiblemente y el viento nos traía sonidos muy leves que me turbaron hasta el punto de que tuve que hacer un esfuerzo consciente por mantener el control sobre mí mismo. Bajé por la colina y me quedé desmoralizado por el tamaño del puente. Era tan largo que los vehículos que se hallaban al otro extremo parecían simples manchitas.
Al acercarnos a la carcasa oxidada del Abrams, me di cuenta de que había un resquicio abierto en la compuerta. Me encaramé a lo alto del tanque y abrí la compuerta de una patada. Las lecturas Geiger eran constantes. Al alumbrar el interior, provoqué que un pájaro saliese volando, y me dio un susto de muerte. Dentro del tanque no había nadie.
Nuestros vehículos no podrían pasar al otro lado del tanque si no lo movíamos. No tenía sentido tratar de remolcarlo. Pesaba varias veces más que la camioneta. Encontramos manuales de instrucciones en un pequeño armario de suministros cercano a los controles. Seguí las instrucciones y, al cabo de tres intentos, logré activar la turbina. El tanque aún funcionaba, pero el combustible debía de estar contaminado, porque no logré que la turbina alcanzase la temperatura óptima de funcionamiento indicada en el manual. En consecuencia, todos los movimientos del vehículo eran lentos y torpes. Los controles del tanque eran como unos manillares de bicicleta con indicador luminoso de puerta abierta, alarma general, atenuación de panel, reinicialización e indicador luminoso de advertencia general. Justo debajo del manillar había una palanquita con las posiciones R, N, el y L.
Después de un breve calentamiento, puse la palanca en el y apreté el acelerador, con lo que el tanque avanzó entre sacudidas. El olor a combustión impregnó el interior del tanque y todo lo que había en él. Al fin, lo detuve y salí corriendo para ayudar a Saien a conducir los vehículos hasta el puente.
Una vez que el buggy y la camioneta ya estuvieron a salvo en el puente, regresé al tanque para dejarlo en el mismo sitio que antes. Al acercarme, me di cuenta de que la palabra troll estaba pintada con spray en un costado de la torreta. Volví a meterme dentro y traté de devolverlo a su posición original. Después de destrozar las barandas del puente y estar a punto de caerme al agua, me rendí, y me resigné a que no quedara perfecto. A un lado del tanque había quedado un espacio abierto lo suficientemente ancho como para que pudiera pasar una motocicleta. Antes de abandonar el tanque, encendí la radio y me puse los auriculares. Todas las frecuencias que sintonicé con la radio militar recibían estática, como si se tratase de una interferencia deliberada. Oía la energía de la radiofrecuencia, pero nadie transmitía nada. Envié un mensaje de socorro en 282.8 MHz y 243.0 MHz al Hotel 23, en el que les informaba de mi situación y posición. Aunque alguien retransmitiese interferencias en esa zona, éstas no tenían que afectar por fuerza al H23. Para que las interferencias sean efectivas, tienen que emitirse directamente al interferido, y eso significaba que nuestras retransmisiones sí podían llegar hasta otro receptor.
Repetí la transmisión tres veces antes de cerrar la turbina de combustible y regresar a los vehículos. La nube de polvo aún flotaba en el horizonte. Pensé en el tanque y en lo inútil que sería, porque el consumo desmesurado de combustible, unido a su peso aplastante, serían un incordio. Dudé que el puente pudiera resistir su peso. Estábamos a medio camino del puente cuando tuvimos el primer contacto visual con el enjambre. El sonido resonaba como grandes tubas que reverberaran en mi pecho.
Por un golpe de suerte que tuvimos, quedaron a la vista cuando aún se encontraban a mas de tres kilómetros río arriba. En la isla de Matagorda, en el tiempo que pasé en los muelles, observé que las criaturas se detenían frente al agua y dudaban en entrar. Sé que cuando lleguen a la orilla, la seguirán hasta que encuentren un punto por donde cruzar. Saien y yo nos dedicamos a apartar los bloqueos del puente y colocamos la chatarra donde pudimos, a la derecha o a la izquierda. Era como uno de esos rompecabezas antiguos en el que tratabas de poner quince piezas deslizantes en orden cronológico con un solo espacio vado para reordenar los números.
Cuando habíamos recorrido tres cuartas partes del puente, las criaturas llegaron a la orilla. Los gemidos y lamentos fueron como una puñalada en el cerebro y estuvieron a punto de hacerme caer al suelo. Los había a millares. Luego descubrí, por medio de un mensaje de texto que me llegó al teléfono por satélite, que había más de quinientos mil muertos vivientes y que formaban parte del Enjambre T-5.1, de acuerdo con la terminología empleada en un críptico mensaje de Remoto Seis.
En el mismo momento en que la cabeza de la larga y terrible víbora llegó a la orilla, vi una estela de aguas blancas, y los gemidos de frustración y odio primario se intensificaron. Saien y yo seguimos trabajando, con cuidado de no hacer mucho ruido. Averié la bocina de la camioneta con la navaja multiusos, para asegurarme de no activarla por accidente durante nuestra operación de limpieza, como había sucedido en alguna otra ocasión.
Un coche blindado, con los cuatro neumáticos deshinchados y muy deteriorados, nos dio muchos problemas a causa de su peso. Nos ocupamos de ese problema durante casi treinta minutos, mientras la legión de los muertos vivientes se iba congregando en la orilla. Se estaban acercando tanto que empezábamos a distinguir individuos concretos desde nuestra posición. Mientras enganchábamos una cadena de remolque al viejo Ford que estaba al lado del coche blindado, oí un sonido estridente que ya me resultaba familiar, e instintivamente empuñé el M-4 que me colgaba sobre el pecho. Eché una ojeada a la ventana de plástico transparente del cargador de polímero y así me cercioré de que todo estuviera a punto.
Observé el área que circundaba los vehículos y oí los gemidos fuertes y superpuestos de los muertos vivientes. Algunos de ellos sonaban a gorgoteo. Me subí a la baranda del puente y miré al otro lado. Vi a docenas de criaturas que se debatían y gimoteaban en las aguas gélidas y profundas. El agua había entrado en abundancia en sus pulmones muertos y hacía que los sonidos fueran todavía más espantosos. Al mirar río arriba, vi las aguas abarrotadas de criaturas que se habían separado de la horda y flotaban río abajo, pasando por debajo del puente donde me encontraba.
Un puñado de las criaturas que iban a la deriva, a la merced de la corriente del río, me vieron en lo alto. Al pasar por debajo del puente, levantaban al cielo sus manos garrudas. A pesar de todos nuestros esfuerzos, no logramos desalojar el Ford, porque el coche blindado le cerraba el paso en el otro carril. Al haber desplazado los coches a nuestras espaldas, teníamos un camino abierto para volver atrás, pero los muertos vivientes eran demasiados como para considerar semejante opción. La superioridad numérica y las dimensiones del enjambre, a poco más de tres kilómetros río arriba, crecían en dirección hacia nosotros, y no cabía ninguna duda de que no tardarían en detectarnos si no nos aprestábamos. Yo tomé una decisión y le ordené a Saien que alineara nuestros vehículos frente a los coches que habíamos desplazado a un lado, para que quedara abierta una ruta de colisión contra el coche blindado. Si no lográbamos pasar nuestros vehículos al otro lado del puente, los muertos vivientes nos perseguirían sin fatigarse y acabarían por darnos alcance.
Armado tan sólo con el M-4 y con cargadores extra, corrí hasta el otro extremo del puente. Entré en el tanque de un salto, sin molestarme en cerrar la compuerta, y puse a funcionar la gigantesca turbina. Todas las señales de advertencia se encendieron como un árbol de navidad: «Turbina a baja temperatura. Compuerta abierta.» Apreté el acelerador y giré los mandos para salir del puente, y choqué contra la valla metálica. El chirrido del metal fue ensordecedor, incluso más que la algarabía de los muertos vivientes.
El ruido provocó una respuesta audible por parte de las criaturas que estaban abajo y tuve que forzarme a mí mismo a no perder un tiempo valioso contemplando la reacción física de la horda. Di la suerte por echada y avancé con el tanque por el puente, apretando repetidamente los aceleradores para ganar impulso. El vehículo alcanzó los cincuenta kilómetros por hora y entonces el puente retembló bajo los neumáticos. Golpeé uno de los coches cuando pasaba a toda velocidad por el lado de Saien y seguí adelante en ruta de colisión contra el automóvil blindado.
Desaceleré hasta los dieciséis kilómetros por hora para evitar daños excesivos. Pensé en las leyes de la física y en la masa diferencial entre el pequeño pisapapeles que era el coche blindado y el gigantesco tanque. Cual dos hermanos de picnic al borde de la piscina, la máquina bélica no tuvo problemas para empujar el coche sobre la baranda y arrojarlo al río.
Hice todo lo posible por perder velocidad, pero las turbinas necesitaban un tiempo para ponerse en reposo y no eran tan manejables como las de un coche o un camión. Lo que yo tomé por frenos no hicieron otra cosa que empeorar el problema, porque desviaron el tanque en un ángulo que no me interesaba.
El tanque se precipitó también al vacío.
El tiempo se ralentizó hasta avanzar a paso de caracol cuando el ladrillo de acero en el que me encontraba aplastó la baranda y se meció como un balancín. Cuando se precipitó en caída libre a la superficie de las aguas, que se hallaban tres metros más abajo, traté de saltar por la compuerta. Estaba a medio salir cuando el agua fría entró en el tanque y me retuvo allí, me arrastrándome al lóbrego abismo verde del río.
Cuando se hubo llenado por completo y se me pasó el impacto inmediato del agua fría, nadé hasta la superficie, guiándome por las burbujas. Podía distinguir los cuerpos en el agua, con sus piernas moviéndose como si trataran de caminar mientras flotaban río abajo. El rifle me golpeó la espalda y la cabeza mientras daba brazadas hasta la superficie. Al sacar la cabeza al aire libre, me enjugué el agua de los ojos, sostuve el rifle por encima de la superficie y disparé a los muertos vivientes que me rodeaban. Después de matar a tres, me di cuenta de que el río me arrastraba hacia debajo del puente. Le grité a Saien que sacara los vehículos del puente mientras yo nadaba hasta la orilla, dando patadas y rozándome con los cadáveres a los que acababa de disparar.
Al llegar a la orilla, vi que la horda se acercaba al puente. Estaba claro que el estrépito del tanque, los disparos y el ruido de la camioneta habían contribuido a enloquecerlos. Saien había aparcado la camioneta y fue a por el buggy para llevarlo también hasta la otra orilla. No quedaba tiempo. Le llamé con un fuerte silbido, y entonces le indiqué que lo dejara correr y que me cubriese a mí. La pérdida del buggy en el campo de batalla podía considerarse aceptable.
Me oculté en la orilla, tras un árbol caído, y desde allí contemplé el puente. Seleccioné con gran cuidado un punto entre las columnas de apoyo sobre las que se hallaban los muertos vivientes y las marqué con el láser. Obligué a mi propio cuerpo a dejar de temblar por el agua fría y sostuve el punto entre los pilares del puente mientras la frecuencia sonora se incrementaba hasta volverse estable. Cuatro segundos más tarde, una bomba de 225 kilogramos sacudió el puente y hundió para siempre uno de sus trechos. Estaba absorto en la contemplación del siniestro cuando me sorprendió un cadáver que golpeaba las rocas, tres metros por detrás de mí, medio segundo antes de oír el disparo de Saien. Saien me hizo señas con la mano y me indicó que me reuniera con él en la orilla.
Subí a paso ligero por la orilla en dirección a la camioneta. El río parecía estar repleto de cadáveres. Vi por los prismáticos a numerosos corredores de fondo que se habían quedado en la otra orilla, muchos de ellos con graves quemaduras en el cuerpo debidas a la radiactividad, verificadas con el contador Geiger.
15 de Noviembre
7:30 h.
Hoy he contactado por primera vez con el Hotel 23 desde hace cuarenta y cinco días. Ha pasado una semana desde que dejamos atrás el puente y ahora mismo nos encontramos al noroeste de Houston, Texas. Anoche nos dimos cuenta de que la estática ya no era tan fuerte y empezamos a estar atentos a la emisora de radio. La noche pasada, Saien y yo encontramos el edificio de una compañía telefónica rodeado por una valla metálica de gran altura. Tras abrir el candado (con una barra para desmontar neumáticos), hemos pasado la noche en el área vallada y dormido dentro de la camioneta, atentos a la estática, cada vez más débil. Hacia la 1.00 de la madrugada hemos oído la señal de contacto, pero ninguna voz. Hemos respondido al instante con una señal de socorro. Durante una hora entera, no hemos recibido ninguna señal inteligible, pero hemos retransmitido sin cesar.